CLUEDO DE NOEMÍ SABUGAL

Por CARMEN MORENO. Cuando planteé este peqeño juego literario, cuyo esquema mostraré el último día, pensé en posibles candidatos/as para hacerlo. La literatura joven es algo que siempre hay que tener en cuenta porque en ella está el futuro y, en muchos casos, el presente de las letras.

Era muy díficil no fijarse en Noemí Sabugal que llega a Semana Negra a presentar su novela Al acecho, una magnífica novela con una prosa ágil y sobria. La edita Algaida.

  CLUEDO DE NOEMÍ SABUGAL sobre idea de Carmen Moreno

BILLETES DE 500 Y UNA PALABRA DE OCHO LETRAS

NOEMÍ SABUGAL

 

Un gran cuajarón dorado se extiende bajo el cuerpo de Cristina Diorr. El inspector Marcos Robles, un tipo famélico de ojos amarillos, mira el espectáculo con la incredulidad del que está acostumbrado a ocuparse de los escasos crímenes de una ciudad sin un duro. Lo que faltaba, piensa, pasándose la mano esquelética por la cara. El cuerpo ha aparecido en su chalé de la urbanización Cuatro Rosas, en San Martín-León. En el invernadero, atado a una exótica palmera y rodeado de altísimos zapatos de tacón. Ambas manos han sido abrasadas con oro líquido.

El sargento, un hombre enjuto de pelo blanco peinado hacia atrás, se acerca al inspector para enseñarle una bolsa de plástico que contiene el arma homicida. Es un billete de quinientos. La víctima ha sido asfixiada con cientos de ellos. En sus fosas nasales y garganta han encontrado un total de 300 billetes de quinientos en bolitas muy pequeñas. En total, 150.000 euros. Los policías los han desdoblado y contado uno por uno, sobándolos un rato entre las manos ávidas.

—Buenos días, inspector Robles.

—Buenos días, sargento. ¿Qué ha pasado aquí?

—La mujer de la limpieza entró esta mañana en el invernadero y encontró el cadáver. La señora Diorr había organizado uno de sus particulares desayunos de alcachofas y los invitados ya estaban aquí cuando se descubrió el pastel, digo, la alcachofa, digo, a la señora Diorr.

—¿Invitados?

—Sí, están en la sala de al lado. ¿Quiere hablar con ellos?

El inspector Robles deja a su espalda a los hombres del cuerpo de policía haciendo su trabajo. Ninguno habla, sólo se mueven mirando con detenimiento todo lo que encuentran a su paso.

En la sala hay cuatro personas: Blanca, la mujer de la limpieza; Celestino, hermano de la víctima; Rubio, socio de la señora Diorr, y la mujer de éste, Amapola.

El hermano de la señora Diorr, un chico joven de aspecto hippie, llora sentado en una silla junto a la ventana. El socio le insta a beber del vaso de coñac que le ha puesto entre las manos y le da golpecitos en la espalda. Es un hombre de unos cincuenta años bien llevados que participa en el negocio de la señora Diorr desde hace tan sólo unos días. Cristina Diorr era la principal diseñadora de zapatos de lujo en San Martín y sus diseños hacían furor entre los ricos (un amplio 0,0001% de la población). El negocio nunca había ido mal, pero los bancos no habían querido financiar su expansión a China y ahí había entrado en juego Rubio.

Amapola les mira con desinterés. El vestido vaporoso le descubre los hombros morenos y en las muñecas destellan varias pulseras. Es una mujer elegante y altiva, cuya cara no muestra ninguna emoción salvo un ligero desprecio por la debilidad de Celestino. Blanca, la mujer de la limpieza, está separada de todos los demás y completa el crucigrama del periódico del día sentada frente a una mesa camilla. Ella había descubierto el cuerpo a primera hora de la mañana, así que el inspector Robles decide que por ahí hay que empezar. Pide a Blanca que le acompañe a la habitación contigua, un vestidor gigante, y coloca una silla en el centro.

