El intelectual y el acceso democrático al saber
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Era 1961, la televisión había empezado a entrar en las casas, Elvis se había convertido en un ídolo de masas y los Beatles estaban a punto de inaugurar el fenómeno fan. La denominada sociedad de consumo, desde hace tiempo consolidada, se reafirmaba a través de los anuncios televisivos que la cultura norteamericana había sabido exportar con éxito: los electrodomésticos no sólo se convertían en objetos imprescindibles, sino que a través de ellos se construía el rol y la imagen de la mujer, evidentemente atrapada en las restrictivas actividades domésticas, así como el rol del hombre, siempre dispuesto a regalarle, en un acto de generosidad, el último modelo de aspiradora a su mujer. La sociedad se homologaba, la moda divulgada por las revistas era inmediatamente imitada y, sin embargo, tras este homogeneizante y homogéneo escenario, más propio de las primeras películas de Tim Burton, palpitaban las todavía incipientes revueltas y protestas que llevaron a la calle a estudiantes, trabajadores, ciudadanos de diferentes ciudades y que convirtió los periódicos en el altavoz donde muchos intelectuales intervinieron activamente en el debate social, convirtiéndose en un interlocutor más. Ahora, si bien la pregunta acerca del paradójico silencio de los intelectuales –no es de extrañar que algunos se pregunten por su paradero y, sobre todo, duden de su existencia- resulta coherente, ésta debe venir acompañada sobre el papel y el rol que deben tener los intelectuales, es decir: ¿son verdaderamente necesarios? Si así fuera, cosa que, dicho sea de paso, creo sinceramente, ¿Qué papel deberían adoptar? Contestar a dichas preguntas no es fácil y, con la mayor de las certezas, quien les escribe no tiene la respuesta; repasar determinadas aportaciones realizadas anteriormente, reabrir el debate y reconsiderar el antes para comprender el presente puede ser un buen punto de partida.
“Las masas” afirmaba el crítico cultural inglés Raymond Williams, en aquel 1961 y con tono apocalíptico, “ejercen su influencia sobre las direcciones de la sociedad, no por medio de su participación sino por la expresión de un patrón de demandas i preferencias –las leyes de un nuevo tipo de mercado”, su participación, por tanto, es una participación guiada, influenciada por el poder político y económico, es decir, por un poder que, en base a la demanda y la oferta, tiene como principal finalidad el control de las ideas. Para Williams es imprescindible que las élites intelectuales se interesen por la participación mediatizada de las masas, que analicen la concentración del poder y su uso, cuya finalidad no es otra que el control. El crítico inglés apelaba a la necesaria participación de las élites intelectuales, es decir, a la adquisición de compromiso por parte del intelectual, que en su actividad crítica debe desvelar las ficciones que envuelven la estructura social, cuya estructura, todavía rígidamente jerarquizada, se presenta tras la apariencia de la libre participación y de la libre circulación de ideas. El intelectual es aquel capaz que correr el velo de la apariencia, pero ¿debería convertirse en un guía, punto de referencia crítico al cual apelar?
Carlyle sostenía que la élite intelectual, la reducida “aristocracia espiritual”, comprometida con el tiempo y el espacio que habitaba, debía definir los valores hacia los que debería dirigir su mirada la sociedad; para Carlyle, y de manera similar también para T.S. Eliot, la élite intelectual debería comprometerse con la educación y formación cultural y, por tanto, ética y moral de las masas, para así sustraerlas de la manipulación del poder centralizado de la que son víctimas. Sin embargo, la figura del intelectual-guía, ¿no es otra forma de manipulación? Beatriz Sarlo evidencia la pérdida de prestigio y de relevancia social de la figura del intelectual, una pérdida motivada, no sólo por el advenimiento de una sociedad basada en la producción material, sino también por la confianza de los propios intelectuales en considerarse merecedores de ser la guía que dirige a las masas: “durante mucho tiempo”, afirma Sarlo en relación a los intelectuales, “pasaron por alto que el saber puede ser un instrumento de control social”. Los intelectuales, es decir, “filósofos, moralistas, escritores, artistas”, todos ellos, continúa Sarlo, “hablaron ante los poderosos sobre el pueblo oprimido”, “pensaron que podían dirigirse a la sociedad y pensaron que podían ser escuchados, respetados, consultados”, pero la figura del intelectual comprometido ya no es vigente tal y como era entendida. Figuras como Sartre permanecen aisladas en un determinado momento histórico, improponible de nuevo, y cuya importancia, a lo largo de los años, ha perdido consistencia, parece haberse diluido en el recuerdo dejando un rastro apenas perceptible. Ya no es el intelectual quien debe “educar” a las masas, éstas no deben ser guiadas por una élite, sino que deben tener la posibilidad de convertirse en esa élite; en otras palabras, la masa debe poder acceder a las herramientas que le permitan llegar a ser, por sí sola, parte de esa élite. Retomando la idea gramsciana, para la pensadora argentina, fundadora de la revista Punto de Vista, Beatriz Sarlo el auténtico compromiso del intelectual es hacer posible “el acceso democrático a los almacenes donde se guardan las herramientas”, cuyo uso posterior “podrá llamarse hibridación, mezcla o como se quiera”, pero no podrá ser determinado por aquellos que han hecho posible su obtención. La exaltación populista al considerar que “lo que el pueblo hace es sabio y va perfectamente en la dirección de sus poderes” es tan demagógicamente manipuladora como la actitud paternalista hacia un pueblo considerado incapaz de autogestionarse cultural, social e ideológicamente.
Hayden White consideraba la historia como la creación literaria de una realidad pasada imposible de conocer y que, por lo tanto, inevitablemente era recreada, convertida en ficción; sin embargo, en esa ficción se hallaba una verdad, unas significaciones que, más allá de toda refiguración mimética, permanecía escondida en el texto a la espera de su dilucidación. Todo acontecimiento puede ser narrado, pero desde la conciencia de que el lenguaje utilizado, evidencia Williams, “no es un medio puro a través del cual pueda fluir la realidad de una vida, la realidad de un acontecimiento o experiencia”, pues si como decía Coleridge toda percepción es un acto de creación imaginativa, el lenguaje puede ser solamente considerado el medio a través del cual transmitir una refiguración de la realidad, empírica y objetivamente inaprehensible, una imagen que, detrás de su retoricidad, esconde la significación que debe ser dilucidada. Ser intelectual es hacer visible esta significación, es correr el velo que esconde las significaciones sobre las que se construye la ficción de un estado, de una sociedad y de su cultura; mostrar esas significaciones, no imponerlas, y, al mismo tiempo, hacer posible que las herramientas necesarias para ver más allá del velo sean accesibles, sin ser nunca impuesto su uso.
Al fin y al cabo, la discusión sobre el papel del intelectual es la discusión sobre la necesidad de una crítica lúcida e independiente dentro de una sociedad; no debe haber élites, sino mecanismos, estructuras y, por qué no, voces con autoridad ética e intelectual que posibiliten a todos, sin distinción, poner el interrogante sobre la realidad circundante y sobre uno mismo.