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Coetzee y Auster, carta a carta

El estadounidense Paul Auster y el Premio Nobel de Literatura sudafricano J. M. Coetzee sacaron a relucir sus plumas y construyeron un notable epistolario en el que tocan los más diversos temas. La confraternidad, las experiencias personales, la escritura, incluso el deporte se pasean por las páginas de Aquí y ahora con la gracia de una prosa íntima e informal

 

La literatura epistolar supo tener una larga prosapia, que se remonta a tiempos tan distantes como el siglo XVII. El gesto de J. M. Coetzee y Paul Auster en Aquí y ahora (que publican conjuntamente Anagrama y Mondadori, las editoriales españolas de cada uno de los autores) tiene algo provocativamente anacrónico. Cuando se conocieron en 2008 en el festival literario de Adelaida, en Australia, casi de inmediato surgió la idea de intercambiar cartas. La propuesta: tocar los más diversos temas al hilo de los azares que fuera proponiendo la correspondencia. No se trata tanto de nostalgia como de formular un tácito elogio de la lentitud. Porque, ¿cuál otra puede ser hoy la función de un escrito de estas características cuando existen fórmulas más veloces de comunicación? El intercambio epistolar se aviene bien, por lo demás, con el carácter de ambos. El Premio Nobel de Literatura John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940), creador de obras como Desgracia y Verano, es conocido por su laconismo y su renuencia a las entrevistas. El estadounidense Paul Auster (Nueva Jersey, 1947), un autor que todavía hoy borronea a mano y pasa en limpio sus novelas en una histórica máquina de escribir, es dado a las incursiones autobiográficas.

La selección que presentamos refleja sus consideraciones sobre la amistad, la infancia, el deporte, siempre con un ojo en la literatura.

14-15 de julio de 2008

Querido Paul:

He estado pensando en las amistades, en cómo surgen, en por qué duran -algunas- tanto tiempo, más tiempo que los compromisos pasionales de los que a veces se considera (erróneamente) que son tibias imitaciones. Estaba a punto de escribirte una carta sobre todo esto, empezando por la observación de que, teniendo en cuenta lo importantes que son las amistades en la vida social, y lo mucho que significan para nosotros, particularmente durante la infancia, resulta sorprendente lo poco que se ha escrito sobre el tema.

Pero luego me he preguntado a mí mismo si esto es realmente cierto. De manera que antes de sentarme a escribir he ido a la biblioteca a hacer una comprobación rápida. Y, oh maravilla, no me podría haber equivocado más. En el catálogo de la biblioteca había montones de libros sobre el tema, veintenas, muchos de ellos bastante recientes. Cuando fui un poco más allá y les eché un vistazo a aquellos libros, sin embargo, recuperé algo de autoestima. A fin de cuentas yo había tenido razón, o por lo menos la había tenido a medias: la mayor parte de lo que aquellos libros decían de la amistad no tenía demasiado interés. Parece ser que la amistad sigue siendo en cierto modo un enigma: sabemos que es importante, pero no tenemos nada claro por qué la gente traba amistad y la conserva.

(¿Qué quiero decir cuando digo que lo escrito presenta poco interés? Compara la amistad con el amor. Sobre el amor se pueden decir cientos de cosas interesantes. Por ejemplo: los hombres se enamoran de mujeres que les recuerdan a su madre, o mejor dicho, que al mismo tiempo les recuerdan y no les recuerdan a su madre, que al mismo tiempo son y no son su madre. ¿Es cierto? Puede que sí y puede que no. ¿Interesante? Ciertamente. Ahora miremos la amistad. ¿A quiénes eligen los hombres como amigos? A otros hombres más o menos de la misma edad, con intereses parecidos, por ejemplo los libros. ¿Es cierto? Tal vez. ¿Interesante? Para nada.)

Déjame que te haga una lista de las pocas observaciones sobre la amistad que recogí durante mis visitas a la biblioteca y que me parecieron realmente interesantes.

