Que viva tu puta madre Harry Quebert
Por Iago Fernandez
@IagoFernndz
El mes pasado encontré una reseña positiva de El caso de Harry Quebert en un reputado suplemento cultural. Me dije: esto no puede ser. Luego: no, puede y debe ser así, pero en otra parte.
El caso de Harry Quebert es un best-seller; yo, una persona de muchos prejuicios, sobre todo en lo literario, y advierto rápidamente a los “enemigos de la literatura”, como decía Enrique Vila-Matas en El mal de Montano. Me parece obvio que un best-seller no tiene la grandeza estética de una novela con pretensiones literarias, qué decir si se contrasta con uno de los postes de la literatura occidental. También me parece obvio que un suplemento cultural haya de rogar por la buena salud de la cultura y no hacer caso a los cachivaches del mercado. Sin embargo, ahí está la susodicha reseña de El caso de Harry Quebert. Y mucho me temo que continuaré soportando indulgencias por el estilo durante años y años y años y años hasta que la cultura sea una casa de putas o un cadáver.
¿Cómo lo encajo? De buenas a primeras, por supuesto, con desagrado. Pero luego pienso que no, que realmente los best-seller deben existir y dominar el mercado editorial; lo único que no puede ocurrir es que un suplemento cultural los integre junto a libros supuestamente literarios. No se leen del mismo modo, no significan (o no están destinados a significar) lo mismo en el horizonte de la literatura. Olvidemos la dulzura idiota con que nuestro siglo tolera cualquier cosa, olvidemos ya la tolerancia sumisa y empecemos a establecer juicios de valor y jerarquías, rangos y puntuaciones en la esfera de la cultura. Olvidemos ya, por favor, el amparo de la maldita opinión propia: una opinión propia, si no se fundamenta, no es más que una impresión ineficiente y, dentro de un suplemento cultural, una brújula defectuosa o un engañabobos. Olvidemos ya, por favor, el tópico de la novela que “engancha” y no se puede soltar de las manos hasta el final: esa virtud es relativa y no supone de ningún modo la calidad o la significación literaria.
Pero, entonces, ¿por qué deben los best-sellers dominar el mercado editorial y tener un aparte propio en el suplemento cultural de turno? En primer lugar, porque un libro es un instrumento multiusos y nadie puede decirle a otro cómo utilizarlo y con qué fin lo ha de comprar. Si lo quiere usar de posavasos: muy bien. Si lo quiere usar para pasar el rato: muy bien. Si lo quiere usar para descubrir nuevos modos de narrar una historia, de comprender el mundo, para reivindicar su opción política o sexual [doble carcajada irreprimible por parte del autor del texto Que viva tu puta madre Harry Quebert] o para emocionarse y empatar con un amigo invisible: pues igual de bien. Cada cuál le saca un partido distinto. Y es así, en función del partido que le pidamos a un libro u otro, cómo debemos posicionarlo en el marco de las producciones culturales. ¿Quién soy yo para decirles a un segundo y a un tercero que arrojen a la basura El código Da Vinci y lo cambie por, qué se yo, James Joyce o Proust? Quizá les parezcan un coñazo y El código Da Vinci los entretengan de verdad, como a mí me entretienen la televisión pública o el Gangnam style. Los best-sellers dominan el mercado editorial porque son libros diseñados específicamente para satisfacer a determinados consumidores, y eso está bien.
Además, obligan a los escritores a ser valientes. Quiero decir, a decantar su escritura por un bando u otro y, por tanto, a endosarle una función u otra, elegir un público u otro, una determinación u otra y alejarse de la estupidez y la inocencia: ¡será imposible que se hagan los suecos! El problema es que luego los suplementos culturales (y los peores críticos) mezclan el tocino con la velocidad y piensan que todo libro va en el mismo saco, deslegitimando la valentía de construir un libro serio, invalidando, sobre todo, las lecturas que atañe y los puentes que tiende con la historia de la literatura. De modo que: ¡vivan los best-sellers! ¡Reclaman ya su propio espacio, sus propios reseñistas, su propio mundo, sus propios modos de lectura y su propio público! ¡Aquí vindico su canonización inmediata como lo que son y, por oposición diferencial (y “deferencial”), el espacio que merecen los libros valientes, los libros que ahondan en lo literario! ¡Pero vivir, oye, que vivan los dos!