El hombre que le leía a Borges
Alberto Manguel le leía textos de Kipling, Chesterton, entre otros. Un ausente: Joseph Conrad.
A los quince años, tuve la suerte extraordinaria de leerle en voz alta a Jorge Luis Borges. Fue a mediados de los años sesenta. Borges se había quedado ciego unos diez años antes, a través de una enfermedad heredada de su padre, y había decidido que, dado que ya no podía manejar una lapicera, dejaría de escribir prosa.
La poesía, argumentaba, podía componerla en su cabeza y después dictarla cuando el asunto estaba terminado. La prosa era otra cosa: sentía que no podía confiar a la mano de otra persona el titubeo y la exploración y la reorganización que un escritor de prosa requiere para construir un párrafo.
Pero, más o menos en la época en que lo conocí, había cambiado de idea y pensaba que intentaría una vez más escribir historias como las que lo habían hecho famoso. Sin embargo, antes de intentar la nueva aventura, decidió, como un buen artesano, que necesitaba volver a visitar las historias de otros autores que según sentía eran modelos del género, relatos de Kipling, Stevenson, Chesterton, Henry James, Leon Bloy, Papini… a quienes recordaba casi palabra por palabra, y que deseaba estudiar a fondo.
Durante dos años encantados, le leí a Borges casi cada noche las historias que elegía, historias que analizaba minuciosamente, línea por línea y párrafo por párrafo, como un relojero que desarma un reloj, para ver qué lo hace funcionar. Curiosamente, entre las historias que eligió para que yo le leyera, no había ninguna de Conrad.
La fuerza ciega
Conrad era uno de los escritores favoritos de Borges. Lo había descubierto poco después de los veinte años y (aunque su opinión sobre muchos de sus amores tempranos cambió) a través de su vida consideró ejemplar a Conrad. Para Borges, Conrad era mejor artesano que Henry James, más universal que Faulkner, tenía más humor que Wells, era más profundo en la comprensión psicológica que Flaubert.
Cuando consideraba el relato El duelo Borges se preguntaba si Conrad no habría considerado la posibilidad de escribir las historias de Kafka avant la lettre, y después lo descartó como demasiado explícito. Consideraba Lord Jim como la obra maestra de Conrad, tal vez porque veía en la novela los temas que fascinaban al propio Borges: “el honor; la oposición estúpida, como de una fuerza ciega de la naturaleza, que los protagonistas encuentran en otros hombres”.
Para los escritores es común, en especial para los grandes escritores, ocultar a sus amores, un poco como amantes celosos. Shakespeare y Cervantes nunca se encontraron (hasta donde podemos saber), tal vez porque cada uno de los dos intuía que la fuerza creativa del otro desconocido podía chocar con la propia. Joyce y Proust se ignoraron con aplicación.
Nabokov y Borges fingieron el primero encontrar vacuo a su rival, el segundo no haberlo leído nunca. Tal vez Borges sentía, cuando estaba intentando una vez más escribir cuentos, que la larga sombra de Conrad sería demasiado abrumadora como para considerarla. Respecto a la influencia de los primeros cuentos de Kipling, confesó: “A veces he pensado que lo que fue concebido y llevado a cabo por un joven de genio podía ser imitado, sin presunción, por un hombre en el umbral de la vejez, que conoce su oficio”. Tal vez Borges pensaba que, a diferencia del de Kipling, el genio de Conrad era inimitable.
Y sin embargo, Borges hizo uso de Conrad de distintas maneras. Para empezar, Conrad suministró a Borges un mapa del continente del propio Borges. Para Borges, la realidad concreta nunca era bien servida por una fidelidad documentada. Se burlaba de los escritores de ficción que necesitaban una visita a Timbuctú para escribir una novela sobre Timbuctú, y al describir su propia ciudad, Buenos Aires, dijo que lo había logrado mejor disfrazándola bajo nombres franceses inventados como Rue de Toulon y la villa de Triste-le-Roy en el cuento “La muerte y la brújula”. Y entre los relatos nuevos que empezó a escribir a mediados de los años sesenta, había uno, “Guayaquil”, cuyo entorno sudamericano estaba tomado deliberadamente de Nostromo de Conrad. El relato empieza así:
“No veré la cumbre del Higuerota duplicarse en las aguas del golfo Pl