Una. Dice Aristóteles que no se puede ser amigo de un objeto inanimado ( Ética , capítulo 8). ¡Pues claro que no! ¿Quién ha dicho alguna vez que sí? Pese a todo, es interesante: de repente uno ve de dónde sacó su inspiración la filosofía lingüística moderna. Hace dos mil cuatrocientos años Aristóteles ya estaba demostrando que algo que parecían postulados filosóficos no podían ser más que reglas de la gramática. En la frase ««Soy amigo de X»» nos dice, ««X tiene que ser el nombre de algo animado»».

Dos. Se puede tener amigos y no querer verlos, dice Charles Lamb. Cierto, y también interesante: es otro sentido en el que los sentimientos de amistad se distinguen de los apegos eróticos.

Tres. Los amigos, o por lo menos las amistades masculinas en Occidente, no hablan de lo que sienten entre ellos. Compárese este fenómeno con la verborrea de los amantes. De momento, no muy interesante. Pero cuando el amigo se muere, sale la pena a raudales: ««¡Ay, demasiado tarde!»» (dice Montaigne de La Boétie, dice Milton de Edward King). (Pregunta: ¿acaso el amor es locuaz porque el deseo es por naturaleza ambivalente -Shakespeare, Sonetos -, mientras que la amistad es taciturna porque es algo sencillo y sin ambivalencias?)

Por fin, un comentario que hace Christopher Tietjens en El final del desfile de Ford Madox Ford: uno se acuesta con una mujer para estar en condiciones de hablar con ella. En otras palabras, hacer de una mujer tu amante no es más que un primer paso; el segundo, hacer de ella tu amiga, es el que importa; sin embargo, en la práctica hacerse amigo de una mujer con la que no te has acostado es imposible porque quedan en el aire demasiadas cosas sin decir.

Si realmente cuesta tanto decir algo interesante sobre la amistad, entonces se materializa otra idea: que a diferencia del amor o de la política, que no son nunca lo que parecen, la amistad sí es lo que parece. La amistad es transparente.

Las reflexiones más interesantes sobre la amistad vienen del mundo antiguo. ¿Y por qué? Pues porque en la Antigüedad la gente no consideraba la actitud filosófica como una actitud inherentemente escéptica, y por consiguiente no daban por sentado que la amistad tenía que ser algo distinto a lo que parecía ser; o bien, al revés, llegaron a la conclusión de que si la amistad era lo que parecía y nada más, entonces no podía ser tema para la filosofía.

Cordialmente,

John

Brooklyn,

29 de julio de 2008

 

 
Foto: Xavier Bertral/ EFE

 

Querido John:

Esa es una cuestión a la que he venido dando muchas vueltas a lo largo de los años. No diré que haya llegado a una postura coherente sobre la amistad, pero para contestar a tu carta (que ha desatado en mí un torbellino de ideas y recuerdos), quizá sea éste el momento de intentarlo.

Para empezar, me limitaré a la amistad masculina, a la amistad entre hombres, entre niños.

1) Sí, hay amistades transparentes, sin ambivalencia (para emplear tus términos), pero no muchas, según mi experiencia. Eso quizá tenga algo que ver con otra de las palabras que utilizas: taciturno. Estás en lo cierto al decir que los amigos (al menos en Occidente) «no suelen hablar de sus sentimientos mutuos». Yo daría un paso más allá, añadiendo lo siguiente: los hombres no suelen hablar de sus sentimientos, y punto. Y si no sabes cómo se siente tu amigo, ni qué es lo que siente ni por qué, ¿puedes decir en serio que es tu amigo? Y sin embargo la amistad perdura, a menudo durante muchas décadas, en esa ambigua zona del no saber.

Al menos tres de mis novelas tratan directamente de la amistad entre hombres, son en cierto sentido historias sobre la amistad masculina – La habitación cerrada , Leviatán y La noche del oráculo -, y en cada caso, esa tierra de nadie del no saber que separa a los amigos se convierte en el escenario donde se representan los dramas.