-Tome asiento, por favor.

Aún enfrascada en la resolución de una palabra del crucigrama (cinco letras: animal que carece de cola), Blanca se sienta con resignación. Pero se levanta al instante, excitada.

-¡Anuro! –grita.

-¿Cómo dice? –pregunta Robles.

-¡Anuro, animal sin cola! –explica, sin explicarse.

-Oiga, hemos venido en cuanto hemos podido. No hace falta insultar –dice Robles, confuso.

-No, me refiero…

-Siéntese. Tengo mucho que hacer.

Blanca arruga el periódico entre las manos gruesas y se sienta. El inspector Robles da una vuelta alrededor de ella, observando el enorme pendiente de oro de su oreja izquierda; la nuca pálida y la otra oreja, con el lóbulo desgarrado.

-¿Cómo se hizo eso? –pregunta.

-¿El qué?

-Lo de la oreja.

Ella se muerde el labio y contesta, a regañadientes.

-La señora.

-¿Ella se lo hizo?

-Sí, pensó que le había robado los pendientes. Eran iguales que unos que le habían regalado la noche anterior y que yo ni siquiera había visto. ¡Pero éstos fueron un regalo de mi marido, que en paz descanse, por nuestro aniversario! La señora se tiró por mí como una loca y me lo arrancó de la oreja, sin más. Ella era así, le daban esos arrebatos. Salí corriendo y pude conservar la otra intacta. Después me encerré en el baño y le escribí con pintaojos una explicación en una tira de papel higiénico. La colé por debajo de la puerta y hasta que no estuve segura de que la había leído y de que había visto sus pendientes en su sitio no salí de allí. ¡No señor!

-¿Y qué le dijo la señora Diorr después?

-Que limpiara el baño de lágrimas.

-¿Y nada más?

-No, nada.

-¿No se disculpó con usted?

Blanca cruje el periódico entre los puños y le mira fijamente.

-Usted no conocía muy bien a la señora Diorr, ¿verdad? Se nota.

-Es decir, que no tenían muy buena relación.

-Al contrario, nuestra relación era pésima -murmura- (Seis palabras: que no puede ser peor).

Robles se tira del labio inferior. Es un gesto que suele hacer cuando está nervioso.

-¿Dónde estuvo usted ayer entre las dos y las tres de la mañana?

-En mi cama, creo.

-¿Cree o me lo puede confirmar?

-Lo supongo, aunque algunas noches me levanto dormida para saquear la nevera. Esto requiere mantenimiento -dice señalando sus enormes michelines-. Se lo podría confirmar mi marido, aunque lo dudo, tiene un sueño muy profundo. Y ronca.

-¿Pero no me ha dicho que estaba muerto?

-Es otro marido, uno nuevo.

-Entonces usted no mató a la señora Diorr, eso es lo que me quiere decir.

-No se lo quiero decir, lo afirmo. Mire, llevo diez años trabajando para ella, no hubiera esperado tanto.

-¿Entonces…?

-La hubiera matado mucho antes. Cuando lo de la oreja, por ejemplo.

-¿Y por qué debo creer que ahora no lo ha hecho? -inquiere el inspector, receloso.

-Pché, porque ya se me habían pasado las ganas. Y un sueldo es un sueldo, ¿sabe?

Celestino se suena los mocos ruidosamente y agradece, con un gemido, el pañuelo limpio que le ofrece el inspector.

-Veo que quería mucho a su hermana.

-No –responde.

-¿No? –repite Robles, asombrado -. Y entonces, ¿por qué llora?

-Por los 150.000 euros. ¿Se los van a llevar ustedes, verdad?

La barbilla del chico tiembla sin que lo pueda evitar.

-Claro, son el arma homicida.

-¿De verdad se dice así? –inquiere Celestino, secándose las lágrimas.

-¿El qué?

