Nuestro hombre
Por MIGUEL BARRERO. Lo peor no es que el desmoronamiento del bienestar común nos devuelva a épocas que los de mi quinta sólo conocíamos por las novelas de Delibes y las pelis de Bardem (Juan Antonio, no el de ahora). Uno lo piensa fríamente y concluye que podría aguantar la hambruna, los sabañones, el racionamiento de la luz y el agua y hasta que sus hijos cursasen en el colegio Formación del Espíritu Nacional; pero cree que no podría sobrellevar todo eso si, además, tuviera que ver día sí y día también en la televisión (si es que aún quedan televisiones en las casas) la jeta de Aznar explicándole que nada ocurre por casualidad y que todas nuestras privaciones y sinsabores terminarán redundando en beneficio de la humanidad entera. En España, la palabra renovación siempre ha sido sinónimo de retrotraimiento. Fieles al adagio manriqueño, tendemos a revitalizar las cosas presuntamente buenas que tuvo el pasado para no tener que preocuparnos de inventar el futuro. Inauguramos una democracia poniéndola en manos de un presidente falangista, y la ahora frustrada renovación de TVE no era más que una resintonización de la vieja UHF de la época de la movida. Hasta el Real Madrid quiso reeditar su esplendor de antaño fichando a un portugués que ya había sido traductor en el Barça durante la década de los noventa. Cuando iba a 8º de EGB -que es la edad a la que los niños empiezan a hablar de política tal y como hacen los mayores: como si se tratara de un partido de fútbol y no de un debate entre ideas opuestas-, tuve una amiga que era una aznarista furiosa y convencida, y que traía a clase globos con el logotipo del PP que, muy disciplinariamente, dejaba repartidos por los pupitres para que inflaran nuestro ardor patriótico en épocas preelectorales. Una vez, todavía cuando Felipe, le pregunté el porqué de su devoción por Josemari y me respondió como si me estuviera revelando un dogma: “Es el hombre que necesitamos”. No logró convencerme y supe que nunca me casaría con ella, pero aquella tía empezó a caerme bien, porque para lanzar un dictamen así en pleno corazón de la cuenca minera, y entre zagales hiperhormonados, hay que tener los ovarios más grandes que la catedral de Santiago.
Yo veo ahora a Aznar en la tele y dudo mucho que sea nuestro hombre, porque cada vez le encuentro más parecido con Chuck Norris y no sé si están los tiempos para poner en la Moncloa a un tipo con aspecto de ir a darte una hostia en cuanto te descuides, pero quizá mis contemporáneos piensen que, precisamente, lo que hace falta ahora es un madelman que contenga nuestros caprichos a la vez que pone las cosas claras a los bancos, la Unión Europea, Merkel y todo el que se le aparezca por delante. Al fin y al cabo, si los gallegos olvidaron en mayo de 2003 que sólo unos meses antes les habían llenado de basura las playas coruñesas, no veo por qué el resto de inquilinos peninsulares no podemos hacer la vista gorda, dadivosos como somos, con aquella estrepitosa concatenación de hipérboles sociopolíticas que adornaron el cuatrienio del ladrillo y que tuvieron su máxima expresión en el bodorrio de la hija del sheriff, ese evento singular que nos ofreció la posibilidad de asistir en vivo y en directo al rodaje de una secuencia de Berlanga. España, una y grande, iba bien, pero no sé si esto de fichar a viejas glorias para darles la oportunidad de jugar sus últimos minutos sobre un césped que sus piernas ya no reconocen es una buena maniobra. Aquí, en Asturias, hace muy poco, unos cuantos paisanos míos llegaron a la conclusión de que lo mejor para respirar aire fresco después de doce años con el mismo presidente era rescatar de la prejubilación a Álvarez-Cascos y llenar las urnas de papeletas con su nombre. Y así nos fue.