Talgo, Vassilis Alexakis
El cielo está nublado, grandes nubes blancas, como de algodón. Hace calor, un calor pesado que da ganas de sentarse en el suelo, en una esquina, apoyar la cabeza entre los brazos y llorar. Kostas se ha ido hace un rato, he oído con alivio cerrarse la puerta.No he leído tu carta inmediatamente, me he sentado en un sillón, he leído las primeras líneas y he parado. He tomado una ducha, me he puesto una bata, he puesto el café en el fuego, he releído las primeras líneas, me he precipitado en la cocina temiendo que el café se hubiese derramado, no se había derramado.Quieres que seamos amigos, pues. Que nos veamos cuando vengas a Atenas, que nos llamemos por teléfono, que nos escribamos de vez en cuando (¿una vez al mes?), pero como amigos. Estás seguro de que debíamos tomar esta decisión, de que si no la tomáramos ahora, después sufriríamos más, y tú no quieres que yo sufra, sobre todo quieres evitar esto, puesto que me amas, me amas de veras, un día me darás pruebas de ello.En realidad no lo niego, sí, puede que me quieras, pero ¿qué significa concretamente como a una amiga? ¿Que si lo necesito me enviarás dinero? ¿Que si me atropella un coche me conseguirás una habitación individual en el hospital? ¿Que si muero moverás cielo y tierra para encontrarme una fosa en uno de esos bonitos cementerios del centro, llenos de estatuas y árboles paradisíacos?Yo te amo de otro modo, Grigoris. ¿Cómo podría decirte, y para qué, ya, lo que sentí en el aeropuerto de Barcelona al verte alejarte con el pasaporte en una mano, el equipaje en la otra y con un periódico saliéndosete del bolsillo de la chaqueta, creo. Le pedí a la azafata que me dejara pasar solo un minuto, nos separaban veinte metros a lo sumo, tú esperabas tu turno en el control de pasaportes, para dejar que te besara una última vez, que te estrechase entre mis brazos, que apoyara mi mejilla contra la tuya. Le hablaba en griego, pero no comprendió nada, no podía comprenderme, creo que yo lloraba, me impidió el paso con la mano. La miré fijamente, creo que jamás había odiado tanto a alguien. Cuando volví a mirar hacia ti, ya no estabas. Ya nadie esperaba en el control de pasaportes. Incluso había desaparecido el agente de control.Entonces quise salir a una terraza para ver tu avión, quizás podría verte también a ti. Comencé a correr por el inmenso vestíbulo, dos japoneses reían sentados sobre sus maletas, todavía los recuerdo, su risa me disgustó profundamente, subí por una escalera, pero en la planta superior, en vez de la inmensa cristalera que pensaba encontrar, había un muro.Bajé la escalera como una loca, agarré del brazo a un tipo con uniforme, intenté explicarle, pero él me mostró las taquillas de las compañías aéreas. Yo le dije: «¡No, no!», él se alejó, pero dio media vuelta como si hubiera comprendido de repente y me mostró otra escalera hacia abajo, la bajé, fui a parar a un pasillo, corrí, corrí y llegué a los servicios.
Hace tres días que recibí tu carta. La he guardado en el cajón del medio del escritorio con tus demás cartas. Hace tres días que empecé a escribir, con una vieja máquina de Kostas. La engrasé bien, puse debajo un periódico doblado en cuatro para que la grasa no manchara la madera. Veo el periódico a través de las teclas, me inclino para leer lo que hay escrito:
PREGUNTA: ¿Cómo ve el futuro, Presidente?