Un ejemplo de la vida real. Durante los últimos veinticinco años, uno de mis amigos íntimos -quizá el más cercano que he tenido en mi vida adulta- es una de las personas menos charlatanas que he conocido nunca. Es mayor que yo (me lleva once años), pero tenemos mucho en común: ambos somos escritores, estamos estúpidamente obsesionados con los deportes, los dos casados desde hace mucho con mujeres excepcionales, y, lo que es más importante y difícil de definir, albergamos cierta sensación inexpresada pero compartida de cómo hay que vivir: una ética de la madurez. Y sin embargo, por mucho cariño que le tenga a esa persona, por dispuesto que esté a partirme el pecho por él en momentos difíciles, nuestras conversaciones son casi sin excepción insulsas y anodinas, enteramente triviales. Nos comunicamos emitiendo breves gruñidos, volviendo a una especie de lenguaje taquigráfico que a un extraño resultaría incomprensible. En cuanto a nuestro trabajo (la fuerza motriz de nuestras respectivas vidas), rara vez lo mencionamos.

Para demostrar lo reservado que es este hombre, ahí va una pequeña anécdota. Hace unos años, estaban a punto de aparecer las galeradas de una nueva novela suya. Le dije que tenía muchas ganas de leerlas (unas veces nos enviamos los manuscritos acabados, y otras esperamos a las pruebas de imprenta), y me contestó que muy pronto recibiría un ejemplar. Las galeradas llegaron por correo a la semana siguiente, abrí el paquete, hojeé el libro, y descubrí que me lo había dedicado a mí. Me emocioné, desde luego, y profundamente, además; pero el caso es que mi amigo nunca me había dicho una palabra de ello. Ni la más mínima insinuación, ni el más leve guiño premonitorio, nada.

¿Qué es lo que intento decir? Que conozco a ese hombre y no lo conozco. Que es mi amigo, mi amigo más querido, a pesar de ese no saber. Si mañana va y atraca un banco, me quedaría horrorizado. Por otro lado, si me enterase de que engaña a su mujer, de que tiene una joven amante guardadita por ahí en un apartamento, me llevaría una decepción, pero no me horrorizaría. Todo es posible, y los hombres ocultan secretos, incluso a sus íntimos amigos. En el caso de la infidelidad conyugal de mi amigo, me sentiría decepcionado (porque habría defraudado a su mujer, alguien a quien tengo mucho cariño), pero también dolido (porque no habría confiado en mí, lo que significaría que su amistad no es tan íntima como yo pensaba).

(Una súbita y luminosa idea. Las mejores amistades, las más duraderas, se basan en la admiración. Ése es el sentimiento fundamental que relaciona a dos personas durante un prolongado período de tiempo. Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo. Esa admiración lo ennoblece, lo realza ante tus ojos, lo eleva a una posición que, a tu juicio, es superior a la tuya. Y si esa persona también te admira a ti -y por tanto te ennoblece, te realza, te eleva a una posición que considera superior a la suya-, entonces os encontráis en condiciones de absoluta igualdad. Ambos dais más de lo que recibís, los dos recibís más de lo que dais, y en la reciprocidad de ese intercambio, florece la amistad. De los cuadernos de Joubert (1809): «No sólo debe cultivarse el trato con los amigos, también hay que cultivar su amistad dentro de uno mismo: conservarla con esmero, cuidarla, regarla». Y de nuevo Joubert: «Siempre perdemos la amistad de aquellos que pierden nuestra estima».)

