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Blaise Pascal: "La desproporción del ser humano"

Por Ignacio G. Barbero.

pascal

«Me aterra el silencio eterno de esos espacios infinitos»– Pascal

Corría el año 1654 cuando el joven Blaise Pascal, privilegiada y precoz inteligencia que había hechos aportes de enorme relevancia a las matemáticas y las ciencias naturales, sufrió una gran crisis existencial -de corte depresivo- que acabó desembocando en una experiencia religiosa de renacimiento. A partir de esa fecha, se dedicó en cuerpo y alma a la filosofía y a la teología, renunciando al contacto con la sociedad de su tiempo, y se recluyó en su devoción católica. Visitaba con frecuencia el monasterio de Port Royal des Champs, donde encontraba consuelo en las conversaciones con los ermitaños jansenistas (solitaires), teólogos que bebían teóricamente de la tradición agustiniana.

No tardó en comenzar a redactar una apologética -una defensa- de la religión cristiana. Su muerte, en 1662 (con apenas 39 años) impidió que terminara la obra y los fragmentos que dejó fueron publicados póstumamente bajo el título de «Pensamientos sobre la religión y otros temas». Trozos que compusieron la imagen de un género humano sin rumbo, perdido, desencajado en el Cosmos; desprovisto de los elementos para garantizarse por sí mismo un conocimiento seguro de la realidad y una moral autónoma que le asiente en la vida. Por ello, el hombre- señala el pensador francés- ha de apostar creyendo en la existencia de un Dios que le ampare y le tranquilice, que le impida sucumbir al vértigo existencial de ser él mismo. Si Dios resulta no existir, el ser humano sigue con su turbación, no pierde nada; si existe, entonces gana «todo»; especialmente, la seguridad de tener un sentido. Esta desesperada apuesta implica un paradigma que nunca se termina de resolver: el hombre posee una inteligencia tan limitada que siempre ignorará la respuesta de Dios. Todo este «juego de creencias» es, en definitiva, una ilusión que esconde una virulenta verdad: el hombre está completamente solo en el mundo, nadie -ni nada- le escucha.

El fragmento que les ofrecemos a continuación lidia con este panorama desolador al tratar una cuestión completamente relevante: «¿Qué es el hombre en la naturaleza?». Pascal contesta con finura, y duele:

Contemple el hombre, pues, la naturaleza entera en su elevada y plena majestad, aparte su vista de los objetos bajos que la circundan. Contemple esta resplandeciente luz colocada como una lámpara eterna para alumbrar el universo, que la Tierra le parezca como un punto rodeado por la vasta órbita que este astro describe y que se asombre de que esta vasta órbita no es a su vez sino una fina punta respecto de la que abrazan los astros que ruedan por el firmamento. Pero si nuestra vista se detiene aquí, que la imaginación vaya más allá; antes se cansará ella de concebir que la naturaleza de suministrar. Todo este mundo visible no es sino un rasgo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza. No hay idea ninguna que se aproxime a ella. Podemos dilatar cuanto queramos nuestras concepciones allende los espacios imaginables, no alumbraremos sino átomos, a costa de la realidad de las cosas. Es una esfera cuyo centro se halla por doquier y cuya circunferencia no se encuentra en ninguna parte. Finalmente, es la más grande nota sensible de la omnipotencia divina el que nuestra imaginación se pierda en este pensamiento.

Vuelto a sí mismo, considere el hombre lo que es él a costa de lo que es; considérese perdido en este cantón apartado de la naturaleza; y desde esta célula en que se halla alojado, me refiero al universo, aprenda a estimar la tierra, los reinos, las ciudades y a sí mismo en su justo precio. ¿Qué vale un hombre en el infinito?

Pero para presentarle otro prodigio igualmente sorprendente, que busque dentro de lo que conoce las cosas más delicadas. Que una larva le ofrezca en la pequeñez de su cuerpo partes incomparablemente menores, piernas con articulaciones, venas en sus piernas, sangre en sus venas, humores en esta sangre, gotas en sus humores, vapores en estas gotas; que, dividiendo todavía estas últimas cosas, agote sus fuerzas en estas concepciones y que el último objeto a que pueda llegar sea ahora el de nuestro discurso; ¿pensará tal vez que es ésta la extrema pequeñez de la naturaleza? Voy a hacerle ver aquí dentro un nuevo abismo. Voy a pintarle, no solamente el universo visible, sino la inmensidad concebible de la naturaleza, en el recinto de este compendio de átomos. Que vea en él una infinidad de universos, cada uno con su firmamento, sus planetas, su tierra, en la misma proporción que en el mundo visible, en esta tierra, animales, y finalmente larvas, en las cuales encontrará lo que han dado los anteriores; y al encontrar todavía en los otros la misma cosa sin fin y sin reposo, que se pierda en estas maravillas, tan pasmosas en su pequeñez como lo son las otras por su extensión; porque ¿quién no se admirará de que nuestro cuerpo, que antes no era perceptible en el universo, imperceptible en el seno del todo, sea ahora un coloso, un mundo, o más bien un todo respecto de esa nada a que no se puede llegar?

Quien se considere de esta suerte, se aterrará de sí mismo, y considerándose sostenido en la masa que la naturaleza le ha otorgado, entre estos dos abismos del infinito y de la nada, temblará ante la visión de estas maravillas; y creo que su curiosidad se trocará en admiración y estará más dispuesto a contemplarlas en silencio que a investigarlas con presunción.

