Don DeLillo: la trama inconclusa de América
Por Daniel Bernal Suárez (@danielbersua)
Americana. Don DeLillo. Seix Barral. Traductor: Gian Castelli. 504 pp. 22.00 €
La editorial Seix Barral acaba de recuperar la primera novela de Don DeLillo: Americana. Viene a añadirse a un proceso de publicación del corpus novelístico de este escritor emprendido por dicho sello en la última década, en el que resaltan obras como Ruido de fondo, Libra, Mao II, Submundo, Punto Omega o Cosmópolis. Americana fue publicada originalmente en 1971 y su escritura le llevó a DeLillo de 1967 a 1970. Años marcados por el paso en lo político de la presidencia del demócrata Johnson, heredero del malogrado Kennedy, a Nixon. Imaginemos latiendo de fondo la Guerra de Vietnam y el apogeo de las teorías sobre los medios de Marshall McLuhan.
En un peculiar ensayo en el que el filósofo Walter Benjamin enfrentaba las categorías de narración (en su vertiente oral y épica) y la de novela (como producto moderno de la sociedad burguesa), afirmaba que “En medio de la plenitud de la vida, y mediante la representación de esa plenitud, la novela informa sobre la profunda carencia de consejo, del desconcierto del hombre viviente”. ¿Reflejo, en cierta medida, la novela, del ser moderno y de la mutación de la gran narración legitimadora, de su pérdida definitiva? ¿Espejeante lámina de una expresión carente de consejo por la aniquilación de los valores y triunfo de la lúcida percepción del escepticismo? Muy pertinentes, de todos modos, estas reflexiones para aproximarnos a la lectura de la novela de Don DeLillo, como veremos al final.
Americana está dividida en cuatro partes que se corresponden de modo aproximado con cuatro estadios en la evolución del personaje principal y narrador: David Bell. Éste, joven directivo de una cadena audiovisual, aparece inmerso en una cobertura soporífera, donde las sensaciones de hastío y aburrimiento rigen cada acción. De hecho, la primera frase de la novela nos introduce ya en esta suerte de monotonía: “Llegamos entonces al final de otro año aburrido y cetrino”. Este desvalimiento de la existencia pretende salvarse mediante el recurso a un continuo de estímulos como el sexo con múltiples mujeres, sin llegar a instaurar ninguna relación que dure más allá de esa entrega gratificante de los cuerpos. Aunque la obra está narrada por el propio protagonista, la dimensión del tedio se torna colectiva por cuanto el resto de personajes, de maneras muy diferentes, se abisman en problemáticas análogas a las de David Bell: el amor no existe o, en todo caso, se trata de un producto prefabricado más con fecha de caducidad estipulada. El sexo es concebido entonces como una tabla de salvación, pero su práctica permanente lo automatiza, haciéndose hábito y despojando el posible componente de transgresión o desvelamiento que pudiera tener. Reducido a un convencional ritual de seducción, constituye un síntoma más de un confinamiento alienante. No el acceso al otro como un enriquecimiento del ser, sino una mera manifestación ególatra de satisfacción propia: “La ciudad estaba llena de personas que buscaban al hombre o a la mujer que podría salvarles”.