2) Niños. La infancia es el período más intenso de nuestra vida porque lo que solemos hacer entonces, lo hacemos por primera vez. Poco tengo que aportar a esto salvo un recuerdo, pero ese recuerdo parece poner de relieve el infinito valor que atribuimos a la amistad cuando somos jóvenes, e incluso muy jóvenes. Yo tenía cinco años. Billy, mi primer amigo, apareció en mi vida de una forma que ya no alcanzo a recordar. En mi memoria es un extraño y alborozado personaje de opiniones firmes y un talento bastante desarrollado para las travesuras (cosa que a mí me faltaba en grado sumo). Tenía un grave defecto del habla, y pronunciaba las palabras de manera tan confusa, se le atascaban tanto en la saliva que se le acumulaba en la boca, que nadie llegaba a entender lo que decía; salvo el pequeño Paul, que le servía de intérprete. Gran parte del tiempo que pasábamos juntos lo dedicábamos a deambular por nuestro barrio residencial de Nueva Jersey en busca de animalitos muertos -pájaros, sobre todo, pero también alguna rana o ardilla listada- para enterrarlos en el parterre que bordeaba mi casa. Ritos solemnes, cruces de madera hechas a mano, prohibido reírse. Billy aborrecía a las chicas, se negaba a rellenar las páginas de los cuadernos para colorear que mostraran representaciones de figuras femeninas, y como su color favorito era el verde, estaba convencido de que la sangre que corría por las venas de su oso de peluche era verde. Ecce Billy. Entonces, cuando teníamos seis años y medio o siete, se mudó con su familia a otra ciudad. Congoja, seguida de semanas, si no meses, de añoranza de mi amigo ausente. Por fin, mi madre cedió y me dio permiso para hacer la costosa llamada de teléfono a la nueva casa de Billy. El contenido de nuestra conversación se me ha borrado de la memoria, pero recuerdo mis sentimientos tan vívidamente como me acuerdo de lo que he tomado para desayunar esta mañana. Eran los mismos que más adelante tendría de adolescente al hablar por teléfono con la chica de quien me había enamorado.

En tu carta haces una distinción entre amistad y amor. Cuando somos pequeños, antes de que se inicie nuestra vida erótica, no hay diferencia. La amistad y el amor son una misma cosa.

3) La amistad y el amor no son la misma cosa. Hombres y mujeres. Diferencia entre matrimonio y amistad. Una última cita de Joubert (1801): «Sóolo debes elegir por esposa a la mujer que escogerías como amigo, si fuera hombre».

Una formulación bastante absurda, supongo (¿cómo puede una mujer ser hombre?), pero se entiende lo que quiere decir, y en el fondo no se diferencia mucho de tu observación sobre El final del desfile , de Ford Madox Ford, y la caprichosa y divertida afirmación de que «uno se acuesta con una mujer para estar en condiciones de hablar con ella».

El matrimonio es sobre todo una conversación, y si marido y mujer no encuentran un modo de ser amigos, su unión tiene pocas posibilidades de subsistir. La amistad es un componente del matrimonio, pero el matrimonio es una discusión que no deja de evolucionar, una eterna obra inacabada, una continua exigencia de llegar al fondo de sí mismo y reinventarse en relación con el otro, mientras que la amistad pura y simple (es decir, la amistad fuera del matrimonio) tiende a ser más estática, más cortés, más superficial. Ansiamos la amistad porque somos seres sociables, nacidos de otros seres y destinados a vivir entre otros seres hasta el día de nuestra muerte, pero cuando se piensa en las peleas que a veces estallan incluso en el mejor de los matrimonios, los apasionados desacuerdos, los exaltados insultos, los portazos y platos rotos, se comprende enseguida que tal comportamiento sería intolerable dentro de los decorosos ámbitos de la amistad. La amistad significa buenas maneras, amabilidad, constancia en el afecto. Los amigos que se gritan rara vez continúan siéndolo. Los maridos y mujeres que se gritan suelen seguir casados; a veces felizmente casados.

¿Pueden ser amigos hombres y mujeres? Creo que sí. Con tal de que no exista atracción física en ninguna de las partes. Una vez que la sexualidad entra en escena, se acabó lo que se daba.

4) Continuará. Pero también es preciso tratar otros aspectos de la amistad: a) Amistades que decaen y mueren. b) Amistad entre personas que no comparten necesariamente intereses comunes (amigos del trabajo, del colegio, de la guerra). c) Círculos concéntricos de la amistad: el núcleo de íntimos, los menos íntimos pero bastante afines, los que viven lejos, los conocidos simpáticos, y así sucesivamente. d) Todos los demás puntos de tu carta que no se han tocado.

