DEMOLICIÓN
Por JUAN CARLOS VICENTE. El vestido forma una espiral, un adorno situado junto al vientre a modo de ofrenda. El recorrido del reloj sin manecillas se aparece borroso debido a la bruma, como una pintura de Hopper, una visión reconocible que reduce el rostro a unos simples rasgos de sombras y contraluces. Los focos arrasan cualquier posible intimidad, los pasos rápidos alrededor y el continuo chapoteo que provocan, amortiguan la confesión silenciosa de secretos. No hay pulsación a través del látex, las livideces son rojo oscuro, las palmas de las manos se muestran abiertas, la izquierda contiene un destello, semi-oculto, entre el abanico de la articulación. Los curiosos se amontonan detrás del cordón de seguridad: teléfonos móviles que parpadean intentando obtener una imagen predestinada a la nebulosa de la red, vecinos con el abrigo puesto sobre el pijama, supervivientes de la noche, del Zeitgeist. No hay una sorpresa real más allá de los comentarios iniciales. Descubre el cuello buscando un indicio digital, una impresión, una firma; indudablemente desea un descuido, una alteración del equilibrio natural de la vida. Las luces giratorias, rojas y azules, descubren las caras que observan la muerte sin distancia, acostumbrados a la brutalidad mediática y su exposición constante. Quizá una hora, sin rigidez, un fotógrafo posa la rodilla en el suelo, casi una genuflexión, y atrapa el instante, lo concentra en detalles que solo serán visibles después, como si ahora no fuesen reales o ni siquiera existieran.
Varios hombres levantan el cuerpo sumergido en una bolsa negra y lo meten en una ambulancia de traslado. La muchedumbre, la jauría, quizá el autor, todos construyen una máscara única que se resiste al horror expuesto. ¿Cuál es el propósito, el motivo para hacer perdurable la visión de la muerte ajena? ¿Se trata de constatar de manera brutal el presente, de recordar la propia existencia y los lugares comunes que nos son arrebatados? En la mayoría de ellos se trata de miedo; miedo y alivio.
El viento azota las cintas de precinto, se ondulan en mitad de la oscuridad, se contonean lascivamente igual que una serpiente venenosa con brillantes colores de advertencia mientras los vehículos oficiales abandonan la escena. Ya no quedará nada más allá de la noticia, la distorsión, los hechos reinventados una y otra vez por el colectivo.
— Era una chica joven, no más de veinte— dijo él.
— Todo en tu trabajo es horrible.
— A veces sí, casi siempre. Te acostumbras, te insensibilizas, cuando te quieres dar cuenta ni siquiera afecta a tus sueños.
— No sé como lo soportas— dijo ella—, sobre todo los ojos.
— Los ojos no siempre son la peor parte.
Dejaban caer las frases en la habitación, al vacío, con la esperanza de rellenar ciertas grietas ya insondables. Se les habían vuelto viejas las heridas, observaban sus manos, recorrían las arrugas, permitían que les invadiese el hedor de los escombros de su antiguo amor. Después, él la acostaba en la cama y se tumbaba un rato a su lado, sin esperar una caricia, un gesto relegado a un parpadeo; simplemente estaba allí, mientras los sonidos de los pisos contiguos atravesaban las paredes y ella era vencida por el cansancio.
No existen cicatrices, un collar morado, sin huellas visibles, el pelo rubio cae y se dispersa en ondas sobre la camilla. Aparece la midriasis devorando el iris, los ojos se llenan de una oscuridad profunda, similar al mar en sus tinieblas abisales. La ropa exenta de cabellos, la piel impoluta y marmórea, el agua resbala por el cuerpo y desaparece por las vías de evacuación de la camilla camino del desagüe. Tiene la certeza de que han sido unas manos, una leve quemadura tal vez producida por el cuero de unos guantes. Revisa las fotografías con atención intentando aproximarse a la verdad, pero existe una gran distancia en las imágenes, un alma ajena, detenida antes de la putrefacción inminente. El misterio atrapado en la mecánica digital del objetivo no se revela esta vez para él.
