LA "CRUZ" DE SUPERVIVIENTES
Por JUAN LUIS MARÍN. “Nadie va a poner en duda que el equipo de ¿Alguien quiere montárselo con mi hija? se deja los huevos trabajando a diario porque se líen entre ellos, beban como cosacos o se metan unas rayas de vez en cuando. Pero si lo haces en el Caribe… creerán que no te dedicas a otra cosa. Es uno de los precios que pagas por hacer NÁUFRAGOS: pierdes la CREDIBILIDAD. El derecho a no ser juzgado por lo que hagas en tu tiempo libre. La INTIMIDAD. Y el ANONIMATO. Nadie tiene en cuenta que a la dureza del trabajo y sus jornadas interminables se suma la imperiosa necesidad de contacto humano. Alejados como estamos de familiares y amigos, los vínculos entre nosotros adquieren una dimensión única. Porque lo compartimos absolutamente todo. Sin tregua. Durante cuatro largos meses. Mezclando, inevitablemente, lo profesional con lo personal. Porque no hay nadie más a quien recurrir. Todos necesitamos desahogarnos. Y ser aceptados. Tomando un café, saliendo a cenar, emborrachándote, echando un polvo… Como todo hijo de vecino. Con una diferencia: allí estás obligado a encontrar ALGUIEN en quien puedas depositar tu confianza para no perder la cabeza. Pero tiene que ser discreto o lo que perderás será la REPUTACIÓN. Y el RESPETO. Sobre todo si tienes un puesto de RESPONSABILIDAD.
Es como si, además de trabajar en un reality, participases en otro al más puro estilo Gran Marrano donde cada miembro del equipo es una cámara móvil que puede pillarte entrando o saliendo de casa de alguien… o a alguien haciéndolo de la tuya. Y entonces se desatan los rumores obedeciendo a la científicamente probada teoría de “dime con quién andas y te diré quién eres”. En Costa Rica esto sucedía en un resort, por lo que hacer cualquier movimiento y pasar inadvertido era prácticamente imposible. Más que un hotel era un cárcel. De oro, como decían algunos, pero cárcel al fin y al cabo. No importaba la hora, ni mucho menos el día: dabas tres pasos y tropezabas con alguien. Isla Perpetua, pese a sus pequeñas dimensiones era un nuevo mundo de posibilidades por descubrir… y dificultades que evitar. Sobre todo porque, como averigüé, ser subdirector en lugar de guionista, significaba estar en boca de todos.
La cárcel aumentó de tamaño. Y, aunque pocos, había barres, restaurantes, colmados… Si querías ir a cenar, tomarte una copa o hacer la compra no tenías que montarte una excursión de casi hora y media sumando ida y vuelta, por mar cruzando el Golfo de Nicoya y luego por tierra, para completar el trayecto hasta Puntarenas. Cogías un taxi y en cinco minutos te plantabas en cualquier sitio. Y si, por cualquier razón, se te reclamaba por cuestiones de curro, cogías otro y llegabas donde fuera en un periquete. Pero la ampliación de espacio supuso también un considerable aumento en el número de cámaras móviles. Cada camarero, taxista, tendero… cada perpetuo se convirtió en una. Y a las muchas “cualidades” que los caracterizan se suma una de lo más incómoda, la INDISCRECIÓN: se van de la lengua con demasiada facilidad, porque ésta es tan larga como ellos. Muchas veces inconscientemente, simplemente para entablar conversación mostrándose simpáticos y amables, que lo son. Entonces, si cogías un taxi, cenabas en un restaurante o comprabas en una pulpería, como llaman allí a los colmados, te enterabas, queriendo o sin querer, de quién había ido adónde y con quién, cuántas cajas de cerveza o botellas de ron había comprado y a qué hora se había ido a qué casa. Tu vida privada en boca de todos. Ciento cincuenta culebrones para animar la vida de una comunidad aburrida de las de sus vecinos porque ya se las sabían todas al dedillo. Podías tener alguien de confianza para realizar cualquier tipo de actividad pero… ¿cómo confiar en los demás, en los que se cruzaban en tu camino antes, después o durante?”
(Fragmento de ISLA PERPETUA, una novela del menda lerenda. No te pierdas el book trailer!)
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