Con calurosos recuerdos desde la tórrida Nueva York,

Paul

Brooklyn, 2 de febrero de 2009

Querido John:

No creo que estemos en desacuerdo sobre esto. Mi carta de París era principalmente una respuesta a tus reflexiones sobre ver competiciones deportivas en televisión (asunto limitado, nada más que un pequeño subtema en la amplísima conversación sobre los deportes en general) y a la cuestión de que nosotros, hombres supuestamente hechos y derechos, decidamos desaprovechar toda la tarde del domingo siguiendo las actividades esencialmente insignificantes de unos jóvenes atletas en lejanos campos de juego. Un supuesto placer culpable, pero que muchas veces nos deja con una sensación de vacío y frustración cuando se acaba el partido.

Adoptando el punto de vista más amplio posible, se me ocurre que el tema de los deportes puede dividirse en dos categorías principales: activa y pasiva. Por una parte, la experiencia de participar personalmente en los deportes. Por otra, la de ver cómo los practican otros. Como parece que hemos empezado hablando de esta última categoría, de momento procuraré limitarme a esa parte del asunto.

El elemento ético a que te refieres es de fundamental importancia en los muy jóvenes. Veneras a tus dioses y deseas emularlos; toda contienda es asunto de vida o muerte. A mi avanzada edad, sin embargo, esos vínculos se han debilitado considerablemente, y suelo ver los partidos con una actitud mucho más distanciada, buscando «placeres estéticos» y no tratando de justificar mi propia existencia a través de actos ajenos. Para no cargar las tintas, dejemos de momento la aprobación del anciano. Volvamos al principio e intentemos recordar lo que nos ocurrió en el pasado remoto.

El empleo que haces de la palabra «heroico» es adecuado y sin duda crucial para entender la naturaleza de la obsesión, que inevitablemente comienza en los albores de la vida consciente. Pero ¿significa eso que debamos hablar de lo heroico en relación con la primera infancia? En el caso de los niños pequeños, creo yo, tiene que ver en buena parte con cierta idea de lo masculino, de identificación sexual, de prepararse para ser un hombre? y no una mujer.

Mientras criaba a dos hijos -chico y chica-, me fascinaba profundamente (y a veces me divertía mucho) ver cómo iba surgiendo su respectiva identidad sexual en torno a los tres años de edad. En ambos casos, empezó a través del exceso, mediante simulaciones sumamente exageradas de lo que supone ser hombre y de lo que significa ser mujer. Con el chico, todo giraba en torno a Superman, el Increíble Hulk y la incorporación de seres imaginarios que estaban dotados de una fuerza mágica, apabullante. Con la chica (que a los dos años preguntó si le iba a salir el pene y cuándo), se manifestó en zapatos de fiesta, tacones altos en miniatura, tutús, diademas de plástico y una obsesión por bailarinas de ballet y princesas de cuentos de hadas. Lo clásico, desde luego, pero como a los niños les lleva un tiempo comprender que son chicos o chicas, sus primeros pasos hacia la identificación sexual son necesariamente extremos, marcados por una fijación por los símbolos y distintivos externos de sus respectivos sexos. Una vez que la cuestión queda zanjada (¿en torno a los cinco años?), la chica que anteriormente insistía en llevar vestidos a todo trance se pondrá gustosamente ahora unos pantalones sin miedo a convertirse en un chico.

Como niño norteamericano a principios del decenio de 1950, empecé mis simulaciones de la vida masculina haciendo de vaquero. Una vez más, se trataba de los distintivos externos: botas, sombrero, revólveres ceñidos en su funda. Debido a que ningún vaquero que se preciara podría atender al nombre de Paul, siempre que me ataviaba con mi traje del Salvaje Oeste insistía en que mi madre me llamara «John»; y me negaba a contestarle siempre que se le olvidaba. (Por casualidad tú no habrás sido vaquero norteamericano, ¿verdad, John?)

