Adiós a la universidad: cuando los precios de las matrículas cierran las puertas del futuro profesional
Por Anna María Iglesia
@AnnaMIglesia
Ayer se aprobó la LOMCE, sumándose a una larga sucesión de reformas que, a lo largo de una todavía breve democracia, han ido alternándose al ritmo de cambio de gobierno. Semanas de debates, protestas de distintos ámbitos no han servido para frenar una reforma que debilita los cimientos de la educación pública, de la educación paritaria que debiera ofrecer igualdad de oportunidades sin promover, independientemente de los eslóganes de ministerio, la excelencia para un sistema educativo condenado, desde hace tiempo, al fracaso: del COU a la ESO, de BUP al Bachillerato, más allá de las siglas todo parece continuar igual.
Debates encendidos ocupan las parrillas televisivas, todos opinan acerca de cómo debería modificarse el sistema educativo, algunos no dudan en afirmar la extraordinaria preparación de los jóvenes, otros, sin embargo, en absurdas comparaciones internacionales, no tardan en clasificar de nefasta nuestro sistema educativo. Como el vacuo discurso que caracteriza las sesiones parlamentarias, los debates se convierten en un continuo de reproches, afirmaciones categóricas y aseveraciones expertas de quienes dejaron de recorrer las aulas mucho, demasiado, tiempo atrás. Algunos tratan de dar credibilidad a sus afirmaciones confesando públicamente que, más allá de las horas transcurridas en sesiones parlamentarias o en los platós, son profesores, tienen alumnos y conocen la realidad de las aulas. Para algunos, ésta es la prueba suficiente que acredita la verosimilitud de sus opiniones, pero, como sabe todo buen novelista, lo verosímil no es lo verdadero.
Como cada año, superviviente de todas las reformas del pasado, el mes de junio comenzó con el siempre discutido examen de selectividad, sin embargo, este año algo había cambiado: la prueba de acceso a la Universidad, así como las pruebas que se realizan para entrar en escuelas profesionalizadoras, ya no eran solamente el primer paso que muchos jóvenes daban hacia un futuro difícil de vislumbrar, sino eran el primer muro infranqueable frente al cual estaban obligados a detenerse. Años atrás, la construcción había sido la salida profesional más fácil, había trabajo y había dinero; años atrás nuestros padres nos decían que la Universidad nos aseguraría un futuro favorable, comodidades económicas y, sin duda, una buena posición social; en aquellos mismos años, el funcionariado era una tierra prometida con la que muchos soñábamos, «oposita», nos decían nuestros padres, «así tendrás un sueldo y un trabajo fijo para toda la vida». Esto era antes, ahora ya nada es igual; las certezas de entonces, son hoy día decepciones. Ya no hay nada de seguro y, si bien los estudios universitarios son todavía, gracias a una más que simbólica herencia, garantía de futuro, han dejado de ser la puerta hacia un futuro éxito profesional. Algunos sostienen que somos la generación perdidas, otros dicen que, por el contrario, somos la generación más preparada -¿más preparada o más titulada?-; hay quien considera que nuestro futuro más próximo es el paro, otros creen que el futuro está en el exilio.. La situación no es fácil, no se requieren de más adjetivos; sin embargo, nada se resumen a partir de opuestos: no se trata de oponer paro a exilio o preparación a ignorancia, la realidad es mucho más compleja, pero ésta sólo puede percibirse en las aulas, en las horas de visita, en las colas para la matrícula. Allí, en cada uno de esos escenarios, es donde la compleja y, demasiadas veces, dramática realidad se manifiesta sin medias tintas, con su más natural crudeza.
Dejar de lloriquear (Alpha Decay), nos dice Meredith Haaf: evidentemente, son pocas las razones para llorar si comparamos nuestra realidad con aquella de muchos de otros países, pero, y a pesar de esto, ¿no tenemos derecho a la queja? A caso ¿hemos de aceptar pasivamente que, en el fondo, nuestro mundo podría ser todavía peor? Los que hoy terminan el instituto no sólo comienzan a trazar un inseguro camino hacia un desdibujado futuro, sino que todos y cada uno de ellos debe enfrentarse a la elitización – económica, no de formación, por mucho que el ministro se empeñe con escaso éxito en sostener lo contrario- de los estudios superiores. Ya no se trata de elegir una carrera o un oficio con futuro laboral, actualmente el futuro laboral es una utopía y la formación un objetivo al alcance de muy pocos. «Dos de mis estudiantes no se han matriculado en el segundo semestre», me comentaba un amigo que desde algunos años trabaja como profesor en un curso de Formación Profesional. «Cada vez los grupos son más pequeños y, además, no sé cuantos de mis alumnos podrán continuar el próximo año». Nosotros tuvimos suerte, pudimos estudiar, pero la suerte ha dejado de acompañar a muchos de quienes ahora vienen detrás; «para algunos que tienen sus padres en paro 300 € es mucho dinero para un semestre», añade mi amigo indignado. «Si supieras los precios de los grados en la universidad pública, te asustarías», le contesto, «ya no bastan los 1000€».
