Visión distante de París
Por MIGUEL BARRERO. Como todos los que tuvimos la suerte de leer Rayuela en medio de nuestras efervescencias adolescentes, yo también visité París queriendo ser un poco Oliveira en pos de la Maga y acodarme en el Pont des Arts a fumar un cigarrillo mientras escuchaba, a lo lejos, una brumosa melodía de jazz. Pero París es muy traidor, y uno viaja allí con la idea de terminar brindando con absenta en Les Deux Magots junto a algunos intelectuales de fuste y termina deglutiendo un menú barato en cualquier bar de mala muerte al lado de un inmenso turista alemán con aspecto de haberse zampado la catedral de Notre Dame entera, con las gárgolas y el jorobado incluidos. No entiendan lo que no deben: París es una ciudad hermosa, pero no conviene llegar a ella con excesivas ínfulas si uno no quiere quedar con cara de imbécil cuando descubre que los yonquis que rodean el Forum des Halles tienen poco que ver con los desharrapados que salían en Los miserables y que es difícil que se ponga a mano alguna chica con la que perecer al final de la escapada. Dijo Unamuno, en cierta ocasión, que al regresar a París había sido incapaz de reconocerse ni a sí mismo ni a la ciudad por la que paseaba de nuevo, dos o tres décadas después de su primera visita. Yo también estuve un par de veces en París, y aunque no me dio tiempo a echarme de menos (mediaron tres años entre ambos viajes y, además, fueron radicalmente complementarios: mientras que en uno hice el cabra todo lo que pude, aproveché el otro para ver las cosas que mi juventud o mi inconsciencia me habían impedido apreciar en la ocasión anterior) sí constaté que la literatura puede tener serias contraindicaciones si uno se la toma muy a pecho. Es difícil no desencantarse cuando uno espera un solitario éxtasis ante La Gioconda y se encuentra con que el resplandor que irradia el centenar largo de flashes que constantemente la flagelan apenas permite ver el puto cuadro, ni al descubrir horrorizado que aquel garito cutre con aspecto de casino de pueblo no es otra cosa que el célebre Moulin Rouge. Tan complicado como mantener la compostura cuando, al visitar circunspecto la casa que habitó Victor Hugo en la Place des Vosgues, se la encuentra llena de turistas en bermudas que deambulan de una habitación a otra con pinta de andar buscando una puerta que les comunique directamente con el chiringuito de la playa. Resulta mucho más saludable llegar allí de pardillo, fingir que nos sorprendemos con lo que se sorprenden todos (por aquello de no dar el cante) y dejar el ejemplar de Rayuela sobre la mesita del hotel para leer cada noche unas pocas páginas, brindar en silencio a la eterna salud de Julio y esperar a que llegue el sueño dilucidando si París es, realmente, la fiesta que esperábamos.