Pynchon y compañía
Por Anna María Iglesia
@AnnaMIglesia
Es agosto y en Barcelona, ciudad ausente, apenas circulan coches, las aceras se muestran extrañamente grandes, amplias, de espaciosa soledad. En la parada del autobús tampoco hay nadie. A lo lejos, un hombre alto y delgado, con una vistosa camiseta de color rojo, empuja un carro del supermercado; lo empuja con dificultad, está lleno de productos, se dirige hacia un coche, dentro no logro ver quien le espera. Observo el rostro huesudo de aquel enjuto hombre y veo en él la imagen de un iracundo Salinger empujando un carrito contra quienes trataban de fotografiarlo. Esa fue la última imagen de Salinger, del autor no sólo de El guardián entre el centeno, sino también de los magistrales Nueve Relatos; no hay mejor relato que «El pez Plátano», un ejercicio estilístico a través del cual las palabras se convierten en imágenes, y las imágenes en el reflejo del más amargo y desconsolador de los relatos. En el 2010 llegó la noticia de su muerte, sin embargo Salinger ya había desaparecido mucho tiempo atrás: tras el éxito de El guardián entre el centeno el escritor decidió retirarse en la soledad y en el anonimato; hasta que fue sorprendido a la salida del supermercado, muchos se preguntaron cómo sería el rostro de aquel excéntrico escritor después de tanto tiempo, ¿lo reconocerían? Salinger prefirió que fueran sus libros los que hablaran.
En el autobús, no conozco a nadie, pero no puedo dejar de observar los rostros de mis compañeros de viaje; mi mirada indiscreta perturba a una joven mujer hispanoamericana que me devuelve una mirada inquisitoria. Imagino la vida que se esconde tras cada uno de esos rostros, una extraordinaria existencia, una intrépida y rocambolesca historia o un desconsolador drama. Puede que tras uno de aquellos rostros se esconda una virtuosa del piano o un inigualable experto en papiroflexia, ¿sabían a caso los clientes que acudían al banco de Trieste que detrás de una de aquellas ventanillas se escondía uno de los más grandes autores del siglo XX? Escondido tras el seudónimo de Italo Svevo, se ocultaba Hector Schimitz, un trabajador más del banco; en Praga, en aquellos mismos años, tras el rostro de disciplina de empleado de una agencia de seguros, se ocultaba Franz Kafka: el autor checo escribió El proceso durante una única y larga noche, pero llegada la mañana nadie supo nada de aquella novela: el manuscrito y el escritor permanecieron en la oscuridad del departamento, el Sr. Kafka, por el contrario, se dirigió a su oficina.
Llego con rapidez a mi destino, el tráfico es mínimo. En plaza Universidad, las terrazas están ocupadas de turistas que se refrescan con jarras de cerveza; son las siete de la tarde, pero algunos ya están cenando: los camareros salen de la cocina con grandes paellas que los turistas no dudan en fotografiar. La Universidad se levanta majestuosa, impenetrable; puertas y ventanas cerradas, como cada año, hasta finales de agosto. Me dirijo hasta el CCCB, allí he quedado con Víctor Balcells Matas, un joven escritor que, tras un primer libro de relatos, acaba de publicar su primera novela Hijos apócrifos (Ed. Alfabia). A pesar de sus reticencias iniciales, he conseguido convencerle para que me conceda una entrevista; algunas evasivas y luego una propuesta: «envíame las preguntas por escrito y yo te las reenvío con las respuestas»; impensable, así no se hace una entrevista, así no se puede hablar de literatura. En el bar me confiesa que habría preferido no conceder entrevistas, pasar así desapercibido, pero el marketing se impone. Víctor se imagina como un Thomas Pynchon, un escritor en la sombra, pues al fin y al cabo ¿no es lo que diga el autor, sino la obra lo que realmente importa? En un momento en el que las redes sociales encumbran el anonimato, los autores están cada vez más presentes; ya no basta con contestar preguntas, ahora también tienen que demostrar sus habilidades de pose en sesiones fotográficas. «Has salido muy bien en aquellas fotografías», le digo, pero mi halago no parece convencerle mucho. Víctor no es Thomas Pynchon, no puede permitirse desaparecer, ocultarse tras un nombre sin rostro, su carrera literaria todavía es incipiente para poder huir de la aparentemente inevitable campaña mediática. ¡Cuán impostura!, querría exclamar el joven escritor, decir que no es cierto y que Pynchon es ejemplo de dicha impostura, pues el autor norteamericano, desde sus inicios literarios, fue un escritor ausente, escribió La subasta del 49 y la imprescindible El arco iris de la gravedad desde el anonimato. Sin embargo, Balcells calla, se mantiene en silencio. «Fobia a los periodistas», así se ha explicado la oculta existencia de uno de los más influyentes autores norteamericanos actuales, pero, en verdad, no puede tratarse de simple fobia. Observo a Víctor mientras contesta a una de mis preguntas, nos conocemos desde hace muchos años, su incomodidad frente al micrófono apoyado delante de él resulta evidente, pero no se trata de fobia, hay algo más, una razón mucho más literaria, que un simple miedo escénico.
