El naufragio del Sirio
Por MIGUEL ÁNGEL MONTANARO. Hoy se cumplen ciento siete años del naufragio del Sirio.
Demasiados años para que algún superviviente pueda narrarnos lo que sucedió aquel aciago día de bravuras y vilezas –que de todo hubo–, pero no los suficientes para que olvidemos la fecha. El 4 de agosto de 1906.
Ese día, a las cuatro de la tarde, el vapor Sirio, un transatlántico italiano que había partido de Genova dos días antes, se hundía a menos de una milla de la costa de Cartagena.
El buque transportaba un total de 892 personas entre tripulantes y pasajeros de primera, segunda, y tercera clase, aunque una escala que realizó el vapor en Alzira –se cree que para embarcar inmigrantes ilegales–, pudo incrementar la cifra de personas abordo en el momento del naufragio.
De estos, se salvaron cerca de 600 y perecieron 250.
La inmensa mayoría del pasaje estaba compuesto por gente humilde. Personas que se dirigían a Brasil y Argentina en busca de una vida mejor, alejada de las penurias de la época. Y en menor número, viajaba también, una selecta élite de personas de la alta sociedad, entre ellas, muchos religiosos, algunos obispos, el Cónsul austríaco Leopoldo Politzer o la mismísima Dolores «Lola» Millanes Borre, que viajaba hacia Buenos Aires para trabajar con el famoso barítono Aristi.
Con respecto a esta vicetiple, se dijo en los días posteriores al naufragio, que la artista se encontraba junto al maestro Mariano Hermoso y cuando la angustia se volvió insoportable, le pidió su revólver, pero no llegó a consumar el suicidio.
Centrando el relato en la catástrofe, nunca se explicó, por qué en una tarde soleada y con visibilidad extrema, ni el capitán –el cobarde Piccone–, ni ninguno de sus oficiales en el puente de gobierno, eludieron la colisión desviando la derrota del buque de aquella zona altamente peligrosa plagada de bajos invisibles y mortíferos.
Sea como fuere, y de manera inexplicable, el Sirio, en una mar en calma, se empotró contra el llamado “bajo de fuera”, una roca que vela a flor de agua, registrada en todas las cartas náuticas y que no es, sino la cima de uno de los picos de la cordillera submarina que une el Cabo de Palos con las Islas Hormigas.
Tras la colisión, el buque quedó encallado sobre el bajo iniciando un fúnebre balanceo y las calderas no tardaron en explotar.
Los testimonios de la época narran unas horas crueles donde el afán de supervivencia de algunos, que llegaron a pelear una plaza en los botes salvavidas cuchillo en mano, contrastaba con la generosidad de otros, que desecharon ser rescatados en beneficio de los más débiles o extenuados.
Si se sabe que el capitán Piccone y algunos de sus oficiales fueron los primeros en abandonar la nave, dejando al resto de tripulantes y al pasaje a su suerte, pero donde hay un villano, siempre hay un héroe.
El valiente en esta trágica historia se llamaba Vicente Buigues.
Este pescador alicantino, abordo de un humilde laúd, el Joven Miguel, rescató a multitud de náufragos, pero también fueron muchos los pescadores cartageneros de Cabo de Palos, los que lucharon como bravos para conseguir rescatar a decenas de desamparadas victimas. Vicente Lacamba rescató a más de 130, el Tío Potro salvó a más de 60. Y así, muchos otros, que nos recuerdan hoy, tantos años después, que en España, los humildes, han sido siempre los más generosos.
No es este el caso del capitán Colomer, que mandaba el Marie Louise, un buque francés que cubría la ruta entre Alicante y Orán. Colomer presenció el naufragio y se limitó a recoger a una treintena de náufragos antes de virar hacia Alicante, dejando a cientos en la mar.
Y se sabe de otros buques que se negaron a recoger a las personas abandonadas al juicio de la mar, para no ponerse en peligro al acercarse a los bajos.
Fue la precipitada huida del capitán Piccone, la que evitó que se hubiesen podido salvar muchos pasajeros más, porque el barco permaneció durante bastante tiempo parcialmente a flote. De hecho, se hicieron búsquedas en el buque durante los días posteriores. Finalmente, el 13 de agosto de 1906, el casco del Sirio se partió en dos, hundiéndose a unos cincuenta metros de profundidad, momento en el cual, salieron a flote los cadáveres atrapados en las zonas sumergidas del buque.
Y como siempre hacen los ahogados, volvieron a las playas, vestidos de algas y silencio, porque es en el silencio, donde se les recuerda mejor.
No lo olvidaré este verano, cuando al igual que todos los años, suba al faro de Cabo de Palos y junto a la placa que rinde homenaje a Vicente Buigues, lance a la mar, algo parecido a una oración.