La sombra de la homofobia es alargada
Por FERNANDO J. LÓPEZ. Odio los escondrijos lingüísticos. Detesto expresiones como “Vivo con mi pareja”, donde se opta por un sustantivo que oculta el sexo de la persona que ocupa ese lugar en nuestras vidas. Una palabra que oscurece una realidad al ocultar una desinencia de género que visibilice quiénes somos y con quién queremos estar y ser. Una palabra que se justifica con excusas tan habituales como manidas (que si discreción, que si privacidad, que si intimidad…) pero que, en realidad, contribuye al oscurantismo al que muchos quieren y desean condenarnos, a ese armario que tantas luchas ha costado romper y que me niego a reconstruir desde el lenguaje.
Y ahora, más que nunca, se hace necesaria esa transparencia lingüística, porque visibilizar es el modo más eficaz de forzar el retroceso de la creciente homofobia que nos rodea. Una ola de intolerancia que encuentra cobijo en todos esos países donde la violencia contra los homosexuales está permitida y, más aún, alentada por las instituciones oficiales. Casos como el de Rusia, ante la que el COI mantiene una postura de inaceptable silencio y peor aún, censura: callando ante las vejaciones del régimen de Putin contra los gays y lesbianas y vetando, sin embargo, la protesta de los atletas que quieran solidarizarse con el colectivo LGTB.
Entretanto, nos llegan trágicas noticias como la del adolescente de 14 años que se ha suicidado en Italia a causa del acoso homofóbico. O terribles estadísticas como la que publicaba la FELGTB sobre el alarmante nivel que ha alcanzado la homofobia en nuestras aulas en estos años. Ya en La edad de la ira, mi primera novela con Espasa, quise dar voz a este problema y aún hoy son muchos los centros donde me reúno con alumnos, profesores e incluso padres y madres para hablar de un asunto que nos atañe a todos y que tiene que ver con algo tan esencial como la dignidad, el respeto o la libertad individual, valores irrenunciables y que, sin embargo, peligran en esta sociedad cada día más violenta, intolerante y, sobre todo, inculta. Porque solo la ignorancia puede explicar el odio y el rechazo de la diferencia.
Por eso, precisamente, es tan importante la educación. Por eso me cabrea -y cada vez más- que seamos tan pocos los docentes que no hablamos de “nuestras parejas” sino que, sin miedo y sin tapujos, visibilizamos nuestra condición cuando viene al caso. No se trata de presentarnos el primer día con algo tipo “Hola, soy vuestro profesor de Lengua y soy gay”, sino de hablar con la misma naturalidad con la que lo hacen nuestros colegas hetero. Todos sabemos que, en el día a día, interfieren muchas situaciones donde, al final, sale a relucir tal o cual aspecto de nuestra vida cotidiana, así que, qué mejor clase de Educación para la Ciudadanía, que normalizar la homosexualidad haciéndoles ver que es una realidad presente en sus vidas y absolutamente natural.
Igual que me enfada la desidia ante esas pintadas en las que leemos un maricón escrito -con trazo despectivo y violento, a veces, incluso inconsciente- en una pizarra, en una mesa, en una mochila… Esos momentos en que, al entrar en el aula, hemos de optar por continuar con el temario impuesto o detenernos y, antes de borrar la pizarra, hacer reflexionar a nuestros alumnos sobre el significado de lo que han escrito. Ese instante en el que hemos de ser, de verdad, auténticos educadores y no meros reproductores -en modo automático- de tal o cual contenido curricular.
Para favorecer la ola homófoba internacional, sin embargo, se nos viene encima la LOMCE, con su supresión no solo de la Ciudadanía -única materia donde se abordaba de modo explícito el tema de la igualdad- sino con su ataque integral contra las Humanidades, esenciales para la formación integral de los alumnos y responsables de fomentar en ellos un necesario espíritu crítico que, precisamente, será la clave para que destierren prejuicios basados en la ignorancia, prejuicios en los que se asienta la homofobia que la nueva ley dejará campar a sus anchas en nuestras aulas.
Ante este hecho, las lesbianas y homosexuales podemos seguir escudándonos en discursos más o menos bienintencionados, en besadas más o menos folklóricas, en firmas cibernéticas con las que sentir que hemos cumplido con nuestra cuota de compromiso…, o podemos ejercer desde la visibilidad cotidiana una batalla diaria en la que defendamos el derecho de cada cual a amar a quien quiera. De sentir con quien quiera. Y de darle el nombre –novia, novio, chica, chico, esposa, esposo…- que le apetezca sin miedo a esa desinencia de género que, en realidad, no es más que un accidente gramatical. Porque el amor, además de ser plural y multideclinable, es mucho más que eso.