Realiza la pausa establecida por el convenio y baja a la cafetería. Necesita estabilizar la carencia de cafeína en su cuerpo, despertar, de nuevo, en la rutina de la carne. Intercambia algunos saludos con otros hombres y mujeres que parecen vivir en los pasillos del edificio, adheridos a la superficie que les mantiene en pie frente al resto de acciones que se suceden. No es complicado representar la coherencia exigida, la democracia del anonimato y la ausencia.
El cuerpo apenas tiene veinte años, la chica se llama María.
Traza una línea desde la fosa supraesternal hasta la apófisis mastoides detrás de las orejas, una perfecta “Y” que profundiza hasta el interior, atravesando los distintos planos de piel y músculo. Anota la deshidratación, la creciente adherencia y sequedad de fluidos. Desprecia el costotomo y recurre a una cizalla quirúrgica para completar la apertura. Escucha pasos en el pasillo exterior, voces, los extractores de aire y su zumbido eléctrico. Hunde sus manos y comprueba el orden interior, la exactitud de la naturaleza humana. Mira el reloj que hay situado en la pared, sobre la mesa donde está el ordenador. Aún le quedan dos horas de trabajo.
La observa mirando la televisión desde la silla, en cierto modo enojada por la información que recibe a través del medio; aunque sabe que bifurca su atención hacía otras cuestiones menos tangibles que la llenan de intensidad y desesperación, permanece allí estática, esperando un milagro que no llegará.
Nunca fue una mujer creyente. Se reía de la fe en general, del catolicismo autóctono y su base fundada en el miedo. Sin embargo, unos años atrás, comenzó a interesarse; la posibilidad de redención enmudeció esa tendencia a la ironía y al sarcasmo, se acercó a ciertos ritos con cautela y acabó incorporando antiquísimas liturgias a su demacrada rutina.
Evidentemente, toda vida es un proceso de demolición, le dijo mientras mantenía la mirada fija en un punto lejano del paisaje que encuadraba el marco de la ventana. No necesitaba permiso para apropiarse de la frase de Fitzgerald, no en esas condiciones.
No vivían juntos, entraban y salían de sus vidas continuamente, aunque siempre mantenían las puertas abiertas. No tenían una relación, demasiadas condiciones, demasiados rituales aprendidos a lo largo y ancho del tiempo, extendiéndose, sobre el suelo y las paredes que les mantenían aislados del mundo. Ya apenas eran capaces de reírse, no sabían cómo escapar del mobiliario, de los atardeceres a través del cristal, de los utensilios acumulados moda tras moda y que ahora ocupaban cajones y departamentos elevados. La comodidad les había vuelto inservibles.
— Me cuesta recordar la cara de los niños— dijo ella.
— Sabes que tengo las fotografías en casa, solo tienes que pedirlas.
— Su recuerdo es algo borroso, como si fuesen los hijos de otra persona, unos hijos de los que antes me habían hablado.
Intentó abrazarla, puso sus brazos por encima de los hombros de ella, pero fue rechazado suavemente. El contacto físico se había convertido en una barrera, no concebía su cuerpo como algo apetecible: la sensibilidad reducida y, sin embargo, a flor de piel. Él, no se lo tuvo en cuenta, asumía los mecanismos de defensa desarrollados, la automutilación mental a la que ella se obligaba.
Volvió a la cocina y abrió el congelador del frigorífico. El espacio estaba dividido en tres baldas con idéntica separación entre ellas, en su interior se apilaban paquetes de comida precocinada, risotto, salteados de verdura, pescados variados bajos en grasa preparados para ser engullidos tras un golpe de horno sin usar aceite, todo lo necesario para no desaprovechar el tiempo y sus dilataciones.
En la televisión, una voz masculina lanzaba a las ondas catódicas una pregunta: « ¿Quiere ser feliz?».