«Escribir para desaparecer, para ausentarse», escribía Enrique Vila-Matas en su novela Doctor Pasavento; escribir para desaparecer, éste es el liet motiv que recorre la narrativa del escritor barcelonés y éste es el logro, la conquista, de Thomas Pynchon. Vineland, Contraluz…extensas novelas que han permitido a su autor desaparecer tras las palabras, esconderse tras la trama narrativa, hacer del libro el único posible interlocutor para la crítica. «Vengo en nombre del Doctor Pasavento», afirmaba hace algunos años Vila-Matas nada más empezar la entrevista, «ese no soy yo», diría la canción y eso mismo decía, aunque en un contexto indudablemente más teórico, Roland Barthes cuando en 1968 proclamó la muerte del autor. Para muchos fue una boutade de «aquellos estructuralistas», para otros un auténtico cambio de paradigma en la crítica literaria, pero para Franz Kafka, que nunca quiso publicar sus obras, para Thomas Pynchon, para Bruno Traven o para el enigmático Archimboldi creado por Roberto Bolaño las palabras de Barthes no eran sino la metáfora de su propia existencia.
Al terminar la entrevista, regreso a casa; en la calle Tallers un joven arrastra un carro de supermercado lleno de chatarra; me gustaría pensar que aquel joven es un posible Salinger contemporáneo, pero no lo es. La realidad, la inmanente y carente de toda retórica realidad, contesta a las ensoñaciones literarias: no sé quién es ese joven que arrastra toda aquella chatarra, ¿dónde la irá a vender? Posiblemente nunca supo que, años a tras, a quilómetros de distancia un escritor empujaba con su mismo ímpetu un carro metálico, ¿y qué? Contestará y todo intento por rebatirle será inútil, ¿acaso el lector reclama a lo largo de la lectura conocer la persona que se esconde tras aquellas palabras? Nadie sabe quién fue Salinger, nadie sabe quién es Pynchon, pero tampoco nadie sabe quién es el autor que, durante meses de promoción, responde una y otra vez a las preguntas. Al fin y al cabo, son preguntas, algunas más originales, otras repetitivas, pero no son más que preguntas que un autor contesta tratando de explicar su obra. ¿Qué importa lo que diga el autor? Me preguntaba Víctor; a una parte de mí, le hubiera gustado responderle que en verdad no importaba nada, que era todo un ritual necesario para ambos; pero, otra parte de mí, sabía que no era cierto, sabía que entrevistar al autor puede ofrecer una interesante conversación más allá de los límites literarios.
¿Por qué desaparecer? ¿Por qué soñar con ser Pynchon? Desear desaparecer, esconderse tras la escritura es desear que la obra hable, que la obra se convierta en el interlocutor. Es el libro quien habla, la escritura, y esto la crítica no lo puede olvidar. Dejemos hablar al texto, dejemos que todos sean Thomas Pynchon.
Cuando un artículo es gran literatura, cuando las palabras leídas te llevan un poco más allá de ti mismo como lector y como persona, cuando disfrutas a través de lo que tienes ante ti – y lo que se deriva de ello – y te das cuenta de que no estás tan solo como te crees en la batalla ante la mediocridad y la ignorancia ( a pesar de tu amor a la soledad y también a desear «desaparecer» a veces ) entonces das por bueno incluso haber aprendido a manejarte en medio de la tecnología y la alienación. Anna María Iglesia es una escritora como la copa de un pino y Culturamas gana mucho con sus incursiones vitales-literarias en sus páginas. Yo, desde luego, agradezco profundamente todo lo que publica. Este artículo-pequeño ensayo me ha llegado al alma. A un escritor de verdad – bueno, a alguien que piensa al mirar, simplemente – tiene que llegarle al alma. Espero que las huellas dejadas hoy ( y en el artículo anterior ) se hagan surcos ligeros, huellas, que me acompañen cotidianamente. Gracias.
Frente a tantos alagos, frente a estas palabras, sólo puedo darte las gracias. Uno escribe para que le lean y, sobre todo, para que disfruten con aquello que uno escribe. Muchísimas gracias por tus palabras, un auténtico estímulo para continuar en esta tortuosa y, a la vez, apasionante aventura! Gracias! Anna M.
No son halagos, Anna, son sensaciones y constataciones que, como lector, recojo y como escritor expreso. La Literatura es un vehículo de conocimiento y de iluminación. Y no habrá jamás progreso verdadero sin cultura. Ahí seguimos y cuenta conmigo para lo que desees. De momento, te seguiré leyendo 🙂
«Escribir para desaparecer, para ausentarse”, escribía Enrique Vila-Matas en su novela Doctor Pasavento; escribir para desaparecer, éste es el liet motiv que recorre la narrativa del escritor barcelonés y éste es el logro, la conquista, de Thomas Pynchon. Vineland, Contraluz…extensas novelas que han permitido a su autor desaparecer tras las palabras, esconderse tras la trama narrativa, hacer del libro el único posible interlocutor para la crítica. “Vengo en nombre del Doctor Pasavento”, afirmaba hace algunos años Vila-Matas nada más empezar la entrevista, “ese no soy yo”, diría la canción y eso mismo decía, aunque en un contexto indudablemente más teórico, Roland Barthes cuando en 1968 proclamó la muerte del autor. Para muchos fue una boutade de “aquellos estructuralistas”, para otros un auténtico cambio de paradigma en la crítica literaria, pero para Franz Kafka, que nunca quiso publicar sus obras, para Thomas Pynchon, para Bruno Traven o para el enigmático Archimboldi creado por Roberto Bolaño las palabras de Barthes no eran sino la metáfora de su propia existencia»
Desaparecer tras las palabras. Existir a través de ellas. Y con ellas. Las que iluminan, hacen pensar, ayudan a caminar y ser.
Este texto está lleno de erratas.