Me llamo Lucas y no soy perro
Por Alfredo Llopico.
Llegué a la vida de Senda cuando ya era una perra adulta de cinco años y convivimos los diez siguientes, hasta que ya muy mayor y débil una madrugada nos dejó, a pesar de todo, inesperadamente. Aunque de origen belga, Senda se había educado, digo yo, en un internado inglés por la más severa y estricta de las institutrices. Imagino que eso es lo que debió definir su carácter aristocrático y distinguido. Distante, también. Nada que ver con el mío.
Sin embargo, y no sé por qué, aceptó compartir conmigo el que consideraba su espacio más íntimo y todavía recuerdo cómo, ya en los primeros días de conocernos, casi se volvía loca al punto del infarto cuando me veía entrar por la puerta. Pero eso sí, al rato, después de las efusivas, y creo que también sinceras muestras de bienvenida, retomaba su porte altivo para hacer su vida, y yo la mía, respetándonos en nuestra tranquila convivencia. Así que nunca hubo conflicto posible. Solo aceptaría hacer concesiones en una ocasión más. Cuando llegó Clarisa a nuestras vidas. Creo que no hizo falta hacerle saber cuán importante era ella para nosotros, puesto que debió notarlo inmediatamente, y nos secundó sin condiciones. Eso es lo que se dice tener clase. Es que Senda tenía eso. Era muy british, muy, muy señora.
Pero a pesar de su aparente independencia, siempre sentí a través de su mirada que nos necesitábamos mutuamente y por eso nunca pude evitar pensar cómo se sentiría en el hipotético caso de que un día, en un despiste mío, se me perdiese en el parque y acabase desorientada por las calles de Castellón entre coches y gente desconocida. Eso es precisamente lo que ocurre en estos días, una triste historia que se repite verano tras verano, cuando muchos perros acaban vagando por las calles o las carreteras y no debido precisamente a un descuido de sus dueños. Nunca he podido entender qué tipo de gente puede hacer algo así, como tampoco encontré motivo de diversión alguna a apalearlos, apedrearlos, o perrerías peores con las que algunos descerebrados irresponsables se entretienen con los animales.
Lo he recordado hoy, mientras firmaba un albarán de entrega y abría al tiempo, con curiosidad infantil y casi a mordiscos, para ver qué traía dentro el sobre que me estaba entregando un mensajero. Era la última novela de Fernando Delgado: “Me llamo Lucas y no soy un perro”. Una pequeña joya de 137 páginas. Un entrañable regalo para los lectores.
Lucas lo ve todo y se entera de todo. Desde Godella, donde vive, viene para contarnos cómo ve la vida de su familia. Es un labrador bilingüe y aunque ladra indistintamente en castellano o catalán pues nació en Granollers, resulta que mira, y cuando mira habla. Además el ingenuo, pero no menos inteligente Lucas, cree que no es un animal, aunque por el aspecto lo parezca y algunas personas se empeñen en tratarlo como tal. No se enteran. Nunca comprenderán por qué no puede evitar sentirse uno más de la familia. En muchas ocasiones el más querido de todos. Por cierto, Lucas, de otros perros no quiere saber demasiado, ¡a excepción de la galga Fara!
Desde la emoción, pero también con humor recuerdo hoy cómo, cuando salíamos a pasear por la tarde y alguien se ponía a dar bufidos y aspavientos dándome a entender que alejase aquel perro peligroso, Senda ni se inmutaba. ¿Cómo se iba a apartar, si ella no se daba por aludida? Ni se inmutaba ante tales histerismos. Pero si quien se acercaba era un perro metiendo hocico con interés de intercambiar olores, la cosa ya cambiaba… Probablemente será verdad aquello de que los perros son los mejores amigos del hombre. Pero para entenderlo nada mejor que haber convivido, al menos, con uno. Solo entonces podrá entenderse por qué perros, como Lucas, son tan difíciles de olvidar.
Las personas necesitamos de alguien que nos ame incondicionalmente en algún momento de nuestras vidas, por ese motivo Dios nos regaló al perro…..