Sacó uno de los envases del congelador y leyó con atención las instrucciones de preparación y los ingredientes. Ahora se alimentaban con raciones individuales, respetaban las horas en las que debían medicarse cuidadosamente. Pensó que necesitaban esa correctitud para solucionar los problemas profundos que les asolaban. El individualismo les ayudaba a sobrevivir, evitaban ser aplastados por la masa y el futuro.
« ¿Porqué no es capaz de abrazar la felicidad, su propia felicidad?», preguntó la voz de la televisión.
Existía una actitud arrolladora en el mundo que les rodeaba, intentaban escapar de la entropía a la que se abocaban, pero cada vez parecían estar aun más inmersos en el bucle infinito. Las raciones individuales les mantenían vivos, extrañamente alejados del sistema que les había fallado en el pasado.
La cabeza de ella colgaba del respaldo de la silla, dormida, agotada. La voz de la televisión había callado y un primer plano se alejaba de una de las mujeres sentadas alrededor del plató, enfocaba su rostro y expresión de una manera despiadada, luego aparecieron unos títulos brillantes, llamativos, anunciando la visita del honorable psicólogo autor del libro sobre el que versaba el talk show nocturno.
El procedimiento había sido el mismo, solo que esta vez el escenario correspondía a una habitación de un motel de carretera en el extrarradio de la capital. La mujer de la limpieza fue quien descubrió el cuerpo, pero nadie había visto nada y los investigadores parecían estar buscando un fantasma anónimo. Realizó el examen post-mortem y confirmó lo anteriormente establecido como base de su informe anterior.
Rechazó tomar una copa con una compañera de trabajo, involucrarse en algo más serio, más íntimo que el cotejar resultados de análisis mientras la sociedad se divertía en derredor ignorando el curso de las cosas. Se mantenía apartado de aquello con lo que trabajaba porque por sus manos pasaba el futuro del universo.
— Ha sonado el teléfono y he sido incapaz de cogerlo— dijo ella—, he sentido pánico a contestar, a no ser capaz de utilizar los códigos adecuados de comunicación.
— La mayor parte de las veces ya no es comunicación, se limita a ser una acción publicitaria, un bombardeo con ofertas de dudoso beneficio.
— ¿Cuándo dejamos de hablar para comunicarnos? ¿Cuándo redujimos el lenguaje a un mero lanzamiento de símbolos sin significado?
— Sólo es un achaque más de la enfermedad del sistema, un síntoma de la premeditación política.
— Es un código para niños, me pregunto si nuestros niños habrían sido capaces de no sucumbir, si hubieran estado a salvo.
— No lo sé, es una pregunta que no puedo responder.
— No podemos responder a lo que no sucederá, solo podemos imaginarlo.
Se miraron a los ojos durante unos segundos en la penumbra del cuarto de estar, sus figuras encogidas, sentadas, casi ahogadas por la oscuridad que escapaba de los haces de luz artificial. Ella hizo girar las ruedas de la silla para separarse un poco de la mesa de café y, a continuación, cruzó las manos sobre su regazo como si esperase que él le confiara un secreto o confesase un pecado ya cometido del que ella poseía el más absoluto conocimiento.
— ¿Qué pretendes? — Preguntó ella.
— No pretendo nada, me limito a estar aquí, contigo, ¿acaso hay algo más ahí afuera?
— Antes lo había.
— Pero ya no lo hay.
— Así de simple.
— Exacto.
— Sabes que no me queda mucho, puede que diez meses, un año a lo sumo.
— Eso no lo sabes con certeza.
— Es la única certeza que tengo, no intentes arrebatármela.
El invierno se volvió una estación cruel para ella, él pidió una excedencia en el departamento forense. Ella se formulaba preguntas sobre su futuro: adónde, cómo, qué sería de él cuando ya no fuese necesario su sacrificio. Por la noche la inyectaba una ampolla de clorhidrato de morfina para calmar el dolor, durante el día ella prefería soportarlo, se mantenía despierta, no quería que los acontecimientos atravesasen sus ojos cerrados, abandonándola. Hablaban de la
la trascendencia del hombre a través del arte, del impulso por intentar sobrepasar la idea de finitud y muerte. Repasaron la obra completa de Zdzislaw Beksinski, también las Pinturas Negras de Goya. Querían prepararse para la confrontación; sin los niños, la necesidad de mantenerse vivos fue desplazada, después, con el descubrimiento de la enfermedad, se convirtió en un detalle circunstancial que analizaban todos los días.
