De piratas y faraones
Por MIGUEL ÁNGEL MONTANARO. Los que conocemos la mar sabemos que ésta, tarde o temprano, acaba regurgitando a tierra lo que le es ajeno.
Esta sentencia se ha cumplido hace breves fechas con la repatriación a España del tesoro del navío Nuestra Señora de las Mercedes.
La fabulosa carga de monedas de oro y plata que transportaba la fragata, además de otros objetos, ya está siendo tratada para su exposición en el ARQVA, que es el Museo Nacional de Arqueología Subacuática con sede en la trimilenaria ciudad de Cartagena.
Con la vuelta de <el tesoro de la Mercedes>, hemos recuperado una porción inestimable de nuestra cultura; porque la cultura no es solo la manifestación artística que encierran la literatura y las artes plásticas y escénicas, sino también, la herencia material y la simbólica, formada por bienes tangibles e intangibles de una nación.
La disputa legal para recuperar este incalculable patrimonio ha sido ardua.
“A los juicios vayas y los ganes”, dice el refrán.
En esta ocasión se ganó. Pero de haberse perdido el pleito con los cazatesoros de la empresa norteamericana Odyssey, que era la que pretendía levantarnos el oro, se podría haber sentado un fatídico precedente que autorizase el expolio sistemático de la inmensa riqueza patrimonial española que permanece sumergida bajo las aguas.
Al margen del capital cultural y poniendo el acento en el plano económico -aunque los caballeros nunca hablemos de dinero-, los que saben, calculan que solo en el litoral español, y sin contar las costas americanas, España atesora miles de millones de euros en los fondos marinos.
Al fin, las autoridades se han puesto manos a la obra y han diseñado planes para, en coordinación con la Armada, localizar, puntear y proteger los cientos de pecios hundidos de todas las épocas que de acuerdo al Derecho Internacional nos pertenecen.
De hecho, hace apenas dos semanas, un patrullero de la Marina, apresaba a una embarcación pirata -es lo mismo robar en la superficie de la mar que bajo ella-, que realizaba <prospecciones> en el Mar de Alborán.
El barco en cuestión, resultó ser uno más de esa flota canalla que a su rapiña le aplica el eufemismo de <rescate arqueológico> y cuyo rol de embarque no está compuesto por altruistas arqueólogos, sino por delincuentes extranjeros que roban de nuestros mares con la misma naturalidad, como la del que entra en casa ajena a birlar lo que le viene en gana y además, se toma una cervecita del frigorífico.
Pero estos malnacidos son algo peor aún si cabe que unos simples piratas.
Son perros de la mar que hunden sus hocicos entre los huesos de nuestros muertos. No olvidemos que todos esos navíos hundidos, arrastraron en su remolino mortal a los marinos y soldados embarcados y en muchos casos, a mujeres y niños que ocasionalmente formaban parte de los pasajes.
Sería de justicia por lo tanto, que a estos depredadores, además de juzgárseles por expolio de patrimonio arqueológico, se les juzgara también por profanación de cadáveres, ya que buscan su botín en los panteones submarinos de nuestros antepasados.
Y como estas hienas no respetan ni los sepulcros, no podemos permitir que consumen más pronto que tarde el robo del siglo.
Les hablo del sarcófago del faraón Menkaura (Micerinos, en su traducción helenizada) y que reposa cerca de la bocana del puerto de Cartagena.
Les cuento la fascinante historia del sarcófago del faraón Micerinos.
Este faraón, que fue el sexto rey de la IV Dinastía del Antiguo Imperio egipcio (unos 2500 años a C.) erigió su pirámide, de Gizah, junto a las de su padre y su abuelo, Kefrén y Kéops.
Miles de años después, concretamente en 1837, el inglés Howard Vyse, dinamitó la entrada de la pirámide de Micerinos -un método muy científico-, y halló en su interior el sarcófago vacío del faraón.
El monumento ya había sido profanado por otros saqueadores que se le adelantaron en el tiempo.
Porque lo que hacía este flemático coronel -hablemos claro-, al igual que hicieron otros hijos de la Gran Bretaña, era saquear las riquezas arqueológicas de otro país, en este caso, Egipto.
El caso es que el botín, formado por el sarcófago de basalto de Micerinos y otras muchas piezas (se habla de más de doscientas cajas de antigüedades y esta información es verosímil, ya que la compañía Lloyd´s aseguró una carga de 224 toneladas) fue embarcado a bordo de la goleta Beatrice en Alejandría, con destino al Museo Británico de Londres.
La Beatrice, un pailebote de dos palos, tras hacer escala en Malta y con derrota en demanda del estrecho de Gibraltar, se vio sorprendida por un temporal frente al puerto de Cartagena, donde se hundió el 10 de octubre de 1838, tan cerca de la costa, que su tripulación pudo alcanzarla a nado.
Varias han sido las tentativas para dar con los restos del naufragio pero no les aburriré con más datos.
Si debemos recordar, que el mismísimo Zahi Hawass, en su cargo como Secretario General del Consejo de Antigüedades de Egipto, lleva años empeñado en rescatar el sarcófago de Micerinos, al que no duda en ubicar frente a las costas de Cartagena.
Este hombre, hábil e ingenioso, ha explicado en más de una ocasión, que su institución trata de recabar los fondos necesarios para el rescate del sarcófago, involucrando al canal televisivo National Geographic; y pretende además, poner al frente de la misión a Robert Ballard, el hombre que descubriera los restos del Titanic.
Pero yo sé, que el que más sabe de este apasionante caso, es el insigne arqueólogo español Iván Negueruela, que fue director del ARQVA y que ya realizó una campaña de navegaciones en busca de la Beatrice.
Así que, como he navegado esa costa durante años -la conozco como la palma de mi mano-, y todavía tengo en vigor mi título de la Marina Mercante, camelaré a Iván a través de amigos comunes para que se embarque en una nueva singladura que encuentre el sarcófago; o le hipnotizaré, o le chantajearé, o le extorsionaré, o le secuestraré y llegado el caso, si fuera necesario, baldearé la cubierta y le serviré el vermú a la hora de la meridiana, pero yo tengo que ser el cronista de la expedición que cubra el hallazgo del sarcófago de Micerinos.
Y espero relatarles la aventura, algún día, en estas páginas.