El hijo de nadie
Por MIGUEL ÁNGEL MONTANARO. Hace bastantes años, cuando escribía para cierta publicación y dirigía la programación cultural de un café frecuentado por artistas, recibí en este último lugar, una desagradable visita.
Un óptico que tecleaba (sic) en el mismo semanario que yo, vino a echarme en cara, que le habían relegado de las páginas principales para situar en ellas mi columna.
El hombre –que como tantos otros–, confundía el lenguaje culto con el uso criminal de vocablos indescifrables y arcaicos, llegó dispuesto a abochornarme en público.
De aquella yo ya tenía mi parroquia, que abarrotaba el local, admirando la exposición pictórica del mes, sugiriendo novedades para los conciertos de los viernes o simplemente, dejándose llevar por la música mientras se echaban un copazo al coleto.
Cuando el tipo en cuestión reclamó mi atención en un tono faltón que dejaba a las claras su intención de buscar gresca, las conversaciones se detuvieron automáticamente y los clientes, se mutaron en esos figurantes de las películas del Oeste que se quedan petrificados cuando el malo entra en el saloon para retar al bueno. Y aunque lo doy por sabido, como no tengo abuela, creo conveniente recordar el reparto de papeles: óptico=malo, Montanaro=bueno.
Vamos, que estaba claro que esa revista donde ambos escribíamos, era demasiado pequeña para los dos y el bravucón, para presentarse, no se anduvo por las ramas, se bajó de ellas y me soltó a bocajarro…
–Así que tú eres el responsable de que me pasen a la última página de XXX… Hoy en día te descuidas y viene un camarero y te come la hierba –escupió mirando en derredor y buscando la simpatía de los clientes.
–Me vas a perdonar, pero no has acertado ni una, tío –dije parandole los pies–. Lo primero, es que yo no soy responsable de que te pasen a la página tal o cual. Revisa tus textos y saca conclusiones. Si solo te lee tu cuñada y el director de la revista, porque pagas mucha de la publicidad que ayuda a que el semanario se edite, es que a lo peor, lo tuyo no es escribir.
Y lo segundo, es que yo no soy camarero, soy la persona que lleva la agenda cultural de este establecimiento; pero vamos, que si llega un sábado y esto se pone de bote en bote, no se me caen los anillos si tengo que servir copas y recoger vasos, o si tengo que fregar las mascadas que echáis en los baños los mamarrachos como tú –resumí defendiéndome con un buen ataque.
–¡Ah! Perdona… no sabía que estaba hablando con el futuro Premio Nobel de Literatura –largó creyéndose un maestro de la ironía.
A mi con ironías.
–Pues hombre, no creo que me den un Nobel en mi vida, pero si puedes estar seguro de que yo, durmiendo, escribo mejor que tú con diferencia –reté al tiempo que le obsequiaba con una sonrisa malévola.
–¡Vaya por Dios! Así que eres un fenómeno –contratacó.
–A ver, así, a ojo de buen cubero, estimando el diámetro de tu cabeza y lo poco que llenas el paquete del pantalón, yo diría que aquí, entre los dos, el monstruo eres tú –lancé mi provocación para que nos dejásemos los floridos juegos verbales y tener así la oportunidad de aplaudirle la cara.
El retador inició esa danza ritual que nos iguala a los hombres con los pavos reales. Dio varias vueltas sobre si mismo, se mordió el labio en plan cani, y trató una nueva acometida, esta vez, por el flanco de la notoriedad social.
–¿Pero tú sabes con quién estás hablando? Mi abuelo fundó la revista Patatín, mis amigos son Fulanito y Menganito. He escrito en la colección Zutanita y soy miembro de la Asociación de Escritores de tal y tal, ¿Me quieres decir quién eres tú, chaval? –rio.
–Yo soy el hijo de nadie –dije tranquilo.
Mi respuesta le dejó descolocado y un suave murmullo de aprobación recorrió el local, porque muchos de los presentes –buenos amigos–, sabían, que mi padre había sido un sencillo hombre de la mar, condecorado por sus orígenes humildes.
–No tengo pedigrí literario –continué–, pero al menos no soy un julay con delirios de grandeza. Lo que si puedo asegurarte es que ni tú, ni tus cuatro apellidos, valéis el papel que se gasta la revista en vosotros –rematé.
El baranda se encabronó y me señaló con el índice.
–Me voy a cagar en tu puta cara –masculló bajuno a media voz
–Pues mira, yo no me voy a cagar en tu padre para no darte pistas –sentencié.
El óptico bufó como un toro, después sonrió cabeceando con un gesto de pretendida superioridad y trató de ganar el combate dialéctico, queriendo pasar por un tipo ingenioso que perdía el tiempo dialogando conmigo.
–¡Vaya! Si hasta pareces inteligente –dejó caer.
–Eso es, principalmente, lo que nos diferencia a ti y a mi –aseguré.
El anterior murmullo de aprobación a mis palabras se convirtió en un descojono a una sola voz y el fanfarrón salió del local amenazándome con tener noticias suyas.
A la semana siguiente, el director de la revista, me enumeró una retahíla de excusas –todas ellas igual de pobres–, por las que en adelante, prescindiría de mis escritos en esa publicación.
Mentiría si dijese que no me dolió.
Pero desde entonces hasta hoy, sigo sin escribir al dictado de nadie.
Sigo también, sin vender mi pluma ni a la derecha ni a la izquierda.
Obviamente, sigo sin tocar ese techo de popularidad que algunos alcanzan escribiendo refritos con las obras de otros o haciendo copia-pegas de la Wikipedia.
Y sigo preguntándome por qué escribo, o mejor dicho, por qué no puedo dejar de escribir.
Pero lo fundamental, no es la pregunta, ni siquiera, las vicisitudes que me han llevado a ella, lo verdaderamente importante, es el verbo, porque lo que realmente cuenta, es, que sigo.