Pero entonces -ya no recuerdo en qué momento, aunque seguramente fue entre los cuatro y los cinco años- una nueva pasión se apoderó de mí, una nueva serie de símbolos, un nuevo ámbito en el que afirmar mi masculinidad. Fútbol (en su reencarnación americana). Nunca había jugado un partido, apenas entendía las reglas, pero en alguna parte, de algún modo (¿a través de fotos de los periódicos, mediante partidos emitidos por televisión?), se me metió en la cabeza que aquellos jugadores de fútbol americano eran los auténticos héroes de la civilización moderna. Una vez más, se trataba de los distintivos externos. No es que quisiera jugar al fútbol americano tanto como vestirme de jugador, tener un equipo de fútbol, y mi madre, siempre indulgente, me concedió el deseo comprándome uno. Casco, hombreras y camiseta de dos colores, los pantalones especiales que llegaban a la rodilla, junto con un balón ovalado de cuero, lo que me permitió mirarme al espejo y aparentar que era un jugador de fútbol americano.

Incluso hay fotografías que documentan las imaginarias hazañas de aquel niño ataviado con un equipo impecable que nunca estuvo realmente en un campo de juego, que jamás se llevó fuera de los dominios del pequeño apartamento con jardín en que el niño vivía con sus padres.

Más adelante, por supuesto, empecé a jugar al fútbol americano; y al béisbol también. Con fanática devoción, cabe añadir, y cuanto más interesado estaba en hacer esas cosas, más me atraía emular las actuaciones de los grandes, los profesionales. En Portugal, te conté lo de la audaz y casi descabellada carta que escribí a Otto Graham (el mejor quarterback de la época, la estrella del campeón Cleveland Browns) invitándolo a la fiesta de mi octavo cumpleaños?, y la cortés respuesta que recibí de él, en la que explicaba por qué no podía asistir. Desde que te la mencioné, he seguido dando vueltas a esa historia, buscando más detalles, tratando de llegar a un conocimiento más hondo de los motivos que me impulsaron entonces. Recuerdo ahora una nítida fantasía en la que Otto Graham venía a mi casa y nos íbamos los dos al jardín a lanzar el balón. Ésa era la fiesta de cumpleaños. No había más invitados -ningún otro niño, ni siquiera mis padres-, nadie aparte de mi persona que pronto tendría ocho años y del inmortal O. G.

Ahora veo, ahora sé con la más absoluta certeza, que esa fantasía representaba un deseo de crear un sustituto de la figura paterna. En la Norteamérica de mi joven imaginación, se suponía que los padres jugaban con sus hijos a lanzar el balón, pero el mío raras veces hizo eso conmigo, casi nunca estaba disponible en ninguno de los sentidos en que los padres deben estarlo para sus hijos, de modo que invité a un héroe del fútbol a mi casa con la vana esperanza de que me diera aquello que mi padre me había negado. ¿Son todos los héroes sustitutos de la figura paterna? ¿Es ésa la razón por la cual los niños parecen tener mayor necesidad de héroes que las niñas? ¿No es toda esa obsesión por los deportes sino otro ejemplo del conflicto edípico que opera a nivel oculto? No estoy seguro. Pero la maniática intensidad de los entusiastas de los deportes -no de todos, pero en cualquier caso de un gran número de ellos- ha de surgir de alguna parte muy profunda del alma. En esto hay más cosas en juego que la diversión momentánea o el simple entretenimiento.

No pretendo sugerir que Freud sea el único que tiene algo que decir sobre el asunto, pero no cabe duda de que sí tiene algo que aportar a la conversación.

Caigo en la cuenta de que muchas veces respondo a tus observaciones con historias personales. Entiéndelo: no estoy interesado en mí mismo. Te estoy dando casos de estudio, historias sobre cualquiera.

Muchos recuerdos,

Paul

15 de marzo de 2009

 

 
Foto: P.Matsas / Opale / Dachary

 

Querido Paul:

Escribes sobre la fijación que siente el niño por los héroes deportivos y a continuación la distingues de la actitud madura que busca el elemento estético del espectáculo deportivo.

