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El anillo de Anubis

el_anillo_de_anubisEl anillo de Anubis: una de piratas (somalíes) de José Luis Barceló. Prólogo de Luis María Ansón. Editorial Sepha, Cremallera roja, 2013. 155 pp., 11.95 €.

 

Por Mariano Velasco.

 

 

Uno: Aunque últimamente haya quedado ligeramente olvidado, el llamativo asunto de los continuos actos de piratería en las costas de Somalia ocupó durante varios años la atención de los medios de comunicación. Un argumento muy crudo y muy serio aquel que, sin embargo, debido a su relación con las clásicas historias de piratas, seguro que también estimuló la fantasía de más de un crío y le hizo imaginar bucaneros con lorito al hombro y pata de palo surcando las costas del Índico.

Y dos: Cuenta la mitología egipcia que Anubis era un dios representado con cabeza de chacal y cuerpo humano que se encargaba de acompañar a los fallecidos en el viaje al más allá. La leyenda añade que el anillo de Anubis poseía poderes mágicos y era capaz de darle la inmortalidad a quien lo poseyera.

Bien, pues engarzando hábilmente estos dos elementos tan estimulantes construye José Luis Barceló la historia de El anillo de Anubis, un relato fiel a la tradición de la literatura infantil de aventuras dotado sin embargo de sorprendentes rasgos de modernidad, dignos de un escritor al que pronto se le descubre un insistente empeño por vivir pegado a la actualidad. No extraña pues que el relato haya sido prologado por Luis María Anson.     

Y es que Barceló, experto profesional de los medios de comunicación, no puede ocultar su instinto periodístico desde el principio de este relato, como tampoco sabe, ni quiere, esconder sus conocimientos de “viejo lobo de mar” que le permiten moverse como pez en el agua entre la especializada y muy rica terminología náutica, demostrando y, sobre todo, transmitiendo al lector sus amplios conocimientos en materia de navegación.

Con un final inesperado en el que el autor se columpia con habilidad sobre esa fina línea –pongámonos en la mente de un joven y casi infantil lector- que separa lo sorprendente de lo verdaderamente terrorífico, el relato de Barceló avanza in crescendo desde el remanso de sus primeras páginas, en el que nos dejaremos sorprender por un simple “guau” inesperado o por el pitido de un fax, hasta la excitación de las últimas, inmersos ya en una trepidante aventura.

Entre los grandes aciertos del libro está también  la habilidad del autor para casi editorializar sobre algunos asuntos sin caer en la moralina fácil (tal vez haya aquí también algo de instinto paterno que se suma al periodístico). No pierde oportunidad Barceló para referirse al esfuerzo y la dedicación como actitudes necesarias para ser alguien en la vida, a lo inadecuado del modelo de éxito que se nos vende por televisión, a las reprobables prácticas de los políticos de hoy en día o incluso para advertir sobre la existencia de delincuentes y traficantes que buscan propiciar el consumo de drogas entre niños y jóvenes.

Tampoco desaprovecha el autor el juego que le brinda el personaje del niño africano, víctima del naufragio de un cayuco, que acabará por encontrar el premio que merece su corta vida de sufrimiento de la mejor manera posible. Toda una declaración de intenciones sobre valores humanos cada vez más olvidados.

Los piratas de esta historia, algunos de los cuales llevan gafas Ray Ban en lugar de parche en el ojo, son tan malos o más que aquellos que buscaban tesoros en islas perdidas. Recurren sin contemplaciones a su armamento moderno frente a adultos y niños y también al no tan moderno, que hay que ser malo muy malo para modificarle el filo a un cuchillo limándole unos dientes de sierra en la punta para que las heridas no cicatricen. Así se las gastan algunos.

Aún así Barceló, en un último alarde de moralidad, sabe también sorprendernos con debilidades humanas y rasgos de buena fe de alguno de ellos, gestos en los que el autor se apoya para resolver la historia en su parte más delicada. Y es que al final los piratas, vengan de donde vengan, clásicos o modernos, en el fondo no dejan de ser, como cantaba Serrat, unos sentimentales.

Algunos, ¿eh?, porque el tipo del cuchillo…

 

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