La respuesta, impresa en negrita:
CARAMANLIS: Habrá cada vez más dificultades a
causa de la continua degradación de la situación internacional. Pero debo añadir que el futuro dependerá, en gran medida, del comportamiento de nuestro
pueblo…
Escribo con dos dedos, muy despacio, Y mayúscula, o, espacio, n, o, espacio, s, a, b, í, a…
Cuarto día. Ya no salgo de casa, no quiero que me vean en este estado, no quiero ver a nadie. Y sobre todo, no quiero perderme tu llamada, porque me llamarás, ¿verdad? Me llamarás y me dirás… Dejo la puerta del baño abierta para poder oír el teléfono. No me lavo el pelo, temo que el ruido del agua silencie el timbre.La voz de los demás me hace daño. Descuelgo el teléfono y en cuanto oigo una voz distinta de la tuya vuelvo a colgar sin decir palabra. No voy a contestar tu carta. ¿Para qué escribirte? ¿Para intentar hacerte comprender cómo me siento? ¿Para que te apiades de mí y vengas a verme como quien visita a un enfermo, por compromiso?Me veo con la espalda apoyada contra la puerta cerra-da… Tengo la boca llena de saliva… Estás de pie, a pocos metros, llevas un traje… De vez en cuando miras el reloj y dices: «Me tengo que ir, Eleni… Tengo que irme…». Intento hablar, pero no lo consigo, las palabras me resbalan por la lengua… «Te lo suplico, Eleni, te lo suplico…» Doy un paso hacia ti, dos… Me doy cuenta de que camino sobre el vacío, nada hay bajo mis pies, las cuatro paredes de la habitación forman un pozo sin fondo… Los muebles, el sofá, la mesa están colgados en el vacío, todos al mismo nivel, como si hubiera suelo, pero no lo hay… Tú también te sostienes sobre ese suelo inexistente, vuelves a mirar el reloj y dices: «Te lo suplico, Eleni, te lo suplico…». No tendría que haber mirado al suelo, me digo… Mientras uno no sabe que está en el vacío, se puede mantener… Pero a partir del momento en que se ha cometido la imprudencia de mirar al suelo…«Yo no sabía qué era el dolor.» Ignoraba esa palabra, solo la conocía de lejos, como la mayoría de palabras, únicamente su envoltorio me era familiar. Ahora sé bien su definición, empieza así:
Eleni,Estoy solo, en mi despacho, en la facultad… Me es muy difícil decirte lo que quiero decirte, sin embargo, tengo que hacerlo… Habría preferido…
No puedo continuar, se me nubla la vista, no veo la máquina de escribir ni nada.
Han pasado unos tres meses desde esa tarde en que nos encontramos en casa de Magda por primera vez. Ten-go la impresión de que hace años. Yo la había llamado por teléfono desde un quiosco.—Sube —me dijo ella—, estoy con Grigoris.Tuve la sensación de que tu nombre acababa de des-pertar algo en mí, produjo un eco imperceptible. Magda me había hablado muy poco de ti, sabía que erais amigos desde hacía tiempo y que vivías en París.Me diste la mano, me senté en el suelo sobre un gran cojín violeta, recuerdo que no paraba de mirar las tazas de café que había sobre una bandeja de cuero, oía tu voz y poco a poco fui presa de una especie de confusión, de aturdimiento, de repente tuve la certeza de que si me quedaba allí sentada más tiempo no podría levantarme.—Me tengo que ir —dije.—¡Pero si acabas de llegar! —dijo Magda.