-Arma homicida. ¿No es muy peliculero? Si usted dijera “Un carnívoro cuchillo/de ala dulce y homicida/sostiene un vuelo y un brillo/alrededor de mi vida” pues sonaría a castellano porque estaría citando a Hernández, pero cuando dice arma homicida, así como lo dice, pues no, suena a peliculero y a estadounidense, que no americano. Por eso le pregunto si de verdad se dice así.

Robles, impaciente, golpea con el pie en el suelo (pulido y abrillantado por Blanca el día anterior).

-Pues sí, depende. ¿Eso qué más da?

Celestino suspira y asiente.

-Perdone, es que soy estudiante de literatura comparada y a veces eso me confunde.

El inspector no entiende nada y da una vuelta alrededor de la silla en la que está Celestino, al igual que ha hecho con Blanca. Sólo para tranquilizarse.

-Entonces no quería a su hermana.

-Yo no he dicho eso. He dicho que no la quería mucho, pero un poco sí. Ella era mi principal fuente de ingresos. Y ahora eso se acabó.

Celestino vuelve a echarse a llorar.

-Algo heredará –afirma Robles, abriendo los brazos como para abarcar todo el lujo de la estancia, alfombra persa y lámpara de cristal incluidas.

-No hasta dentro de dos años. Soy menor de edad.

-¡Pero si antes estaba bebiendo coñac! ¡Se lo estaba ofreciendo el señor Rubio!

El chico le mira como intentando recordar.

-¡Ah, sí, es verdad! Entonces tal vez debería detenerle.

Robles menea la cabeza. Ya tiene bastantes problemas por hoy. No ha visto nada. Borrado. Off.

-En fin, olvidémoslo. ¿Estuvo usted ayer con su hermana por la noche?

-Sí.

-¿Sí? –exclama, sorprendido-. ¿Y a qué hora?

-A las cinco de la mañana.

-Pero si a esa hora ella ya estaba…

-Muerta… sí. Pero tengo un video de ella gritándome que a veces me pongo cuando no puedo dormir.

-Entonces no estuvo con ella… físicamente.

-Bueno, si se pone usted tan tiquismiquis. No estuve corporalmente con ella, estuve con mi perro.

-¿Eh?

-Sí, tengo un Scott terrier con el que duermo. Puede usted preguntarle a él, a las cinco sale de la facultad.

Hasta sentado se nota que el señor Rubio es un hombre distinguido. No cruza las piernas, no deja caer los brazos como un mono ni los atornilla pareciendo hosco y desagradable. Al contrario, mantiene los pies juntos con naturalidad y las manos reposan sobre sus muslos con elegancia.

-Me han informado de que usted iba a ayudar a la señora Diorr a expandirse en Asia –comienza Robles.

-Sí, aunque los rollitos de primavera era lo que más la expandía. Yo siempre le aconsejaba que comiera arroz tres delicias. Es mucho más sano.

Robles sacude la cabeza, desconcertado.

-Quiero decir en su negocio de zapatos de lujo.

Rubio sonríe vagamente.

-Sí, sí, claro. Iba a hacerle un generoso préstamo. Estaba seguro de que sería una inversión provechosa para ambos. Cristina era una mujer muy inteligente.

-Entonces su relación era buena.

-Excelente.

-¿La señora Diorr tenía algún enemigo, alguien que quisiera hacerle daño?

-Excelente.

-¿Cómo dice?

-Excelente, he dicho excelente.

-Pero le acabo de hacer una pregunta.

Rubio cruza suavemente los dedos de las manos.

-Ah, perdone. ¿Cuál era?

-Le estaba preguntando si la señora Diorr tenía enemigos.

-Ninguno que yo sepa.

-Qué raro. Un pajarito me ha dicho lo contrario.

-Un loro.

-¿Eh? ¿Qué loro?

-Bueno, tal vez una cotorra o un cuervo. ¿Sabe que los cuervos también pueden hablar, verdad? Quizás usted habló con un cuervo, pero no lo distingue. Son negros y…

Robles pasea alrededor de Rubio, que sigue recitándole -de forma serena y pausada- las características de los córvidos, aunque el inspector ya no le escucha.

