Comer puede matar. Alimentación, dependencia y explotación en el medio rural
Por Layla Martínez
Todo lo que comemos procede del campo. Las ciudades, que concentran la mayor parte de la población, extraen del medio rural todos los alimentos que consumen, además de la energía y las materias primas. Sin embargo, ello no implica una relación igualitaria. El campo es la periferia, lo residual, aquello que no puede ser convertido en ciudad. El lugar donde no interesa ubicar un centro comercial.
El campo como colonia
La relación que mantiene la ciudad con el campo es una relación de dominación, similar en muchos sentidos a la que tenía la metrópolis con las colonias. A cambio de alimentos, materias primas y mano de obra barata, el campo solo recibe explotación y dominación por parte de la ciudad. Esta explotación se encubre, además, bajo una idea de progreso que pasa necesariamente porque el medio rural abandone sus rasgos culturales propios y se convierta en una periferia de la ciudad. Cuanto más similar es a la ciudad, más moderno se le considera, menos atrasado. El campo pasa a ser, simplemente, lo que queda a más de diez kilómetros de un centro comercial.
Pero las similitudes entre la relación ciudad-campo y metrópoli-colonia no se encuentran únicamente en la explotación económica y en una suerte de imperialismo cultural basado en la idea de progreso, sino también en la visión del campo que se tiene desde la ciudad. Esta forma de entender el campo se basa fundamentalmente en dos perspectivas: el campo como lugar de atraso y el campo como lugar de descanso. La primera visión –que tendría su arquetipo en la abuela de la fabada de Litoral, la vieja del visillo de José Mota o el personaje de Marcial de «Muchachada nui»-, vincula el campo con lo atrasado y lo primitivo, con aquello que debe dejarse atrás. Los habitantes de este territorio son vistos como personas incultas, embrutecidas y míseras, que dedican su tiempo a trabajos desagradables y que carecen de toda inquietud cultural. Desde esta visión, el campo es un residuo cuya existencia solo es producto del atraso que todavía existe en las sociedades modernas. El sueño de los que ostentan esta perspectiva son las escaleras mecánicas al aire libre de Baqueira Beret, las urbanizaciones infinitas de Seseña. El campo debe ser exterminado.
Desde la perspectiva del campo como lugar de descanso, el medio rural es el espacio de la calma y la tranquilidad. Para esta visión –que tendría como arquetipo la idealización de los pueblos en series como «Las chicas Gilmore» o «Doctor en Alaska»-, el medio rural es lo puro, lo auténtico, lo no contaminado. Los habitantes de este territorio son vistos como personas íntegras, sanas y trabajadoras, libres del estrés y las preocupaciones de la ciudad y depositarios de valores y tradiciones que deben mantenerse. Para esta perspectiva, el campo es un lugar que debe conservarse, pero que debe conservarse dentro de una bolsa de plástico y envasado al vacío. Porque no les pertenece a sus habitantes, sino a los habitantes de las ciudades que necesitan descanso. Los primeros solo tienen valor en tanto que cuelguen los viejos arados en las paredes para que el visitante necesitado de autenticidad pueda maravillarse con las “costumbres rurales”. El sueño de esta visión son los museos etnográficos, los parques nacionales con parking para dejar el coche, acceso para minusválidos y rutas perfectamente definidas. El campo debe ser convertido en una sucesión infinita de casas rurales.
Estas dos visiones parecen enfrentadas, pero en realidad parten de una misma forma de entender el campo en la que éste es un lugar al servicio de la ciudad. Como sucede en la relación colonial, las ciudades también ven al campo como un lugar de atraso o de exotismo, pero nunca como un lugar autónomo, con sus propios rasgos culturales y cuyos habitantes son los que deben decidir sobre el territorio que habitan.
Comer puede matar
Esta forma de ver el campo como un lugar dependiente hace que los problemas que enfrenta el medio rural no estén nunca entre las preocupaciones de los habitantes de la ciudad, incluso a pesar de que esos problemas están relacionados con su propia alimentación. Como denuncia “Comer puede matar”, el campo se encuentra actualmente en una situación crítica. Aunque Saporta no analiza las relaciones de dominación ciudad-campo, sí denuncia lo que, desde mi punto de vista, es consecuencia directa de ellas, que se expresa en datos como el elevado índice de suicidios en el medio rural o el abultado endeudamiento de las explotaciones agrarias. Presionados por las grandes multinacionales del sector, los agricultores y ganaderos se ven obligados a abandonar los usos tradicionales del campo y a recurrir a prácticas que aseguren un mínimo margen de beneficio, lo que en definitiva se traduce por una explotación cada vez más intensa de los animales y la tierra. Si quieren sobrevivir, cada temporada deben producir más y más barato que el año anterior, lo que implica cada vez más el uso de hormonas, pesticidas y abonos químicos, especies modificadas genéticamente y piensos de peor calidad. El resultado de todo ello es una enorme concentración de poder en manos de las grandes multinacionales del sector, como Monsanto o Sygenta, que proveen a los agricultores de todos estos productos sin los cuales es casi imposible sobrevivir. Con la complicidad de las autoridades políticas que regulan en beneficio de las grandes corporaciones y ponen cada vez más trabas a las explotaciones pequeñas y tradicionales, estas empresas colocan la soga alrededor del cuello del agricultor y la aprietan un poco más cada año.
Pero además, el resultado es también un alarmante deterioro de los alimentos que consumimos, llenos de hormonas, pesticidas, antibióticos y genes de otras especies. Como demuestra “Comer puede matar” mediante datos de una investigación de más de dos años, todo ello vinculado al aumento de las tasas de enfermedades como el cáncer, la diabetes, las alergias, el colesterol y la obesidad.
Sin embargo, a pesar de su gravedad, la mayoría de los habitantes de la ciudad desconocen esta situación. Atrapados en una visión despectiva o romántica del medio rural, se ven incapaces de reconocer las luchas en las que están inmersos los habitantes del campo. Puede que sus acciones no salgan en los telediarios, pero cada vez que alguien planta un huerto con semillas autóctonas, deja que sus animales pasten o decide no hormonarlos, está luchando contra las grandes corporaciones, contra los poderes económicos que no dudan en envenenarnos y hacernos enfermar para incrementar su tasa de beneficio. De ahí la importancia de libros como “Comer puede matar”, que denuncian lo que está sucediendo en el sector agrario y ayudan a romper el silencio sobre las prácticas de las multinacionales. Solo cuando todos nos impliquemos en esos problemas y reconozcamos el valor de los que luchan cada día por evitar que nos roben la soberanía alimentaria y nos hagan enfermar, la situación podrá cambiar, y eso debe ser lo antes posible. Al fin y cabo, están jugando con nuestra salud y nuestra comida.