Coincido contigo en que ver deportes por televisión es en gran medida una pérdida de tiempo. Pero hay momentos que no son ninguna pérdida de tiempo, como por ejemplo los que tenían lugar de vez en cuando en la época dorada de Roger Federer. A la luz de lo que tú dices, examino esos momentos y los repaso en mi memoria; Federer haciendo una volea cruzada de revés, por ejemplo. Y me pregunto: ¿acaso es realmente la estética, o únicamente la estética, lo que da vida a esos momentos para mí?

A mí me parece que mientras presencio la jugada me pasan dos pensamientos por la cabeza: (1) si yo también me hubiera pasado la adolescencia practicando golpes de revés en lugar de lo que hice? entonces también habría podido hacer jugadas así y provocar que el mundo entero ahogara un grito de asombro. Y a continuación: (2) por mucho que me hubiera pasado la adolescencia entera practicando golpes de revés, jamás podría haber hecho esa jugada, mucho menos bajo el estrés de la competición y de forma voluntaria. Y por consiguiente: (3) acabo de ver algo que es al mismo tiempo humano y más que humano; acabo de ver algo que viene a ser el ideal humano materializado.

Lo que quiero reflejar en esta serie de réplicas es la forma en que la envidia levanta primero la cabeza y luego se ve sofocada. Uno empieza envidiando a Federer, de ahí pasa a admirarlo, y por fin termina ni envidiándolo ni admirándolo, sino exaltado ante la revelación de lo que puede hacer un ser humano, o por lo menos uno como él.

Y considero que eso se parece mucho a mi respuesta a las obras de arte a las que he dedicado mucho tiempo (de reflexión y análisis), hasta el punto de tener una buena idea de lo que contribuyó a su creación: puedo ver cómo se hicieron pero jamás las podría haber hecho yo, están fuera de mi alcance; pero fueron hechas por un hombre (de vez en cuando una mujer) como yo; ¡qué honor pertenecer a la especie de la que ese hombre (o de vez en cuando mujer) es representante!

Y llegado este punto ya no puedo distinguir lo ético de lo estético.

A modo de nota al pie a mis comentarios sobre la presente crisis de las finanzas, ¿puedo citar un comentario de George Soros que he encontrado? «El rasgo más sobresaliente de la actual crisis financiera es que no la ha causado un trauma externo? La crisis la ha generado el sistema mismo.» Soros reconoce vagamente que en realidad no ha pasado nada, que lo único que ha cambiado son los números.

Muy cordialmente,

John

11 de mayo de 2009

 

 
Coetzee y Auster, en una de sus escasas fotografías juntos, durante la inauguración, en 2008, del Festival de Cine de Estoril, en Portugal.. Foto: Joao Cortesao / AFP

 

Querido Paul:

Un apunte más sobre el deporte: la mayor parte de los grandes deportes -aquellos que atraen a masas de espectadores y despiertan pasiones multitudinarias- parecen haber sido elegidos y codificados de golpe alrededor de finales del siglo XIX y en Inglaterra. Lo que me llama la atención es lo difícil que resulta inventar y poner en marcha un deporte completamente nuevo (no sólo la variante de uno antiguo), o tal vez debería decir poner en marcha un juego nuevo (los deportes son elegidos de entre el repertorio de los juegos). Los seres humanos son criaturas ingeniosas, y sin embargo da la impresión de que sólo unos pocos de los muchos juegos posibles (hablo de juegos físicos, no juegos de la mente) resultan ser viables.

He estado leyendo el librito de Jacques Derrida sobre la lengua materna ( El monolingüismo del otro , 1996). Parte del mismo es alta teoría, pero hay otra parte que es bastante autobiográfica y trata las relaciones de Derrida con el lenguaje en tanto que niño nacido en la comunidad franco-judía o judía francesa o judía francófona de la Argelia de los años treinta. (Él nos recuerda que a los ciudadanos franceses de ascendencia judía les quitó la ciudadanía Vichy, y que por tanto se pasaron muchos años sin tener un Estado.)

