The Beautiful Ones: crónica del viernes en el Festival Cruïlla
Por Nil Rubió
El primero de los dos días del Festival Cruïlla de 2013, fue seguramente el más ecléctico de un acontecimiento que ya hace bandera de la variedad estilística, a veces abrumadora para el oyente que no esté dispuesto a tal desafío. Sin solución de continuidad clara, es cuando quien asiste a semejante escaparate de música en directo, debe poner su mejor predisposición y despojarse de prejuicios… Empezando por uno mismo. Y a esto se viene y en caso contrario, se aprende, si el interés está en descubrir y ser descubierto. Coincidiendo con la primera semana de calor estival verdadero, de aquél que excita a turistas de climas dónde la concatenación de días de Sol y calor no se ha visto en generaciones, y que también hace las delicias a la gente autóctona con una personalidad masoquista que vive para la insolación y su ensoñación publicitaria de veranos mediterráneos, el pistoletazo de salida se dio de forma tímida, contemporizada, en un festival que sabe gestionar de forma admirable sus momentos para cada una de las emociones que su música puede brindar.
Una de las decisiones más complicadas para quien tiene que cubrir un festival donde coinciden distintas propuestas en un mismo momento, es la de escoger el foco de la atención, intentar ver lo máximo, pero sin que la itinerancia continuada impida vivir todo lo que comprende una actuación. Mejor entero y vivido que fragmentado y apenas percibido. O al menos es una forma de afrontarlo que no cabe más que en las preferencias personales. Así que habrá ausencias destacables, principalmente basadas en otra máxima de reciente invención: primero ver lo que no acostumbra a pasar por la ciudad, o mejor dicho, los extranjeros primero. Qué imbecilidad.
La sensación general que se tiene al acceder (previa larga e insufrible cola, solucionada el sábado) al recinto es de cierta comodidad, posibilidad real de disponer de espacio vital, de incluso relajación ambiental que calma al visitante solitario y ofrece un entorno acogedor al grupo. Para un neófito en Cruïlla, es motivo de fuerte resoplido de alivio. Los conciertos pueden llegar a ser multitudinarios, pero se viven sin agobio, con la bendita posibilidad de centrarse en lo que se está cociendo encima del escenario y no en el prójimo, a veces agradable en el intercambio de impresiones, otras un mero incordio. Hecho que se olvida momentáneamente al comprobar que, exceptuando las primeras filas del concierto de Cat Power, el resto del público allí presente muestra poco respeto a la artista, convirtiéndola en una excusa para sus sonoras conversaciones de bar que suelen suceder a las tres de la madrugada, trasladadas en un espacio con el Sol percutor del atardecer y Charlyn Marie Marshall tan genial como errática (la más bella asociación que hay) repasando sus temas, que bien merecen la intimidad que si el contexto no le facilitaba, sí causó al que supo abstraerse y dejarse consumir lentamente por sus composiciones, en las que vierte su complicada interioridad. Uno que ya directamente descolocó (aplausos a la organización por atreverse a ponerlo), una piedra de toque, un ejemplo del carácter del festival, fue poner en uno de los escenarios grandes a un personaje como Rufus Wainwright. Allí solo, sin banda, con un piano (que toca a las mil maravillas) que alternó con guitarras (que se limita a rasgar) para dejar su torrente de voz con su personal lírica. Un tipo de teatros pero que se desenvuelve con gran soltura en un escenario como el que dispuso y llenó cada rincón de él con sus composiciones y personalidad, entre la timidez y la expansión. Capaz de sacar y tocar una guitarra adornada con una conocida gata para niñas, de lamentar no haber podido acostarse con Jeff Buckley después de una noche de copas, para después dedicarle un sentido tributo (y sonreír sarcásticamente cuando la parte del público hasta entonces absorta, se despertó y aplaudió su versión del Hallelujah). No pudo convencerlos, con timidez, de guardar el silencio que precisaba otro momento. Había hambre de fiesta.
