El daño no es de ayer, Ignacio Padilla.
Esta historia debió contarse de otro modo. Para empezar, su autor habría hecho bien en omitir los pasajes turbios, la gradación del veneno, el detalle del meñique cercenado, algún diálogo de esos que en nada contribuyen a entender lo sucedido aquella noche en la Finca Lönnrot. Quizá también tendría que haberla escrito en otro idioma. En latín, por ejemplo, que es la lengua del tránsito entre la cama y los infiernos. O en un dialecto creado a posta para que sólo lo entendiesen sus protagonistas: la dama, el ladrón del Rolls-Royce, el perro de aguas que esa noche recorrió siete kilómetros de cieno y lluvia hasta desvanecerse exhausto en la comisaría. Como sea, el autor del cuento ahora está muerto, no menos que la dama. Del ladrón del Rolls-Royce, a quien también se atribuye la mutilación del meñique, será mejor no hablar por razones que a estas alturas son evidentes. Del perro, al menos, tenemos datos más precisos. No son muchos, pero bastan para dedicarle unas cuantas líneas. Es sabido que, tras la muerte de su ama, el pobre animal fue adoptado por el párroco de San Damián, quien lo salvó primero de la hipotermia y después de la celebridad. En las semanas posteriores al escándalo de la Finca Lönnrot, los tabloides ofrecieron al cura carretadas de dinero para que les permitiese siquiera retratar al animal, cuya gesta por entonces iba cobrando proporciones de fábula. El cura, sin embargo, rechazó las dádivas con tal énfasis de anatemas, que ni los legítimos herederos de la finca se atrevieron a exigir la pronta devolución de la mascota de su extinta tía. Ahora el párroco de San Damián se está quedando ciego, y el caniche le asiste de lazarillo. No que salgan mucho: por un tiempo se les vio rondar los pueblos próximos a la parroquia, las más veces con motivo de una extremaunción o para bendecir tractores búlgaros adquiridos con sudor y sangre por la Cooperativa de Agricultores de Ulster. Llegaba aquel buen viejo con su perro, ambos muy dignos en la redila del camión que los habría traído chipoteando por las sendas del páramo. No era fácil distinguir quién guiaba a quién, o a cuál de los dos había que besarle la mano. El animal se ovillaba en un rincón mientras su amo desdoblaba la estola y extraía de un maletín los santos óleos y un pomo con exactos treinta miligramos de agua bendita. Había que ver al bicho atragantarse los aullidos frente al tronar de la muerte en ciernes, botarse sus pupilas en la incontrastable borrasca de no entender qué hacía él en un lugar tan sórdido y con gente tan lúgubre. Los sorprendía la noche de vuelta en la redila. Allí el cura replegaba su estola, guardaba los óleos, daba un sorbo a su petaca con exactos cuarenta mililitros de aguardiente, y contaba el dinero que le habían dado por sus oficios esos tacaños de mierda, esos malparidos que venderían por nada a su propia madre, sabes, son peores que bestias, sin agraviar, eso sí, sin agraviar, se corregía el cura entre los cascabeleos del camión, y mientras tanto acariciaba al perro y parpadeaba como si con eso quisiera parar el progreso de un glaucoma que en menos de un año lo tendría empozado en su soledad de viejo cascarrabias y místico sin fe.
