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El Nobel de la palabra, los autores y sus escritos.

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

«Escribo porque amo el olor del papel, de la pluma y de la tinta», confesaba Orhan Pamuk al recibir el Premio Nobel de Literatura, «escribo porque creo más en la literatura, en el arte de la novela, que en cualquier otra cosa». Una pausa, y añadía: «escribo porque es un hábito, una pasión. Escribo porque tengo miedo de ser olvidado». Han pasado más de siete años desde que Orhan Pamuk pronunciara estas palabras ante la Academia Sueca; era el año 2006, cuando el escritor turco, en un personal discurso de agradecimiento, afirmaba que para él escribir era la manera, puede que la más potente de todas, para que «el mundo entero sepa cómo yo, cómo nosotros en Estambul y en Turquía hemos vivido y vivimos».

1209051_539386469463389_49354111_n La escritura novelística, la ficción, se convertía así, de manos de Pamuk, en algo más que un mero ejercicio estilístico. Si bien todavía hay quienes consideran el arte, cualquier tipo de arte, un mero ejercicio dirigido a la contemplación y al vano entretenimiento, no debemos dejarnos llevar por el sentimiento utilitarista e, incluso, resentido que se esconde tras estas opiniones, pues la creación artística y, en este caso la creación literaria, es el lenguaje más directo y, a la vez, más enigmático para reunir, más allá de las fronteras y de las lenguas, a los lectores y, como ya afirmaba Goethe tiempo atrás, a las naciones en una totalidad y en una unión que, sólo entonces, puede ser llamada humanidad. Orhan Pamuk no fue el primero como tampoco el último en declarar no sólo su pasión por la escritura, sino la importancia de la escritura independientemente del momento y del lugar; «escribo porque tengo miedo a ser olvidado», confesaba el escritor, porque escribir es el remedio contra el olvido, el olvido de uno mismo y los otros; la escritura es, en todas sus variantes, el testimonio más valioso que vence al paso del tiempo. En Los premios Nobel de literatura toman la palabra, la editorial Navona ha reunido los discursos de algunos de los más reconocidos premios Nobel de literatura: de Thomas Mann a Vargas Llosa, de William Faulkner a José Saramago, pasando por Albert Camus y Wislawa Szymborska. Leer estos distintos y temporalmente alejados discursos es recorrer la historia más reciente de este denominado mundo occidental y sí, digo occidental, porque más allá de la proveniencia dispar de los autores, ellos y sus obras han conformado el relato cultural sobre el que nosotros nos reconocemos. Con Pamuk, con Coetzee e, incluso con Gabriel García Marquez, hemos conocido realidades, culturas e historias lejanas, distintas de aquellas que conforman nuestra cotidianidad más inmediata; sin embargo, estos autores, de indudable prestigio, han entrado en el denominado canon occidental, es decir, se han convertido en parte esencial de nuestra cultura, de la cultura occidental, la cultura de los vencedores, de aquellos que tienen la palabra. Si bien no podemos ser ajeno a ello, es de reconocer que estos autores han tratado no sólo de borrar las fronteras antes mencionadas, sino intervenir con su obra y con su palabra en una realidad ante la cual, independientemente de su demarcación geográfica, no puede uno mostrarse indiferente.

Al recoger su premio, en 1929, Thomas Mann no pudo sino reconocer las condiciones de miseria, «el tumulto y el sufrimiento» que había golpeado Alemania y, en medio de los cuales, «el arte y el intelecto han tenido que desarrollarse». Todavía no habían llegado los años más oscuros, Mann todavía no se había exiliado, pero en sus palabras ya resonaba el eco de la melancólica preocupación por un pasado muy poco glorioso y un futuro escondido tras brumas de la desesperanza. Por ello,  el autor de La montaña mágica recordaba a San Sebastián para «revindicar ese heroísmo para el intelecto, para el arte alemán». El heroísmo  reivindicado por Mann es, en cierta medida, el heroísmo de Leverkühn, el compositor del Doktor Faustus, que no sucumbe al espíritu de los tiempos. Si Mann apelaba al necesario heroísmo del arte y del intelecto, algunos años más tarde, en 1962, John Steimbeck describía el escritor como «el encargado de declarar y celebrar la probada capacidad del hombre para la grandeza de corazón y espíritu, para la gallardía en la derrota, para el coraje, la compasión y el amor». El escritor es aquel que sabe que las palabras son meros trazos negros en una hoja en blanco, es aquel que conoce los significados profundos que se esconden en cada palabra, en cada frase, quien sabe que el habla, como la escritura, es tan poderoso como el silencio. El escritor es aquel que se compromete con cada palabra escrita, como el pintor con todo trazo dibujado en una tela o el músico que convierte una nota en una melodía.

 

wislawa szymborska
wislawa szymborska

Los discursos reunidos por Navona ofrecen algo más que una exposición de opiniones de los autores más relevantes, algo más que una expresión poética acerca del arte, la literatura y la poesía. Los discursos aquí reunidos reivindican, desde posiciones y perspectivas distintas, la importancia de la literatura en tanto que expresión máxima de la palabra. No se deben leer estos discursos como las habitualmente distantes y elitistas intervenciones intelectuales en la sociedad; lejos de todo elitismo, lejos de toda pomposa reivindicación del intelectual, como figura esencial e indiscutible, como guía culturar e ideológico de una sociedad, estos discursos reivindican algo más importante, la palabra. El poeta, afirmaba en 1996 Szymborska, «debe repetirse incesantemente: “No sé„», porque el poeta, así como todo escritor, busca respuestas, pero «en el momento en que pone el punto final, le asaltan las dudas y empieza a advertir que su respuesta es temporal y del todo insatisfactoria». Las dudas que invaden al poeta son las mismas que deben invadir al lector cuando, al llegar a la última página, cierra el libro. Son las dudas que obligan a seguir leyendo y a seguir escribiendo, las dudas que se manifiestan en toda creación y que permiten al lector, así como al espectador de un cuadro o al melómano frente a una composición musical, seguir interrogándose, seguir viviendo en el interrogante del «no sé» a la vez que buscar respuestas en una utopía cuya creación, como dijo en su día Gabriel García Márquez, «no es demasiado tarde para emprender».

De la misma forma que Faulkner no quiso admitir el fin del hombre, así nosotros no debemos admitir en fin de los tiempos; a pesar de la oscuridad que nos rodea, el abandono pasivo es la más cruel de las redenciones. Estos discursos nos recuerdan que todos estamos comprometidos en la labor de «impedir que el mundo se deshaga», a pesar de que nuestra generación, como la de Albert Camus, sepa o, mejor dicho, crea que ya no es posible rehacer el mundo. El escritor, afirmaba Camus, no tiene «otros títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha», el escritor, como los demás, es «vulnerable pero tenaz, injusto y apasionado de justicia», ¿la diferencia? La única diferencia está en la palabra, su palabra, permaneciendo escrita, no sólo se enfrenta al olvido, sino también al presente, recordándonos la importancia de seguir escribiendo, de seguir leyendo, es decir, de seguir trazando y construyendo aquel utópico mundo al que hacía referencia García Márquez, pues ¿ estamos seguros de que no ha llegado el momento de rehacer el mundo que otros han destruido?

 

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