Orgullo
Por FERNANDO J. LÓPEZ. Hace como que no lo ve. Y si lo ve, finge que no le importa.
No es la primera vez que se encuentra con la palabra «gay» grafiteada en su mesa. O en su estuche. O hasta en su mochila. A veces piensa que prefiere eso -total, se tacha enseguida- a tener que oír un «marica» por el pasillo. O por el parque que hay justo delante de su casa y donde sabe a qué horas suelen estar los que disfrutan con gritos como ese.
«No soy gay», le dice a sus amigos. También a sus amigas. «Que piensen lo que quieran». Y de nuevo saca sus dotes interpretativas -porque a pesar de que son solo quince, ya ha tenido tiempo para ensayarlas- y se afana por demostrar que no le afecta lo más mínimo lo que digan de él. «Son gilipollas», se consuela, «niñatos sin vida propia, nada más». Y sus amigos asienten. Sus amigas, también.
Lo jodido viene más tarde. Cuando se encierra a estudiar en su cuarto. Cuando siente que no puede más con el personaje que se ha creado y le faltan las fuerzas para seguir exhibiendo su máscara. Entonces es cuando parece que el puto «gay» de su estuche no se borrase nunca, porque no hay tip-pex que pueda con según qué palabras.
Hace poco les dieron una charla contra la homofobia en su instituto. Reunieron a todos los de 4º de la ESO en el salón de actos y les soltaron un discurso que, por lo menos a él, no le sirvió de mucho. Quizá porque era a última hora, o porque los graciosos de siempre se pasaron la hora haciendo coñas, o porque él ya sabe que vive en un mundo tolerante, y sensible, y jodidamente moderno donde a nadie le importa con quién te enrollas.
En ese mundo tan guay no encajan, sin embargo, sus ganas de cruzarse en el vestuario del gimnasio con el chico nuevo de la segunda fila. Un tío moreno, algo más alto que él, de ojos oscuros y mirada enigmática. Viene de otro centro y se ha integrado rápido con los de su clase. Se le dan bien las matemáticas y el fútbol, así que no le ha costado demasiado sumar amistades. Coinciden en los desdobles de inglés, donde se han reído haciendo alguno de esos diálogos y rol-plays que les encarga la grillada de su profesora. Han descubierto que a los dos les gustan los Arctic Monkeys, Misfits y las películas de Almodóvar, pero tampoco en inglés le sonaban mejor sus ganas de cogerle las manos, de acercar sus cuerpos, de probar su boca.
Estoy tonto, se dice, y se ríe porque es una idiotez. No es que le dé miedo el «gay» grafiteado en su mesa. Ni el «marica» que gritan los macarras del barrio cuando atraviesa, solo, ese maldito parque. Es más bien que en su mundo no hay identidades como la suya. En su mundo –al menos, en el que le han enseñado- no es normal pensar como él lo hace sobre ese compañero que gana torneos de fútbol con la misma facilidad con la que arrasa en las olimpíadas matemáticas. Pero eso no es ser gay. Eso es estar perdido. Eso es estar hasta los cojones de la adolescencia, y del acné, y de todas esas mariconadas que te pasan cuando tienes quince años. «Mariconadas», repite, y prueba a escribir la palabra en la última hoja de su cuaderno de matemáticas. «Marica». Y la tacha porque le suena mal. Sí, suena fatal. «Marica».
Suena de pena hasta que una noche, un poco antes de terminar el curso, recibe un mensaje en su Tuenti. «Reestrenan una de Almodóvar en el centro. Vienes o qué?» El texto no es un derroche de poesía, pero se lo ha enviado su compañero de los desdobles de inglés. Y él le responde un «Claro» mientras intenta controlarse la erección. La ilusión. La posibilidad.
Abre el cuaderno. Mira su última página. Y con un rotulador idéntico al que alguien usó para grafitear su estuche escribe, justo debajo del tachado «marica», una sola palabra. Una única palabra.
«Orgullo».