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29 cadáveres

 

Por Juan Gómez Bárcena

 

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29 cadáveres, Pepe Cervera.

Editorial Menoscuarto, 2013. 135 páginas.

En las últimas décadas, el mundo de los asesinos en serie se ha convertido en un frecuentado tópico literario y cinematográfico. Algunas veces la ficción se inspira en crímenes reales, como haría Truman Capote con su retrato de la tragedia de Holcomb en A sangre fría o Alfred Hitchcock con el asesino Ed Gein como clave de Psicosis. Otras veces de lo que se trata es de inventar criminales excepcionales –Hannibal Lecter en El silencio de los corderos de Thomas Harris; John Doe en Seven de David Fincher- para más tarde recrearse en los claroscuros de sus trastornos o en las complejas investigaciones policiales que se ponen en marcha para detenerlos. En algunos casos más recientes, incluso se ha tratado de dotar de una cierta épica al personaje del asesino, como en la serie televisiva Dexter.

Pepe Cervera (Alfafar, Valencia, 1965) se acaba de sumar a esta larga tradición de obras inspiradas en crímenes reales. Su libro de relatos 29 cadáveres (Editorial Menoscuarto, 2013) asume el difícil reto de revisitar al asesino en serie como personaje literario sin caer en el tópico o en la epigonía. Y en mi opinión el desafío es ampliamente superado, sobre todo gracias al hallazgo de una mirada original que constituye sin duda el gran acierto del libro. Sus relatos no buscan comprender al criminal en el sentido psicológico del término: en ellos nunca encontramos explicaciones postreras, y rara vez nombres de trastornos o traumas. Tampoco adquiere una gran relevancia la investigación policial en sí, que casi siempre tiene lugar fuera de foco. Lo que Cervera nos ofrece es una propuesta mucho más simple y al mismo tiempo aterradora: asistir a los crímenes suspendiendo todo juicio moral, toda reflexión, todo sentimiento. Se nos invita a adentrarnos en la mente del psicópata, sí, pero lo haremos desde una perspectiva aséptica y exenta de toda empatía, como lo es la propia mirada con la que el asesino observa a sus víctimas. Un personaje en el que por otra parte no podemos encontrar ningún rastro de heroísmo: sólo el estremecedor abismo de la locura en el cual, como el niño asfixiado en el relato “Noah Yates ya sabe contar más de 100”, nos sumergimos hasta ahogarnos. En sus mejores momentos, los relatos logran evocar a Roberto Bolaño y su extenuante recorrido por los crímenes de Santa Teresa–Ciudad Juárez en 2666.

Todos los asesinatos narrados en los ocho cuentos del libro son reales, algunos más célebres que otros, y es posible que incluso lectores poco aficionados a las páginas de sucesos encuentren en sus páginas algunos viejos conocidos. Entre ellos, destacan el ya mencionado Ed Gein –el desollador que inspiraría el personaje de Norman Bates en Psicosis y el de “Cara de cuero” en La matanza de Texas-, John Venables y Robert Thompson –los niños británicos que raptaron y asesinaron a un bebé de dos años en una vía de ferrocarril- o John Wayne Gacy, el hombre que asesinó y enterró en su jardín a treinta y tres muchachos. Sin embargo, Cervera no se limita a emprender una crónica periodística de estos asesinatos, sino que introduce elementos de ficción y en ocasiones incluso trata de recrear los últimos pensamientos de las víctimas, como en el relato “Los últimos cinco minutos del último día en la vida de Rosalyn Marshall”.

El otro gran acierto del libro reside en el innegable talento de su autor para generar atmósferas enrarecidas y siniestras. Pepe Cervera describe minuciosa, casi obsesivamente, los atuendos de los personajes y los escenarios donde se mueven, logrando imágenes muy vívidas y perturbadoras. Especialmente perverso es el relato “Un decorado perfecto para el verdadero Norman Bates”, donde se nos arrastra a un moroso recorrido por la vivienda de Ed Gein, llena de mobiliario y artilugios fabricados con restos de cadáveres como materia prima. Cervera consigue hacer más repulsivo si cabe este espectáculo con una prosa que recurre con maestría a los cinco sentidos, y que sabe traer hasta nosotros la fetidez de los olores y el tacto áspero de las lámparas fabricadas con piel humana.

Probablemente el relato que más me ha gustado –aunque no sé si la palabra “gustar” es aplicable en este caso sin evidentes matizaciones- es “Historia de un vampiro”, donde se nos narra la rara obsesión por la sangre de Trenton Chase desde que es un niño y deja exangüe a su gato hasta que con veintisiete años comete su primer crimen. Otros momentos destacables del libro son los últimos pensamientos de Noah Yates antes de ser ahogado en la bañera por su madre –contar hasta cien, tal y como acaban de enseñarle en la escuela- y el relato “Al fin un mundo mejor”, donde se nos cuenta el primer ajusticiamiento con silla eléctrica en 1890 y en su desenlace no tenemos muy claro quién es el verdadero asesino, si el electrocutado en la silla o Albert Southwick, el ingenioso experto que la inventó.

“¡Somos afortunados! Vivimos, a partir de este día, en una civilización mejor” parece que gritó Southwick al accionar por primera vez su invento. Pero como nos demuestran los relatos de Cervera, se equivocaba. 

 

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