-… y son monógamos –concluye.

-¿Perdón?

-Los cuervos, que son monógamos.

-¿Y usted?

-¿Qué quiere decir?

-Me refiero a si usted también es fiel a su monogamia o tenía un lío con la señora Diorr.

-No, ella y yo no teníamos ningún lío. Todo el papeleo lo lleva mi abogado. Además, la inversión se iba a hacer a través del banco. Nada más fácil.

El inspector Robles resopla.

-¿Dónde estaba usted ayer por la noche, entre las dos y las tres de la mañana?

-Con mi amante. Una argentina deliciosa. Apunte, que le doy el teléfono.

Un pie con los dedos desnudos, un tobillo fino, una pantorrilla bronceada, una rodilla suave, la falda blanca sobre los muslos tersos (se presume), los brazos cruzados bajo los pechos perfectos, un escote generoso, cuello, barbilla, labios carnosos (claro), nariz respingona (por supuesto) y, al fin, los ojos fríos como el hielo. Un cuerpo de fuego y una mirada a bajo cero.

Esta vez el inspector Robles decide no pasear alrededor de la sospechosa. La perspectiva frontal le parece la mejor.

-No parece muy afectada por la muerte de la señora Diorr -advierte.

-Pues lo estoy -responde Amapola, hierática-. Destrozada. Devastada. Despedazada. Destruida.

-Mmm, será así. ¿Le tenía mucho afecto?

-Ninguno.

-¿Entonces?

-Era amor. Deseo. Delirio. Delectación. Desvarío.

-¿Y eso?

-Fue mi primera novia.

(Un momento de perplejidad y silencio).

-Entiendo –dice el inspector.

Robles observa con detenimiento los ojos fríos y el escote generoso (por mirar algo y hacer tiempo).

-No, no creo que lo entienda -añade ella-. Yo se la presenté a mi marido y le convencí para que la ayudara.

-¿Y la señora Diorr y usted todavía…?

-Claro.

-Entonces no la mató -adelanta el inspector.

Ella menea la cabeza y congela las flores del florero de un vistazo.

-Yo no estaría tan segura. No recuerdo dónde estuve ayer entre las dos y las tres de la madrugada.

-¿Y cómo sabe a qué hora falleció la señora Diorr?

Amapola sonríe. Hasta su sonrisa es heladora. Alza sus hombros morenos.

-No lo sabía. ¿Destino, designio, determinación, hado?

-Hado no empieza con d –advierte el inspector.

-Ah, no lo sabía.

La mujer de la limpieza está comiendo un sándwich de atún sobre el crucigrama del periódico. Por fin lo ha terminado y ahora está hambrienta. Celestino mira por la ventana con gesto triste y ahora es el señor Rubio el que se toma un coñac. Robles entra en la sala con Amapola, a la que ha cogido por la cintura sin encontrar ninguna resistencia, y le indica suavemente que se siente. Los otros se vuelven hacia él con expectación.

-Bien, tengo que decirles que ya sé quién es el culpable del asesinato de la señora Diorr.

-¿Tan pronto? ¿Cómo es posible? -exclama Blanca, con un hilillo de mayonesa en la barbilla.

El inspector Robles levanta las manos, excusándose.

-Es lo que me han ordenado que tengo que decir. A mí no me vengan con quejas. Díganselo a los que han inventado este juego.

Celestino resopla de indignación.

-¡Pero las investigaciones no se pueden hacer así!

-Yo pienso presentar una reclamación -advierte Rubio.

-Pues a mí me parece bien -dice Amapola, desdeñosa-. Cuanto más pronto mejor, tengo hora en la peluquería.

-En fin, pues… como les decía… ¡ya tengo al culpable! Y por supuesto está en esta habitación, entre ustedes.

