No es tan fácil…
Por JUAN LUIS MARÍN. «Llevábamos nueve meses saliendo cuando lo intentamos por primera vez.
Raquel era una romántica empedernida, así que aquel 14 de Febrero le vino como anillo al dedo. Alquiló una habitación en un hostal del centro y me regaló uno de esos corazones de plata que se parten por la mitad mientras te juras amor eterno y luego se llevan colgados del cuello prendidos de una cadenita. Con 20 años recién cumplidos ni siquiera teníamos permiso para pasar la noche fuera de casa, de modo que llegamos al hostal bien temprano, con la idea de aprovechar al máximo las horas que restaban hasta el toque de queda.
Besos, caricias, achuchones… Raquel esperaba pacientemente que la guiase hacia el momento definitivo, no en vano, y al menos en teoría, yo era el experto. Y con esa confianza que le daban los años de pajero profesional y aficionado al porno, el pequeño Lulu sacó uno de los preservativos que le había birlado a su hermano y se dispuso a hacer de ella toda una mujer. Pero no hubo manera. La mayor parte del tiempo, tan concentrado en hallar la postura idónea, sin dejar de besarla, eso sí, no fuera a romperse el romanticismo, era incapaz de mantener su polla erecta. Y cuando lo conseguía, arremetiendo con más orgullo que pasión, ella se apartaba con un gesto de dolor en el rostro.
Sugerí un cambio de posición, pensando que todo sería más sencillo si Raquel se ponía encima y ella misma se la metía. A punto estuvo de partírmela en dos.
Las ansiedad y el nerviosismo aumentaban a medida que mi cipote encogía hasta alcanzar su tamaño habitual (ya sabéis, un cacahuete de goma) y su vagina sufría la más cruel de las sequías.
Intentamos recuperar el tono con un poco de sexo oral. Ella lubricó a chorros y a mí se me puso enhiesta como una lanza. Pero al intentarlo de nuevo… otro fracaso.
Las horas pasaban y la frustración crecía. Ya no había amor, ni pasión, ni siquiera lujuria, sino un trabajo por hacer. Una obligación. Y estábamos exhaustos. En aquellos momentos, cuando ninguno de los dos era capaz de mirar al otro a los ojos, cuando se habían agotado las palabras de aliento y gestos de comprensión, maldije los años pasados en el instituto: allí nos hablaron de todos los métodos anticonceptivos habidos y por haber, cómo usarlos, ponértelos y quitártelos, qué hacer cuando fallaban y a quién acudir, de las enfermedades venéreas, qué las provocaba, sus síntomas y cómo actuaban… Incluso aprendimos a poner un tampón en la maqueta a escala. Pero ni una sola palabra de lo más importante: CÓMO hacerlo. Cómo mantener la calma y transmitir seguridad y confianza a esa mujer que, a fin de cuentas, lo único que necesita es que te comportes como un HOMBRE. Por primera vez en mi vida deseé no tener polla, ser yo quien se dejara hacer, no cargar con la responsabilidad que supone desvirgar a tu novia sin más conocimientos que los aprendidos en películas y revistas porno. Se supone que es la cosa más sencilla del mundo. Un acto reflejo. La llamada de mamá naturaleza. Un poquito de sangre, algo de dolor, y ella estará encantada de repetir. Nada más lejos de la realidad. MI realidad.
Abandonamos el hostal cogidos de la mano, pero en silencio. Camino del metro nos detuvimos en un pub y tomamos unas copas. Enseguida le quitamos importancia a lo ocurrido. Teníamos toda la vida por delante y éramos conscientes de no ser los primeros en fracasar al primer intento. “Mal de muchos, consuelo de tontos”, suele decir mi madre. Ojalá me hubiera dado cuenta entonces de la razón qué tiene.
No volvimos a intentarlo hasta pasados seis meses. El mismo hostal. Esta vez cargados de alcohol. La teoría siempre se me ha dado bien, y por eso sabía que nuestro problema no era más que un bloqueo fruto de la presión que nosotros mismos nos imponíamos por salvar un obstáculo que para el resto de los mortales era (y es) el paraíso (vamos, digo yo). Necesitábamos relajarnos. Desinhibirnos… Y disfrutar.
Los prolegómenos estuvieron muy bien. No sólo nos besamos y acariciamos. Raquel descorchó una botella de champán y nos rociamos con él todo el cuerpo para después arrancárnoslo a lametazos. Cuando estuvimos listos pasamos a la acción. Entonces se acabaron las risas, los juegos, la complicidad… y volvió la tensión. El encanto desapareció en pos de la responsabilidad. El individualismo. Y un nuevo fracaso. No hubo reproches. Ni palabras de ánimo. Lo único que puedo decir es que nunca la culpé por ello. Sabía que el problema era de ambos. Pero no pondría la mano en el fuego porque ella pensara lo mismo. Y no es rencor, sino simple duda. Porque a partir de aquel día dejamos de hablar del tema, de buscar respuestas y soluciones. Raquel tiró la toalla, y yo no fui lo suficientemente HOMBRE como para recogerla».
(Fragmento de CERO, una novela del menda lerenda. ¡No te pierdas el book trailer!)
Me ha atrapado, totalmente..Muy buen texto.