Un renovado 'Hoy no me puedo levantar' vuelve con fuerza a la Gran Vía madrileña
Vaya por delante al comenzar esta reseña que uno ni es ni ha sido nunca un gran seguidor del grupo Mecano, que en su día lo del “sombra aquí y sombra allá” y el “Coca-cola para todos y algo de comer” me sonaba un pelín hortera y superficial al lado del más profundo “no pienses que estoy muy triste si no me ves sonreír, es simplemente despiste…” que por entonces cantaba también Rosendo.
Pero ello no es óbice para que quien suscribe acabe por hincar la rodilla ante la evidencia y reconozca que sí, que el musical Hoy no me puedo levantar, que vuelve a Madrid en versión renovada después de ser visto por cerca de tres millones de personas en su anterior temporada, es un espectáculo muy logrado, digno de reconocimiento y admiración y que consigue que su público de hoy, en su mayoría joven, conecte fácilmente con aquello que se cuenta pese al importante salto generacional que nos queda de por medio.
Tal vez el mayor acierto de este musical resida precisamente en su pretensión de llegar a todo el mundo y no sólo a los fans de Mecano, cosa que consigue poniendo el foco en inquietudes y preocupaciones, sí, muy de los años ochenta, pero que, a poco que reflexionemos sobre ellas, rápido percibimos que siguen siendo muy válidas y actuales en este atropellado siglo XXI. Definamos si no “juventud” como el despertar de las libertades, la necesidad de amar y ser amado, las ganas de inventar y de expresarse; en definitiva, el anhelo de comerse el mundo, y entenderemos que los jóvenes de hoy se reconozcan en los personajes que aquí se nos muestran, con sus virtudes y sus debilidades. Y ello independientemente de que les guste más o menos la música de Mecano.
En la misma dirección, Hoy no me puedo levantar aporta una vuelta de tuerca musical a los temas de Mecano, lo suficiente como para que los que no sean fans entregados al sonido del grupo agradezcan el aire fresco y los nuevos arreglos, pero manteniendo también la esencia original de las composiciones de los hermanos Cano lo suficiente como para hacerlos reconocibles y que los incondicionales puedan dejarse llevar por melodías y letras de aquellos añorados y a veces un poco horteras -reconozcámoslo de una vez- locos años ochenta.
Cierto es que el argumento no se anda con demasiadas complicaciones: chico de pueblo llega a Madrid para hacer realidad sus sueños, conoce a chica, triunfa, alcanza la fama y el reconocimiento y, claro, se le va la olla. Y luego pasa lo que pasa, no contaremos mucho más. Pero con todo ello envuelto en una puesta en escena espectacular, con algunos recursos técnicos verdaderamente sorprendentes, excelentes coreografías, una deslumbrante iluminación y los ya aludidos temas de los hermanos Cano, lo que al final se nos ofrece es un entretenido musical que se deja ver con inesperada facilidad pese a sus más de tres horas de duración.
Aún así, no le vendría mal al espectáculo recortar algunos pasajes y diálogos de su primera parte (demasiado larga y con cierta sensación de dejà vu nos deja la almodovariana escena de la fiesta). Sin embargo, la segunda parte ya no ofrece tregua y nos regala un número musical tras otro, a cuál más espectacular, al mismo tiempo que la trama alcanza sus momentos más intensos al mostrar sobre el escenario el lado más oscuro que también tuvieron aquellos años, que no todo eran cantos, bailes y jajajá.
Al frente del reparto, el esforzado y televisivo Daniel Diges manda y pisa fuerte sobre el escenario, gracias sobre todo a sus espléndidas cualidades vocales, muy bien acompañado por un Adrián Lastra, que consigue el más difícil todavía: que a su personaje se le entienda lo que dice de principio a fin, pese al lamentable estado con el que afronta el último tramo del espectáculo.
Con todo este material al alcance de la mano, aquí el quid de la cuestión reside en cómo contar una historia de manera coherente a través de unas canciones que no fueron escritas para tal fin. Y aunque, si analizamos caso por caso, el resultado es variado y desigual, la nota media final puede considerarse como bastante alta.
Fascinante resulta, por ejemplo, el efecto visual que se consigue con la doble inclusión de Eungenio Salvador Dalí y Laika (me acordé de aquel surrealista sueño de Dumbo, el pobre elefantito, tras su involuntaria cogorza). Atrevido, pero muy bien traído, el homenaje a Thriller de Michael Jackson con No es serio este cementerio. Y tan agobiante como impactante el momento de Perdido en mi habitación, uno de los mejores sin duda, con una estética evocadora de aquel inolvidable The Wall de los Pink Floyd y con un cambio de registro vocal que, no sé qué pensará Ana Torroja, pero servidor agradece la valentía de quien haya tenido el atrevimiento, así como la espléndida ejecución, de Adrián Lastra.
Imperdonable en cambio que una de las mejores canciones de Mecano, Hijo de la luna, se resuelva con una sencilla nana para adormecer al protagonista cuando se trata de una letra que encierra una fuerte carga melodramática y sugiere, si se me permite la licencia, todo un universo casi casi lorquiano que daría por sí sola para montar con ella todo un musical.
En definitiva, y pese a sus pequeños puntos débiles, se trata de un magnífico espectáculo en el que se aplaude, se grita, se canta, se baila, se ríe y se llora. Poco más se le podría pedir a un musical, salvo que nos convenciera de una vez por todas de que lo de “mucha niña mona, pero ninguna sola”, que decía Ana Torroja, no es mucho más hortera que las “maneras de vivir” de Rosendo. Pero eso ya es mucho pedir.
Dirección: David Ottone (Yllana)
Intérpretes: Daniel Diges, Andrea Guasch, Claudia Traisac, Adrián Lastra, David Carrillo, Ana Polvorosa, Canco Rodríguez, Alejandro Vega, Beatriz Ros…
Lugar: Teatro Coliseum, Gran Vía, 78, Madrid