-¡Vaya, pues sí que sabe usar frases hechas! -protesta Celestino-. Eso lo he oído yo en alguna película. Estadounidense, no americana, por supuesto.

-Pues sí, aunque yo tampoco recuerdo ahora el título -confiesa el inspector-. Bueno, al grano: ¡el culpable es usted, señor Rubio!

Murmullos, un grito ahogado, un cuadro que se descuelga de la sorpresa (vamos, lo normal).

-¿Yo? ¡Pero si yo estuve con Sarita toda la noche!

-¿La uruguaya? -pregunta su mujer.

-Argentina, cariño -corrige Rubio-. Estuve con ella toda la noche. Se lo juro, inspector.

-Y le creo -afirma Robles- porque dice la verdad… aunque mienta. Estuvo con ella casi toda la noche.

Rubio cruza sus brazos (con elegancia, eso sí).

-¿Y eso cómo puede ser? -pregunta.

-Porque durante el interrogatorio descubrí en usted ciertas características que me llevan a pensar que está… ¿cómo le diría?… bueno, tal vez Blanca pueda ayudarnos.

-Dígame -responde, solícita, la mujer de la limpieza.

-Mmm… a ver… ocho letras: dicho con silbidos.

-¡Chiflado! -exclama Blanca.

El señor Rubio mira a la mujer con indignación y parece que se va a lanzar a por ella, pero Robles le detiene alzando la mano.

-Gracias, ésa es la idea. Señor Rubio, cuando yo le pregunté si la señora Diorr tenía algún enemigo, ¿recuerda que no lo recordaba?

-Se reitera, inspector. Pero sí, recuerdo que no lo recordé.

-Eso es porque usted padece episodios de amnesia. Por eso cree que ayer estuvo toda la noche con su amante chilena…

-Argentina.

-Bueno, eso. Pero no lo estuvo. Mire sus manos.

Rubio las acerca a su cara y observa las palmas y el dorso con atención.

-¿Qué tienen? -pregunta.

-Nada, pero su zapato izquierdo presenta minúsculas salpicaduras de oro.

-¿Cómo lo sabe si son minúsculas?

-Tengo buen ojo.

-¿Y el otro? ¿No ve bien por él?

-Sí. Y esto me lleva a por qué usted mató a la señora Diorr.

-¡No hay ningún por qué! –exclama Rubio, casi al borde del llanto (pero con un gimoteo refinado)- ¡Yo no tenía ningún motivo para matar a Cristina! ¡Nuestra relación era magnífica y nos íbamos a asociar para hacer mucho dinero!

-Sin duda así hubiera sido -afirma Robles-, pero la mató.

-¿Pero por qué? ¿Por qué? -se lamenta Rubio, mientras Amapola y Celestino se dan la mano subrepticiamente (por la tensión, otro motivo o tal vez sólo para que el escritor pueda usar esta palabra tan larga).

-Usted padece neurosis literalis, una rara enfermedad mental que acabo de descubrir hace diez minutos y sobre la que ya tengo pensado escribir varios libros de gran éxito. La enfermedad hace que usted, señor Rubio, no entienda el doble sentido -explica Robles.

-¡Pero si yo siempre he conducido estupendamente! ¡Ni un solo accidente en treinta años de carné!

-Quiero decir que usted todo lo entiende de forma literal.

Rubio se queda perplejo.

-¿Y… y eso qué tiene que ver con la muerte de Cristina?

-Pues que, en uno de sus episodios de amnesia, vino a verla ayer por la noche, y comenzaron a hablar de negocios. La señora Diorr le dijo que necesitaba ingresar 150.000 euros en efectivo para vender sus zapatos en China. Y le aseguró que podía estar tranquilo, que todo lo que tocaba se convertía en oro. Usted, claro, lo interpretó de forma literal. ¿Lo entiende ahora? ¿Lo recuerda?

Rubio palidece y grita de horror (ahora ya de forma nada elegante).

Su mujer contaría después que estaba descolorido, desvaído, disuelto, como desdibujado.

 

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