La segunda parte de la obra es un largo flashback, sustentado en numerosos saltos temporales fraccionados, sobre la infancia y la adolescencia de Bell. Intermedio narrativo en el que se ofrece una cuidada disección de la genealogía mental del personaje, de las experiencias decisivas que conforman su historia, esbozando meticulosamente el esqueleto de su carácter. En la tercera, ya asistimos al hecho decisivo de la novela: ahíto, David pretende huir de sí mismo a través de un proyecto audiovisual consistente en rodar un documental sobre los navajos; esto servirá como pretexto para ese escape. El rodaje de una película sobre sí mismo le llevará a penetrar en un frenesí creativo. La cámara irá absorbiendo fragmentos de secuencias que suponen una indagación: pasado vivido e imaginado confluyen en una búsqueda que se resiste. La película de su vida será, pues, recapitulación, ajuste de cuentas y tentativa de entendimiento. Una de las grandes reflexiones patentes en la obra es, precisamente, sobre el poder de configuración que acarrea la imagen: filtra e implanta visiones del mundo, perspectivas. La existencia termina absorbiendo modos de los medios, refleja sus mensajes (y no a la inversa); cualquier acontecimiento puede entonces simular un déjà vu mediático: nos suena porque lo hemos visto proyectado en una pantalla. Como llega a aseverar David: “Los impulsos de los medios de comunicación iban alimentando los circuitos de mis sueños. Uno piensa en ecos. Uno piensa en una imagen construida a imagen y semejanza de las imágenes”. En este sentido, la introducción en la propia narración de descripciones de programas televisivos, anuncios publicitarios y, sobre todo, del pensamiento del protagonista tamizado en las secuencias fílmicas de la película que va grabando, apunta no sólo hacia un recurso estilístico interesante, sino poderoso por cuanto da medida del influjo de lo audiovisual en nuestra contemporaneidad. Existe una confrontación de representaciones entre la memoria recapitulada y la reelaborada por la imagen: la subjetividad de la segunda reconstruye en todo su volumen la introspección propuesta, dotando de un nuevo discernimiento al pasado, impuesto o reinventado por la mirada que compone detrás de la cámara.
La prosa de Don DeLillo demuestra una gran capacidad descriptiva: las frases delinean y pasan lo mismo de los gestos y conductas de los personajes al mundo inerte de los objetos y ambientes, de las impresiones a la interpretación. DeLillo se muestra ya, desde esta primera novela, como un retratista minucioso e imaginativo, poniendo en escena personajes habitados por historias únicas que rehúyen cualquier estereotipo, verdaderos manantiales de diálogos vivísimos, fructífero dispendio de ingenio. Asimismo, tanto en los diálogos como en los párrafos donde Bell condensa aspectos de su vida, DeLillo usa la yuxtaposición de frases que refieren hechos o temas en apariencia inconexos para retomarlos ulteriormente, como si de una espiral se tratara. Su máxima expresión halla cabal medida en las emisiones del programa radiofónico que lleva un conocido de David, Warren Beasley: delirante conjunción verbal de agudeza y procacidad.
Se suele calificar a Don DeLillo como un narrador posmodernista. No entraremos a discutir esta etiqueta nebulosa cuya definición ambigua, por parte de algunos críticos, ha servido como cajón de sastre que todo lo abarca (para empezar, el mismo debate de si supone una ruptura con el modernismo o la continuidad en ciertos aspectos, o también la coexistencia de un posmodernismo crítico y conflictivo con uno acrítico y superficial). La imprecisión llega al punto de considerar como posmodernismo tanto una narrativa caracterizada por ciertos factores estéticos concretos (la metaficción, oposición al realismo, relevancia de la ironía y lo paródico como marcas presentes en el pastiche, etc.), como por aludir al entorno extratextual que se define como posmoderno, o, incluso, a utilizar como categoría historiográfica la posmodernidad, en la que se desarrollaría la obra de ciertos autores, entre ellos DeLillo. Sí referiremos, en cambio, una característica visible en Americana y que entronca, en alguna medida, con una concepción posmoderna: prevalece una noción de lo inconcluso que se traslada al tejido de la trama; la red de nodos de acción y conflictos de la novela, como la vida del protagonista, está en el propio empeño de su búsqueda o su discurrir, lo cual, amén de un hecho tautológico, niega la resolución: no nos socorre un significado último que legitime ni la trama ni la visión del mundo que pueda desprenderse de la misma, más allá de esa imposibilidad de cierre. ¿La carencia de consejo de la que hablaba Walter Benjamin?
En la última parte de la novela, emancipado de cualquier atadura a su anterior forma de vivir, David Bell parte en busca de algo, el viaje prosigue. Pero ese algo buscado resulta una entidad casi metafísica y circular. La construcción del sentido está en el propio existir que lo rastrea, no en un principio teleológico externo. Como si de un uroboros fuese, las carreteras, los espacios y las gentes le revelan a David Bell la ausencia misma de revelación. Y esa lucidez extrema quizás sea ya haber columbrado las formas que laten fuera de la caverna.