Billy Bragg tampoco la proporcionó (esperad, malditos), pero sí que dio una necesaria aproximación a las raíces de su música, y un concierto que fue lo que ha sido siempre su actividad, su persona, un manifiesto en sí. Es ahora más que nunca un hombre de country, con el que baña parte de sus antiguas composiciones, que algunas ya no suenan tan urgentes en su aspecto formal, y saca a pasear su admiración por Woody Guthrie. No se ahorró discursos, aseveraciones que dejaban muy claros sus principios, cuyo sentido e importancia son tan presentes como necesarios. Y no tiene pelos en la lengua para hablar de fascismo, de maltrato a las minorías inmigradas, a las retrógradas concepciones de la familia, a la clase obrera que somos todos y cada uno de nosotros excepto unos pocos. «Good news, Woody Guthrie has a message: All you fascists bound to lose». Incluso versionó a los Stones con Dead Flowers. Quien más lo disfrutó, fueron los destellos nocturnos hundidos en alcohol de algunos británicos allí presentes, con la nostalgia y la entrega de aquél que se encuentra a si mismo lejos de casa, y en el fondo del más hondo de los vasos. La complicidad de la pertenencia compartida. Y allí, un hombre de unos cincuenta, enfundado en camisa azul eléctricoque poco disimulaba su prominente barriga, canas repeinadas con sudor y brillantina, a duras penas manteniendo el equilibrio, pero pasando el mejor rato del día, husmeando en el público a alguna compatriota dispuesta a acompañarle en el baile. Mientras esto sucedía, James Morrison se mostraba mucho más solvente en directo que en sus discretos discos, bien arropado por su banda.
El plato fuerte de la noche, el que ponía banda sonora a la publicidad del Cruïlla, el principal atractivo, eran otros británicos, del mismo Londres. Y venían con una colección de éxitos avasalladora, pero además, con el poco frecuente caso de un regreso después de larga inactividad, con gran disco. Suede, u otro de los exponentes del pop-rock británico de los noventa que han vuelto recientemente, con éxito dispar. El suyo es el del que nunca fue tan extremadamente popular como otros, pero que saben meterse en el barro como nadie. No hay nada como ver cumplidas las expectativas. Y es que en comparación con el reciente concierto de Blur (bueno sin más alardes), Suede arrollaron como máquina engrasada, conjuntada y en plena forma que aún siguen siendo, con un Brett Anderson impecable, implacable y derrochando energía como el chaval de veinte y pocos que fue, con la voz intacta, mejorada incluso por la madurez. Cayó su Best Of más radiado, con pequeñas incursiones a los grandes temas de su reciente Bloodsports, terminando una hora larga de fervor popular, de conexión generacional, con la ya antológica Beautiful Ones. El público y Anderson (activo, empapado en sudor y medio descamisado) cantaron a pleno pulmón. Todo refrendado por el mejor sonido del día, y por ser el primer concierto del escenario Estrella en el que las olas rítmicas de movimiento que emergían del escenario, llegaban a la grada.
Lo de Wyclef Jean & Refugee Camp fue lo que se denomina en las altas esferas «un auténtico bajón» (Y un error garrafal propio el de prescindir de Standstill por el camino). Poco le importó a parte del público, especialmente el más joven, que acogía cada arrebato del señor como la obra de un genio de la fiesta, pero es que su set fue comparable a una mixtape de fin de curso de una clase de secundaria grabada por el más chulo de ésta. El técnico le pinchaba Shakira, él cantaba encima, que si un poco de Celia Cruz, pues adelante. ¿Pitbull? pues casi. Y cuando el recurso de hacer poner las manos en el aire al respetable ya era abusivo e injustificado, a uno le entraban ganas de mandar al personaje de regreso a allí por donde había entrado. Como un Doctor Jekyll también es un pacífico y reivindicativo hombre de reggae (en la que se esconde el artista que se empeña en esconder), personalidad que ofreció los pocos momentos mínimamente satisfactorios, con versiones de Marley y producción propia en la que vierte sus sentimientos aflorados en su Haití natal junto a un buen dominio de las seis cuerdas, acompañado por una banda poco aprovechada para la ocasión. Tiene repertorio, dominio transversal de estilos e influencias, pero se quedaron fuera del show que montó. Más allá, siguió el camino fácil, de versión en versión, lo que hubiera podido hacer un DJ sin muchas tablas. Demencial ya fue el momento en el que separó las aguas del público para caminar a través de él y subirse a la torre de control del sonido, en una irrelevante demostración de testosterona rodeada de sus guardaespaldas, que puso de los nervios al pobre técnico que lo acompañaba, permanentemente arreglando los desaguisados que organizaba. Poco discurso y demasiada pólvora mojada.
La noche se encaminaba ya a su momento más macarra con Suicide of Western Culture y Buraka Som Sistema, pero allí perdido en el lounge, Joan Colomo congregaba una pequeña multitud entregada a sus versiones a lo medley de clásicos de los ochenta y noventa, con Ramones, Green Day, Nena, The Proclaimers… Fallaba el sonido, poco potente para llegar bien a toda la expectación generada en el «escenario» más pequeño y directo, en tierra de nadie, recibiendo los humos masticables al horno y a la parrilla de la oferta gastronómica que se cocinaba a pocos metros, en él la humedad de los efluvios de malta de los asistentes, camino de la aún lejana madrugada. Terminaba la primera jornada, pero lo mejor estaba aún por llegar.