De boda en boda…
– Tío, ¿no es ése el himno del Madrid?- le pregunté a mi hermano en un susurro.
– Qué va… Es el himno de la alegría.
Dos segundos más y lo tuve claro:
– Joder…
Nos miramos a los ojos y dijimos a la par:
– Es el himno de España.
No fue el insturmento que lo reproducía, un órgano, lo que provocó la confusión, de eso estoy seguro. Sino el lugar y el momento en que lo estábamos escuchando.
Un Iglesia…
Y celebrándose una boda.
Lo que más lamenté fue tardar tanto en reaccionar. Para entonces el himno estaba acabando y lo que hubiera sido una avalancha de recuerdos se quedó en anécdota. Viendo a mi primo de espaldas, firme en el altar, luciendo su uniforme de gala el día de la boda de su hija, recordé los largos veraneos de mi infancia en Melilla, los bocadillos de caballa en la piscina del club militar de La Hípica, las clases de natación en los cuarteles de Regulares 2 o las paellas en Rostrogordo, bien cerca de las instalaciones de la Legión donde, invariablemente, acabábamos jugando en las trincheras que los legionarios cavaron para sus maniobras y que el tiempo había convertido en improvisadas letrinas para domingueros. Aquellas noches sentado junto a todos los primos en un banco de barrio Vitoria, donde unos me enseñaron el Cara al sol y otros, La Internacional. Veranos que sabías acababan cuando se sucedían los días en que ibas al puerto a despedir a alguien cantando aquello de “algo se muere en el alma cuando un amigo se va…”, y una vez zarpaba el barco corríamos hasta el faro para dedicarles unas estrofas más que sus oídos no escucharían… pero sí sus corazones.
Eso ocurrió el viernes. Y al día siguiente, sábado, asistí a otra boda. En este caso de una amiga de la infancia. Con quien compartí juegos en la plaza junto a otros niños. Joder, éramos un ejército. Con esas llamadas constantes al portero automático: “mamá, ¿puedo quedarme un rato más?”. “¿Me haces un bocata y ceno en la calle?”. Las partidas de chapas, el rescate, una dola tela catola, el balon prisionero, quila quilate, churro va.,estaba la reina en su gabinete…
No sonó el himno de España. Sino A tu lado, de aquella lejana primera edición de Operación Triunfo, esa canción que cuando ya fuimos mayores cantábamos abrazados en una de las escasas ocasiones en que nos veíamos a lo largo del año: Nochevieja. En las horas previas a la cena de cada cual en casa de sus padres, anticipándonos a la borrachera inevitable en el bar de barrio de turno, aquel que nos había visto crecer y que era una de las pocas cosas que aún teníamos en común.
A la boda solo asistimos algunos de nosotros. Suficientes para también recordar la absurda coreografía de Saturday Night, palmada y meneos incluidos.
Dos bodas. Un fin de semana agotador. También a nivel emocional. Una montaña rusa de sensaciones que acabó el lunes con la vuelta al trabajo. Al día a día. La rutina.
Soy de los pocos que quedan sin casarse. O sin hijos. Quizá por eso estos eventos me afectan tanto. Porque me aferro al pasado. A los recuerdos. Porque quisiera volver a jugar en las trincheras de Rostrogordo y saber que, al menos una vez al año, podré encontrarme en el Hemeya con todos los colegas del barrio.
Pero no puedo.
Entonces miro hacia adelante.
Y no lo veo nada claro.