Con el avance del glaucoma los devotos dejaron de acudir a San Damián, y la Cooperativa de Agricultores desistió de su quimera de adquirir tractores. De repente cura y perro se deslieron del paisaje. No se les volvió a ver en el páramo ni en las aldeas de la serranía. Se les supo refu- giados en la iglesia, visitados ocasionalmente por beatas o asaltados por exconvictos que en seguida comprendían que ahí no hallarían cobijo, no digamos el consuelo de un colchón o un pocillo con alubias. No hace mucho, aturdido por las deudas que le iba dejando la merma de sus feligreses, el propio cura acudió a un periódico local para ofrecer una exclusiva con la mítica mascota que cerca estuvo de salvarle el pellejo a su ama. Esta vez ni siquiera hubo besamanos. Lo recibieron con resentimiento y como lo que era: un carcamal desesperado por vender una noticia que ya a nadie interesaba. Tiempo atrás, su defensa de la intimidad del can le había ganado infinidad de odios, y había acicateado en la región riñas, vituperios y figuraciones, a cuál más desorbitada. La gesta del perro había sido desmontada y vuelta a contar de mil maneras, y los más pacientes pechos habían acabado por hartarse de aquel animal de credenciales míticas que, en el fondo, no había hecho más que casi morir de frío por un ama irremisiblemente muerta. Lo habían mentado al pie de afiches que anunciaban croquetas para gatos. A falta de fotografías se había convocado a un concurso de dibujo donde los niños lo mostraron como ejemplar insigne de todas las razas posibles, las más de ellas en la proximidad de los mastines, los dogos y hasta los rinocerontes. Algún vivo vendió números para una rifa que prometía erigir una estatua canina de la que nunca volvió a saberse nada. Adoptaron al perro como estandarte de diversas causas políticas, y sus muchos nombres posibles retumbaron por la radio hasta el confín de aquellos yermos. Cierto predicador anabaptista de Calexico instigó de balde a una cruzada para rescatar al bicho del poder del párroco de San Damián, un papista, hermanos y hermanas, la encar- nación misma del Anticristo en este siglo nuestro, quien ha secuestrado, así dijo, secuestrado al noble bruto que habrá de ampararnos en la batalla de Armagedón, que está cerca, hermanos, muy cerca, aunque nadie sabe el día ni la hora. Con el perro habían lucrado charlatanes y vendedoras de cosméticos, maestros rurales y hasta chulos en ciudades sin ley. Entre todos habrán amasado una fortuna considerable que el párroco de San Damián seguramente habría aprovechado mejor, digamos, para transformar el cascote de su iglesia en esa catedral que invadía sus sueños desde que era un niño irlandés llevado a América en un barco cargado de viruelas. Imposible saber si el viejo cura aún acariciaba aquella idea catedralicia cuando volvió a la prensa con su perro y con su cuento. Lo cierto es que hacerlo entonces no le sirvió de nada: lo mandaron por donde había venido. Ni siquiera le valió llevar consigo al animal, el cual volvió a ovillarse en la sala de redacción preguntándose otra vez qué hacía él en un lugar tan lúgubre y con gente tan sórdida mientras miraba, con el hocico babeante de calor, el inútil toma y daca entre su amo y los periodistas. A las tres en punto una mecanógrafa accionó el ventilador del techo, y el perrito dio un respingo y ejecutó un salto estupendo que dejó boquiabiertos a los presentes. Inútil malabar, inútil y tardío: el párroco salió de ahí tan pobre como antes. Peregrinó, sin embargo, por muchos otros diarios. Al cabo de largos barateos y rogaciones, su oferta fue aceptada por una revista especializada en fenómenos paranormales, que pagó al cura con un centenar de frascos de compota. Los frascos se hallan todavía en la bodega de la casa parroquial: yo los vi. Tengo entendido que el reportaje fue publicado en páginas interiores junto a una nota sobre niños lobo que pasó sin ruido por la región. Por si sirve de consuelo, hoy en día un número de esa revista cotiza a treinta veces su valor en el mercado de coleccionistas de rarezas.
La obra de Ignacio Padilla ha sido traducida a más de quince idiomas y le ha granjeado una docena de premios nacionales e internacionales entre ellos, el Premio de Novela «La otra orilla», por su novela El daño no es de ayer. En 2001 publicó el volumen de cuentos Las antípodas y el siglo, con el que inició la tetralogía «Micropedia», cuya segunda parte la forma El androide y las quimeras (2008). La revista francesa Lire lo enlista entre los cincuenta narradores más importantes para el siglo XXI. Es también autor de los ensayos El diablo y Cervantes (Premio Guillermo Rousset Banda), Cervantes en los infiernos (Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2011), La vida íntima de los encendedores (Premio Málaga 2008), Arte y olvido del terremoto (Premio Luis Cardoza y Aragón de Crítica de Artes Plásticas 2008) y La isla de las tribus perdidas (Premio Debate-Casa de América 2010).