Porque, finalmente, ¿qué es el hombre en la naturaleza? Una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo. Infinitamente alejado de comprender los extremos, el fin de las cosas y su principio le están invenciblemente ocultos en un secreto impenetrable, igualmente incapaz de ver la nada de donde ha sido sacado y el infinito en que se halla sumido.

¿Qué hará, pues, sino barruntar alguna apariencia del medio de las cosas, en una eterna desesperación por no conocer ni su principio ni su fin? Todas las cosas han salido de la nada y van llevadas hasta el infinito. ¿Quién podrá seguir estas sorprendentes andanzas? El autor de estas maravillas las comprende. Ningún otro puede hacerlo.

A falta de haber contemplado estos infinitos, los hombres se han lanzado temerariamente a la investigación de la naturaleza, como si fueran proporcionados a ésta. Es extraño que hayan querido comprender los principios de las cosas y llegar con ello hasta conocerlo todo, por una presunción tan infinita como su objeto. Porque no hay duda ninguna que no se puede concebir este intento sin una presunción o sin una capacidad infinita, como la naturaleza.

Cuando se sabe esto, se comprende que habiendo la naturaleza grabado su imagen y la de su autor en todas las cosas, casi todas ellas tengan algo de su doble infinitud. Y vemos así que todas las ciencias son infinitas por la extensión de sus investigaciones; porque ¿quién duda de que la geometría, por ejemplo, tenga una infinidad de infinidades de proposiciones que exponer?; son también infinitas en la multitud y delicadeza de sus principios; porque ¿quién no ve que aquellos que se presentan como últimos no se apoyan en sí mismos, y que, apoyados sobre otros, que tienen a su vez por apoyo a otros, no toleran jamás un último? Pero hacemos con los que aparecen últimos a la razón como con las cosas materiales, en las cuales llamamos punto invisible a aquel allende el cual nuestros sentidos no perciben nada, aunque divisible infinitamente y por su naturaleza.

De estos dos infinitos de ciencias, el de lo grande es mucho más sensible, y por esto es por lo que llego a poco menos que a pretender conocer todas las cosas. «Voy a hablar de todo», decía Demócrito. Pero la infinidad en pequeñez es mucho menos visible. Los filósofos han pretendido, sin embargo, llegar a ella, y es aquí donde todos han topado. Es lo que ha dado lugar a estos títulos tan corrientes: «De los principios de las cosas», «De los principios de la filosofía», y otros semejantes, tan fastuosos en realidad, aunque menos en apariencia, que es este otro que hace saltar los ojos: «De omni scibili.»

Se cree, naturalmente, ser mucho más capaz de llegar al centro de las cosas que de abarcar su circunferencia; la extensión visible del mundo nos sobrepasa visiblemente; pero como somos nosotros los que sobrepasamos las cosas pequeñas, nos creemos más capaces de poseerlas, y, sin embargo, no hace falta menor capacidad para llegar hasta la nada que para llegar hasta el todo; y es menester tenerla infinita tanto para lo uno como para lo otro, y me parece que quien hubiera comprendido los últimos principios de las cosas podría llegar también a conocer hasta el infinito. Lo uno depende de lo otro, y lo uno conduce a lo otro. Estos extremos se tocan y se reúnen a fuerza de estar alejados, y se encuentran en Dios y solamente en Dios.

Reconozcamos, pues, nuestro alcance; somos algo y no somos todo; lo que tenemos de ser nos arrebata el conocimiento de los primeros principios que nacen de la nada; y lo poco que tenemos de ser nos oculta la visión del infinito.

Nuestra inteligencia posee, en el orden de las cosas inteligibles, el mismo rango que nuestro cuerpo en la extensión de la naturaleza.

Limitados en todos los sentidos, este estado que ocupa el medio entre los dos extremos se encuentra en todas nuestras potencias. Nuestros sentidos no se dan cuenta de nada extremo: demasiado ruido, ensordece; demasiada luz, ofusca; demasiada distancia y demasiada proximidad, impiden la visión; demasiada longitud y demasiada brevedad en el discurso, lo oscurecen; demasiada verdad, nos pasma (conozco quienes no pueden entender que si se resta de cero cuatro, queda cero); los primeros principios tienen para nosotros demasiada evidencia, demasiado placer incómodo; demasiadas consonancias son desagradables en música; y demasiados beneficios irritan(…) No sentimos ni el calor extremo ni el frío extremo. Las cualidades excesivas nos son enemigas y no sensibles; no las sentimos ya, las padecemos. Demasiada juventud y demasiada vejez privan de espíritu, las cosas extremas son para nosotros como si no fueran, y nosotros tampoco somos respecto de ellas: nos escapan, o nosotros a ellas.

He aquí nuestro verdadero estado; es lo que nos hace incapaces de saber ciertamente y de ignorar absolutamente. Bogamos en un vasto medio, siempre inciertos y flotantes, empujados de un extremo a otro. Si damos con un término a que pensamos vincularnos y en que pensamos afianzarnos, titubea y nos abandona; y si lo seguimos, se nos escapa de las manos, se desliza y nos huye con una fuga eterna. Nada se detiene por nosotros. Es el estado que nos es natural, y, sin embargo, el más contrario a nuestra inclinación; ardemos en deseos de encontrar una sede firme y una última base constante para edificar sobre ella una torre que se alce hasta el infinito, pero todos nuestros cimientos se quiebran y la tierra se abre hasta los abismos.

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