Lo que me interesa es la afirmación que hace Derrida de que, aunque él es/era un francés monolingüe (monolingüe según su criterio; su inglés era excelente y estoy seguro de que también lo era su alemán, por no hablar de su griego), el francés no es/era su lengua materna. Cuando leí esto me di cuenta de que podría estar hablando de mí y de mi relación con el inglés; y un día más tarde me di cuenta también de que ni él ni yo somos excepcionales, que muchos escritores e intelectuales tienen una relación distante o interrogativa con el idioma en el que hablan o escriben, y que de hecho referirse al idioma que uno usa como lengua materna ( langue maternelle ) es algo que ha quedado claramente desfasado.

De manera que cuando Derrida escribe que, aunque él ama el idioma francés y es un purista de la corrección del francés, no es un idioma que le pertenezca, no es el «suyo», eso me recuerda a mi propia experiencia con el inglés, sobre todo durante la infancia. Para mí el inglés no era más que una de mis asignaturas de la escuela. En la secundaria la lista era inglés-afrikaans-latín-matemáticas-historia-geografía; y de ésas el inglés era simplemente una asignatura que se me daba bien, igual que la geografía se me daba mal. Jamás se me ocurrió pensar que se me diera bien el inglés porque el inglés fuera «mi» idioma; ciertamente jamás se me ocurrió preguntarme cómo se le podía dar a uno mal el inglés si el inglés era su lengua materna (décadas más tarde, después de convertirme yo justamente en profesor de inglés y empezar a reflexionar un poco sobre la historia de mi disciplina, sí que me pregunté qué podía significar el hecho de convertir el inglés en asignatura académica en un país anglófono).

Por lo que recuerdo de mi forma de pensar en la infancia, el idioma inglés me parecía propiedad de los ingleses, una gente que vivía en Inglaterra pero que había mandado a algunos miembros de su tribu a vivir en Sudáfrica y también a gobernarla por un tiempo. Los ingleses inventaban las reglas del idioma inglés como les venía en gana, incluyendo las reglas prácticas (en qué situaciones había que usar qué locuciones del inglés); la gente como yo los seguíamos de lejos y obedecíamos las instrucciones que nos daban. Que se te diera bien el inglés era algo igual de inexplicable que el que se te diera mal la geografía. Era un capricho del carácter, un mero rasgo de personalidad.

Cuando a los veintiún años me fui a vivir a Inglaterra, fui con una actitud hacia el idioma que ahora me resulta completamente extraña. Por un lado estaba bastante convencido de que usando como criterio los libros de texto, yo podía hablar el idioma, o por lo menos escribirlo, mejor que la mayoría de los nativos. Por otro lado, en cuanto abría la boca delataba mi condición de extranjero, es decir, de alguien que por definición no podía conocer el idioma igual de bien que los nativos.

Aquella paradoja la resolví diferenciando entre dos tipos de conocimiento. Me dije a mí mismo que yo sabía inglés del mismo modo que Erasmo sabía latín, gracias a los libros; en cambio, la gente que me rodeaba conocía el idioma «íntimamente» . Era su lengua materna pero no era la mía; ellos la habían mamado con la leche materna y yo no.

Por supuesto, para un lingüista, y particularmente para un lingüista de la escuela chomskiana, mi actitud estaba completamente equivocada. El idioma que uno interioriza durante los primeros años, que son los más receptivos, es su idioma materno, y no hay más que hablar.

Tal como comenta Derrida, ¿cómo puede alguien considerar que un idioma es suyo? Al fin de cuentas es posible que el inglés no sea propiedad de los ingleses de Inglaterra, pero está claro que propiedad mía no es. El idioma siempre es el idioma del otro. Adentrarse en el idioma siempre es una violación de la propiedad. ¡Y la cosa es mucho peor si se te da lo bastante bien el inglés como para oír en cada frase que sale de tu pluma ecos de usos anteriores, recordatorios de quién poseyó esa expresión antes que tú!

Cordialmente,

John

Traducción: Benito Gómez y Javier Calvo

Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1529014-coetzee-y-auster-carta-a-carta

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