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HE HABITADO TODOS ESOS INCENDIOS SIN TI

Por JUAN CARLOS VICENTE. Hay una parte del discurso que no contó: la importancia de los arquetipos, la idealización de la ausencia y la enormidad de ésta. Existir y Desaparecer son la misma palabra.

(No queríamos volver, por eso aceptábamos la precariedad.)

Recorrió el camino de vuelta a casa y la nieve volvió a cubrir sus huellas. No era fácil encontrar a nadie allí, menos a un extranjero. Abrió la puerta y los gatos salieron a recibirle, se frotaron en sus pantorrillas y maullaron lastimosamente. Casi tropezó con los animales, sin evitarlos, pero sin querer pisarlos realmente, tan solo una breve amenaza, apartaos, parecía decir, pero en realidad no lo decía.

Revisó el correo electrónico, algo así como su contacto con el mundo, con el exterior, pero no encontró nada más que publicidad, o gente que decía conocerle, o gente que no le conocería en absoluto. Seleccionó y pulsó eliminar y pensó que cada vez era más fácil deshacerse de la basura, aunque ésta se amontonaba en algún sitio desconocido para él, conformando un perfil, un historial, una imagen que se correspondía nada o mucho con lo que de verdad era.

Fue al baño y meó en el retrete, al salir, un breve destello de su reflejo se posó en su retina y le pareció el rostro de un extraño.

Llevaba tiempo así: negándose, advirtiendo que el tiempo pasaba y que la vida era eso, pero sin saber qué cambiar o cómo cambiarlo o si merecía la pena si quiera pensar en ello.

Su madre, antes de morir, le dijo que se arrepentía de no haber sido nunca feliz.

Era difícil no recordar aquellas palabras, la confesión de quien sabe que ya no hay remedio y vuelca su último aliento en intentar ser de utilidad. Sabía que la depresión tenía un componente genético, aunque no se sentía completamente deprimido.

Volvió a nevar y atisbó el patio de luces desde el cristal de la ventana. Echaba de menos algún tipo de paisaje en el que concentrar la mirada, el hecho de observar los muros envejecidos del edificio de en frente le resultaba desolador, una especie de desierto vertical en el que no era posible perderse, devolviéndole la imagen del muro insalvable, de la reclusión y la apatía.

Uno de los gatos se lanzó contra el otro, el joven contra el viejo, el futuro contra el pasado, y el viejo repelió el juego, quizá el ataque, y él observó que aquello era en realidad el miedo a seguir adelante. Los arquetipos se mantenían a lo largo de la historia y ésta cada vez pesaba más.

Aunque no era su costumbre puso algo de música. Hacía días que no podía ver la televisión, los informativos. La muerte arrasaba los países por oleadas, pero también se detenía en las calles cercanas. No sabía quién organizaba esas limpiezas, a qué impulsos más allá del económico obedecía aquel tipo de maldad. Quién se atrevía a aceptar la locura, a terminar con todo lo que conocía una noche cualquiera delante de sus hijos y modificar para siempre la existencia de éstos.

Cada pensamiento le acercaba más a su condición de extranjero, le alejaba más de la gente, envuelto en aquello que escribía, como un incendio feroz e incontrolable que consumía el Universo y lo insignificante, reduciendo a cenizas los fragmentos, lo roto e irreparable, lo único que sería capaz de salvar.

 

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