Ella le dijo que estaban programados para el pecado y el fracaso, la consciencia de ello era lo que les hacía fracasar como especie, la ignorancia equivalía a la perfección, el desconocimiento mantenía el equilibrio universal. Ya no somos puros, apostilló, nunca lo fuimos, dijo él, y apretaron sus manos con fuerza, titilando, el resto de la carne que conformaba su mortalidad.
Esa noche durmieron juntos como si fuera la primera vez y decidieron que irían a ver a los niños, sus hijos.
En las afueras de la ciudad la lluvia era intensa y la señal de radio se interrumpía constantemente debido a las interferencias. Habían encontrado otra mujer, la tercera en un periodo de cuatro meses. Él imaginó la posición del cuerpo tendido en el suelo, la pauta del vestido depositado como una pieza floral a un lado del cadáver. Ella miraba por la ventana, absorta, envuelta en el sonido del agua golpeando las ventanillas del vehículo.
El primer indicio de fe que ella mostró fue decidir que sus niños descansaran en un lecho católico. Significaba arrepentimiento, culpabilidad, era el primer paso que daba hacia la redención y el dolor, estaba postrada en una cama del hospital cuando decidió mantener el duelo para siempre.
Bajó la silla del maletero del coche y la desplegó con un único movimiento, luego la cogió a ella entre sus brazos y sentó su fragilidad mientras la lluvia les calaba los huesos. Caminaron
durante varios minutos hasta llegar a la calle correcta, a pesar de los años, ella recordaba el recorrido y la posición exacta de los nichos. Habían decidido no llevar flores, ofrendar muerte a los muertos no tenía ningún sentido.
Al ver los nombres desnudos sobre la piedra dudaron de su decisión.
Estuvieron alrededor de una hora frente a sus hijos, envueltos entre la arquitectura de paneles que parecían no tener fin. Apenas pronunciaron palabra, atrapados, por la cercanía de las entrañas y la distancia impuesta entre ellos.
Al lado de cada niño, había un hueco esperando.
Durante el camino de vuelta, ella se refirió a los niños como ángeles. Habló del poder igualador de la muerte, de como la sociedad se empeñaba en almacenar, en dedicar espacio a los que se iban, un intento de recordatorio constante de la fugacidad aleatoria del destino. Dijo que notaba la presencia, el reclamo, luego cayó dormida en el asiento durante el resto del trayecto.
Abrió las cortinas y permitió que el sol de primavera inundase la estancia y la vida secreta se esfumara junto a las partículas de polvo acumulado. Encendió el televisor, una vieja costumbre con la que apaciguar el silencio, y comenzó a empaquetar lo que ella no pudo llevarse en el viaje. La mayoría no pertenecía a la catalogación de recuerdos, pertenencias que podrían ser anónimas, casuales, en una habitación desocupada. Aún no se había decidido a volver, abandonar su piso de alquiler de la última década y regresar a la que fue su casa cuando vivían juntos. Era una de las muchas dudas que le asolaban, encontrar una nueva ubicación, empezar de cero, reincorporarse a la marea de palabras que le devolvía a la estructura del mundo y a su funcionamiento. Estaba de espaldas a la televisión cuando escuchó una voz anunciando que habían atrapado al estrangulador de cinco mujeres; durante unos segundos se concentró en el contenido de dicha información, en la relevancia de las acciones cometidas que en ese instante narraba una voz desconocida. Habían conseguido que parase de matar, dijeron antes de dar paso a la previsión meteorológica. Luego dejó que el flujo de voz continuase, chorreando, resbalando por cada uno de los rincones de la casa.