Esa alegría milenaria
Por MIGUEL BARRERO. El Monte do Gozo recibe ese nombre por la emoción que, tras muchos meses de andadura en ocasiones solitaria y casi siempre fatigosa, embarga al peregrino cuando contempla por primera vez desde su cima las torres de la catedral compostelana y la recoleta ciudad que, como esas lágrimas que emanan de la emoción, se desparrama plácida a sus pies. La tradición dicta que los romeros hagan noche en ese paraje antes de internarse por las hermosas e intrincadas calles de Santiago, que a esas alturas del Camino se encuentran a sólo unos pocos kilómetros de distancia: esa modesta cumbre, desde la que se observa el final de un largo viaje, un destino que tras muchas dificultades y sinsabores se encuentra, de pronto, al alcance de la mano, es la antesala misma de la felicidad, cuando no la felicidad misma. Un reducto para regodearse en esa estrategia infantil que consiste en demorar el disfrute de aquello que tanto ansiamos para poder disfrutarlo el doble cuando llegue el momento.
He visitado varias veces Santiago de Compostela, y siempre, en algún momento, me he sorprendido envidiando a quienes llegaban a ella con los pies destrozados, las ropas empapadas en sudor y el cansancio instalado en la mirada, porque por mucho que pudiera compartir con ellos el sobrecogimiento que irremediablemente provoca la contemplación del Pórtico de la Gloria o el apacible embelesamiento que invade a los que caminan sin prisas por las esbeltas naves de la catedral o recorren esas calles de aroma medieval en las que late el bullicio de las antiguas tabernas, sabía que no podría participar de su alegría. Yo era allí un mero transeúnte; ellos, los triunfadores de una prueba que no tiene tanto que ver con la vocación de ganarse los presuntos favores del apóstol como con la necesidad de superar los propios límites, de erigirse en triunfadores de esa batalla tan feroz y tan compleja que es la que le enfrenta a uno consigo mismo.
Será por eso que siempre he identificado a Compostela con esa alegría milenaria con que los millones de peregrinos llegados a ese confín del mundo a lo largo de la historia han ido contagiando a todos y cada uno de sus rincones, del Obradorio a As Platerías, de San Martín Pinario a la rúa do Vilar, del Campo de San Clemente a la Fonte de Santo Antonio. Y quizá por eso me ha dolido ver tan triste a una ciudad a la que adoro y que, precisamente por dar tanto consuelo, no se merecía ver su fiesta grande interrumpida por la desgracia. Los impulsos que guían la escritura se rigen por extraños resortes de la conciencia: quiero entonar un réquiem por cada uno de los ochenta fallecidos en ese tren que se obcecó en dar una curva a una velocidad inverosímil y lo que me sale es un llanto por Compostela. Por una ciudad que, cuando los titulares de la tragedia se vayan diluyendo en los periódicos y las familias se lleven a sus muertos para darles la digna sepultura que merecen, se quedará a solas con su dolor. Con el recuerdo de esas ochenta personas que no pudieron llegar a ver las torres catedralicias recortarse sobre el cielo como una promesa de la felicidad postergada. Condenada a revivir para siempre, en las vísperas de su gran día, el momento en que la fatalidad quiso hacer acto de presencia para interrumpir con su abrazo helado esa alegría milenaria.