—Espero que volvamos a vernos —dijiste tú.—Yo también.Ya estaba de pie.—Mañana iremos a cenar a una taberna —dijiste—, ¿le gustaría venir?Me tratabas de usted, lo que apenas se hace en Grecia. Pensé que debiste de acostumbrarte a hacerlo en el extranjero, igual que chocar la mano.—Ven con Kostas —dijo Magda—, si está libre, claro.—Se lo diré.Estaba delante de la puerta del ascensor.—Te has olvidado el bolso —dijo Magda.La turbación que experimenté esa tarde todavía no me ha abandonado. ¿Habría bastado que no hubiera llamado a Magda para escapar a esa pasión, a esa angustia? Me acuerdo de que había dejado en casa mi agenda y tuve que buscar su número en el listín del quiosco. La mitad de las páginas habían sido arrancadas, pero no aquella en la que aparecía Magda, su marido se llama Stylianou. Así pues, si el azar no hubiera querido que te encontrara, ¿no me habría enamorado de nadie, o me habría enamorado de otro hombre al que ahora echaría de menos igual que a ti? Creo que tenía una necesidad infinita de vivir una pasión así, que de algún modo ya estaba enamorada incluso antes de encontrarte. No quiero decir que habría podido amar a cualquiera, buscaba a alguien que fuera capaz de interpretar el papel que había imaginado, buscaba, sin saberlo, a alguien como tú. El azar quiso, pues, que te encontrara.Yo no estaba demasiado bien en esa época. Con lo que habitualmente me gustaba salir, beber, pasar la noche en blanco, apenas salía ya. Seguía bailando en la escuela, una o dos horas al día, pero no iba a ninguna otra parte. Pasaba la mayor parte del tiempo sentada en un sillón, sin leer, sin mirar la televisión, era como una muerta, una muerta que respiraba, que abría y cerraba los ojos, que miraba por la ventana, pero que, no obstante, no dejaba de estar muerta.No era particularmente desgraciada, no, simplemente estaba aburrida, el mínimo gesto me fatigaba, de repente me proponía ir a lavarme las manos y después me decía: «No, ¿por qué lavármelas?, ¿para qué?», y no me las lava-ba, estaba harta de lavarme las manos. Las cosas que se hacen normalmente sin pensar, como recoger una cerilla del suelo, por ejemplo, una horquilla, me hacían reflexio-nar largamente y no las hacía.Mi relación con Kostas no era ni mejor ni peor que de costumbre, seguía siendo amistosa. Mi hastío lo inquietaba un poco.—¿Qué te apetece, Elenitsa? —me preguntaba.—Fumaría un poco de hierba —respondía yo.De golpe se ponía serio y un poco triste, no había que bromear con eso. De hecho yo no bromeaba. Fumaba bastante en esa época, no delante suyo, claro. Era Magda la que me proveía, ella se aprovisionaba con uno de sus amigos que cultivaba el hachís en un monte, no me dijo nunca cuál. Al principio no me hacía pagar, pero después empezó a pedirme unas veces quinientas, otras, mil dracmas. Me explicó que había poca hierba en el mercado.Hace ocho años que estamos casados, Kostas y yo. Lo conocí en el 70-71, en plena dictadura. En esa época tam-bién estuve muy deprimida, sobre todo a causa del trabajo.
Acababan de echarme de la televisión, donde presentaba el programa
El mundo del ballet. Alguien había informado a la emisora de mis sentimientos hacia los Coroneles. No había nada interesante que hacer, ni en el ámbito del ba-llet ni en ninguna parte. ¿Cómo podría haber sido de otro modo, siendo los grandes delante, los pequeños detrás, la estética impuesta por la junta?
Vassilis Alexakis nació en Atenas y vive en París desde el golpe de Estado en Grecia en 1968. Es periodista y ha trabajado en distintos medios. Ha destacado en Le Monde y en France-Culture. Escribe indistintamente en griego y en francés. Ha sido galardonado en innumerables ocasiones: con el Grand Prix du Roman de l’Académie Française 2007 (equivalente al Premio Nacional de Narrativa), por Après J.-C; con el Prix de la Langue Française 2012 (equivalente al Premio Cervantes), por el conjunto de su obra; con el premio Médicis 1995, por La langue maternelle; y con el Alexandre Vialatte 1992 y el Albert Camus 1993, por Avant. Su última novela, L’enfant grec, estuvo entre los ocho finalistas del Goncourt 2012. Por sus méritos artísticos y su contribución a la lengua, es también Officier des Arts et des Lettres y Commandeur de l’ordre du Phénix
Publica: Editorial Alrevés.