Las ventanas de invierno
Francisco Onieva
Por Eduardo Chivite Tortosa
El poeta cordobés Francisco Onieva es uno de aquellos poetas jóvenes que comenzaron su andadura poética a mediados de los noventa, y que actualmente destacan en el panorama nacional en antologías, premios y obra. Las ventanas de invierno es, de hecho, su tercer libro, y objeto del XXI Premio de Poesía Ciudad de Cáceres, Patrimonio de la Humanidad (2008), que, si bien en un principio su publicación debía haber corrido a cargo de la editorial Visor, finalmente ha sido publicado por la editorial independiente La Oficina de Artes y Ediciones, que tiene en su catálogo nombres tan destacados como Jordi Doce o Navarro de Zuvillaga. La trayectoria poética de Francisco Onieva se inició con el poemario Los lugares públicos con el que fue finalista del Andalucía Joven, y con Perímetro de la tarde (Madrid, Rialp, 2007), accésit del prestigioso Premio Adonáis. Como narrador ha publicado Los que miran el frío, Premio Opera prima Andalucía de la Crítica 2012.
Francisco Onieva es uno de aquellos poetas jóvenes que comenzaron su andadura poética a mediados de los noventa, y que actualmente destacan en el panorama nacional en antologías, premios y obra. Las ventanas de invierno es, de hecho, su tercer libro, y objeto del XXI Premio de Poesía Ciudad de Cáceres, Patrimonio de la Humanidad (2008), que, si bien en un principio su publicación debía haber corrido a cargo de la editorial Visor, finalmente ha sido publicado por la editorial independiente La Oficina de Artes y Ediciones, que tiene en su catálogo nombres tan destacados como Jordi Doce o Navarro de Zuvillaga. La trayectoria poética de Francisco Onieva se inició con el poemario Los lugares públicos con el que fue finalista del Andalucía Joven, y con Perímetro de la tarde (Madrid, Rialp, 2007), accésit del prestigioso Premio Adonáis. Como narrador ha publicado Los que miran el frío, Premio Opera prima Andalucía de la Crítica 2012.
Este su tercer libro destaca por una poesía sencilla donde los versos guardan silencio solo por momentos, como si el eco de las palabras, de algo que has leído hace solo un segundo, te hiciese comprender. Una semántica de instantes. Sencillez que de veras se agradece y emociona. Se vuelve así habitable, confortable, la voz de este poeta —hombre, padre, esposo, maestro— maduro en su dicción del mundo. Es como si al mirar la naturaleza real de Los Pedroches, paisaje que rodea día a día al poeta, viera no solo los versos y la forma de sentirla de otros poetas antes que él, sino aún más importante, más difícil, más mágico, la naturaleza misma, la de verdad, la de aquel que está acostumbrado a contemplarla, lo que una vez hecha poesía se universaliza. Una voz poética, la de Francisco Onieva, que es la del poeta hecho a sí mismo, a imagen y semejanza de sus lecturas, pero ahora único y distinto. No hay necesidad ya de juegos intelectuales, lecturas intertextuales o modas literarias. Lo que nos dice, lo que mira, está en la literatura y también ahí. Una miopía peculiar, íntima, cercana, de ver tras las ventanas de invierno, de leer tras la literatura, de escribir la naturaleza.
La buena poesía bebe de otra poesía, leer a Bonnefoy, a Wallace Stevens, Zagajewski, u otros poetas, y jugar con palabras como “nieve”, “bosque”, “frío”. Pero hacer como hacían ellos: mirar la naturaleza y entenderla, comprender verdaderamente palabras como “nieve”, “bosque” o “frío”. Y tener, al tiempo, la humildad de permitir al lector oír de fondo tonos, imágenes, destellos de los mismos (“los dedos de nieve”, “un anciano que cruza el bosque”, “el silencio ártico / de las encinas en enero”). Pero Francisco Onieva no se limita a leer a los maestros, los reconoce cuando anda por los caminos de un paisaje auténtico al ver lo mismo que ellos vieron. Tiene esa costumbre verdadera de mirar, y se nota en versos como “y se pregunta / qué buscan en la nieve / los pájaros que picotean / las aceitunas”, “el sol que se hace hoja entre las retamas”, “la nieve, / al tocarla, se vuelve una humedad primera” o “Haces un agujero / allí donde no pasan los tractores / e introduces el rojo fruto / a la profundidad precisa / para que brote lejos del pico de los pájaros”. Lo mismo puede decirse de otras facetas en su vida, ve lo que ven los padres, los esposos, los maestros (“un niño mordisquea un lápiz”, “Sus pasos son de niño: tocan todo”, “llena los toboganes de hojas”, “Me subo el cuello de mi abrigo”, “la sonrisa de Blanca”). Pero también reflexiona ante el hombre que se apaga, el invierno como metáfora del final (“Te mueves como un orfebre del silencio”, “Desprendes la gastada luz / del sauce / que se dobla en la ribera / del Cuzna”, “dijiste que veías nubes, y cerraste los ojos”). Y qué decir de la mirada del poeta de casta, los destellos geniales que saltan a cada rato en sus poemas: “comprender el orden / de la nieve que cae / y se hace encina, / piedra, retama”, o en “Detrás de la ventana / el sol / hila el violeta”. Naturaleza, enfermedad, invierno, vida se mezclan y se confunden en la forma de ver de este poeta porque son vida, lo que nos da a leer, lo que nos muestra, está ante él realmente, la literatura le da forma. Se limita a ser, pues, al igual que Bonnefoy o Wallace Stevens, “Un hombre que mira”.