A mí las cosas me han ido bien, he tenido suerte. Al terminar la carrera pude ir a la universidad y dedicarme a la literatura; «¿qué futuro tendrás con esto?, me preguntaban algunos, «no lo sé·, les contestaba, «ya veremos». No quería preocuparme, aunque en el 2004, el futuro empezaba ya a ennegrecerse. El sueño de muchos se ha convertido, tras muchos intentos frustrados, en mi presente: una beca para realizar el doctorado en la Universidad. Días atrás, a la espera de la resolución de la beca, buscaba por Internet posibles alternativas, «y si no me la dan», pensaba: algunos amigos se habían trasladado a Francia, otros a Inglaterra o a los Estados Unidos; algunos estaban trabajando en Bélgica, mientras que un amigo había conseguido encontrar su futuro, tras haber dado muchas vueltas, en tierras suecas. Tuve suerte, la beca me permitió quedarme aquí, trabajar y hacer lo que yo sé hacer aquí, en Barcelona, en mi ciudad, donde me he formado.«¿Qué harás cuando se acabe la beca?», me pregunta con angustia mi tía. Mis dos primas han sido víctimas de un ERE, una de ellas tiene un niño de once años, mientras que mi primo colecciona trabajos precarios y de naturaleza diversa. «No lo sé, no quiero preocuparme», contesto. Tiene razón Meredith Haaf, no puedo, no tengo el derecho de lloriquear, pero tampoco puedo acomodarme, congratularme por mi suerte, porque la suerte de algunos pocos convive con la desgracia de muchos.
Hace apenas algunos días, una joven salía del despacho de la universidad con lágrimas en los ojos; no había aprobado el examen: «es el segundo que cateo», dijo entre sollozos a una compañera que la esperaba fuera de la puerta. En su segundo año de carrera, los resultados no han sido buenos; la joven lo sabía, era consciente de ello: «no me importa estudiar durante todo el verano», decía, ya más tranquila a su amiga, «lo que me importa es seguir estudiando»; había suplicado al profesor, «si no me aprueba, me quitan la beca general y yo no puedo pagarme la matrícula». La evaluación de un examen se convierte para el profesor en una decisión demasiado difícil de tomar: no se trata solamente de evaluar los conocimientos y el rendimiento del estudiante, en las manos del profesor está en influir directamente en el futuro o en el no-futuro de un joven. Una nota, una única nota, puede ser determinante para expulsar a muchos jóvenes de la Universidad; aún sin quererlo, el profesor ve como su decisión adquiere unas dimensiones que nunca debió tener. «Si la joven tuviera dinero para volver a pagar la matrícula no habría problema», le comento al profesor que está en la mesa de al lado; no responde, en su rostro refleja una paradojal mezcla de impotencia y culpabilidad. El examen no merecía el aprobado y, a la vez, esa joven no podía permitirse suspender, «si tuviera dinero sería diferente», me comenta la profesora.
No puedo volver a concentrarme en mi trabajo, no puedo dejar de pensar en aquella joven, ¿volverá en septiembre? He tenido suerte, las cosas me han salido bien. Cuando termine el trabajo aquí en el despacho, volveré a casa y encenderé mi ordenador; podré escribir y explicar esta historia. No sé cuantos lectores tendré, es difícil preverlo; de lo único que estoy segura es que, sentada en esta mesa, puedo escribir la historia de aquella joven porque, afortunadamente, no tengo que salir a buscar trabajo, a pelearme conmigo misma y con el sistema para conseguir el dinero necesario para realizar el doctorado. Pude estudiar, muchos ahora ya no pueden y, precisamente por ello y por ellos, antes de lloriquear, prefiero escribir: no puedo llorar, tengo que explicar esta historia.
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