Hoy recordamos: Bellisima (1951) de Luchino Visconti
Por Jordi Campeny
Llega el verano, y con él la cartelera marchita. Van avanzando las semanas y cada vez resulta más complicado encontrar un producto cinematográfico que te haga salir vibrando de la sala. Es por eso que, llegado este período yermo de propuestas de calidad, la medida más inteligente es echar la vista atrás (cinematográficamente hablando). No es por casualidad que las salas de cine empiecen a proyectar ciclos de cine clásico y retrospectivas de directores que han dejado (o están dejando) una imborrable huella en la historia del celuloide. Propuestas rotundas e imperecederas que en un primer visionado nos comprimieron el corazón o abofetearon la conciencia y que, cada vez que las revisitamos, se nos instala de nuevo aquel nudo en la garganta, aquel zarandeo del estado de ánimo, aquella incómoda e irritante sensación de que, a pesar de los avances técnicos y de las grandísimas obras que nos ha ofrecido la contemporaneidad, mucho del cine que se hace ahora no es sólo –obviamente- hijo y consecuencia del que se hizo entonces sino, en muchos casos, un pálido sucedáneo.
Apetece escribir sobre el gran cine en verano. Y hacer balance de las novedades que has visto el último año. Ves que muchas propuestas que has conocido estos últimos meses se han difuminado y perdido en la niebla del olvido, pero que te quedan algunas que no se te han escapado por entre los dedos; que se han quedado contigo, presupones que para siempre. Unas pocas; suficientes. Y las colocas al lado de tantas otras, de años atrás, de muchísimo antes de que nacieras. Las contemplas todas juntas. Tus películas; que dicen tanto de ti. Tu cine te revela. Contemplas la última incorporación a la filmografía de tus 32 años; la obra maestra de Michael Haneke (Amour, 2012). Te muerdes el labio inferior al evocarla; volverás pronto a ella. Y luego haces un salto aleatorio al pasado, 61 años exactamente, y caes en la maravillosa e imprescindible Bellissima, de Luchino Visconti.
Volver a Bellissima es volver a uno de los más grandes directores europeos de la historia del cine; sólo dos o tres de sus películas ya justificarían la huella que ha dejado y el embeleso colectivo en las generaciones posteriores (Muerte en Venecia, 1971; El gatopardo, 1963; Rocco y sus hermanos, 1960).
Volver a Bellissima es recordar el neorrealismo italiano (aunque un tanto tardío), corriente que sedujo al mundo porque lo desgajó de las disparatadas fantasías hollywoodienses y lo golpeó con la llaga sangrante de sus deseos imposibles, con sus soledades y sinsabores. Un mundo en blanco y negro con atisbos de diáfana luminosidad que captivó entonces y lo sigue haciendo ahora. Cine costumbrista, comprometido, abigarrado, repleto de realidades sórdidas, identificables, dramáticas y cómicas. La vida de uno; la vida de todos en estas historias italianas que nos ofrecieron reyes indiscutibles como Visconti, Federico Fellini, Roberto Rossellini, Vittorio De Sica, entre otros.
Volver a Bellissima es volver a esta historia de una madre coraje que desea para su hija la vida que ella no pudo tener. Embaucada e hipnotizada por el cine que viene de América, ésta desea que su hija pueda llegar a ser una estrella, brillar con luz propia, no tener que embarrarse toda su vida en los lodos de la realidad italiana de posguerra. No escatima esfuerzos para conseguir que su hija realice una prueba para el cine y logre despuntar. Soñar los sueños a través de los hijos, ¿les suena? El contexto de esta historia es la Italia de entonces, decadente pero viva. Son el marido, los vecinos como prolongación de la familia, los niños campando a sus anchas, el griterío de barrio, los patios interiores, la infatigable testarudez, la vida que pedía a gritos ser más digna de su nombre. Y, por encima de todo, la historia son sus mujeres. Es la mamma, y es su hija. Y son todas las madres y mujeres romanas, indestructible puntal de la sociedad de aquellos años.
Y, por encima de todo, volver a Bellissima es volver a Anna Magnani, una actriz de raza, un portento de la naturaleza. Irrepetible e irreemplazable. Carnal, férrea, maternal, desafiante. Está inmensa en muchas películas, las más emblemáticas, además de la que nos ocupa, son Roma città aperta (Roberto Rossellini, 1945) y Mamma Roma (Pier Paolo Pasolini, 1962). En Bellissima interpreta a Maddalena Cecconi, una madre que es todas las madres. Es arrojo y fuego en los ojos, es una fiera que acaba con las garras desgastadas, es combate y puro anhelo de libertad. Sólo por ver a la Magnani ya merece la pena esta película. Federico Fellini escribió: “Ella es mucho más que una actriz; ella es Roma”.
Por estos y otros motivos es recomendable no perderse y revisitar a menudo esta joya del cine italiano; una cinta magnífica impregnada de conciencia social y al mismo tiempo profundamente estilizada. Una película que hace honor a su título; sabia, con moraleja, sencilla, envolvente y emocionante.
No es baladí que, precisamente, en su película Volver (2006), claro homenaje al universo de las mujeres y las madres, el director Pedro Almodóvar incluyera fotogramas de Bellissima. Hacia el final del film, el personaje de Carmen Maura ve por televisión la película; y a través de sus imágenes encuentra algo de paz y sosiego, mientras a su alrededor se cierne el pegajoso y asfixiante fantasma de la muerte.
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