Cuando la dignidad no tiene precio
Por VÍCTOR F. CORREAS. Lo que voy a contarles es verídico. Palabrita de niño Jesús. Cosas de esta patria nuestra en la que el sol sale por Antequera y se pone por donde le da la realísima gana, que para eso somos como somos. De esas situaciones que te reconcilian con los demás cuando la dignidad está por encima de todas las cosas.
Les pongo en situación: ocho y media de la mañana. Céntrica cafetería de una localidad de los alrededores de Madrid. Clientela habitual. Cafés solos, desayunos a discreción y una amable camarera que se las ve y se las desea para atender a la concurrencia. Cosas de la crisis. Hasta que aparece él. Él es un tipo de mediana edad, complexión liviana, nariz alargada y ojos pequeños, vivos. Y una cara de mala leche que se atisba a cien kilómetros de distancia. Eso, como poco. El tipo en cuestión se acomoda junto a la barra y la camarera, displicente, sonrisa preciosa –una belleza, bien mirada-, le pide la comanda con un tono de voz que, directamente, derrite. Menos al tipo, que la mira mal encarado y acto seguido se concentra en la lectura de un diario deportivo. Momento que aprovecha para abrir la boca y espetarle a la camarera que quiere un café y un cruasán a la plancha. «Y rapidito, que no tengo todo el día para desayunar».
La camarera toma nota del pedido, y conociendo el percal se afana en atender lo antes posible al susodicho, que parece muy imbuido en su lectura. La cafetería, para su desgracia, en ese intervalo de tiempo, presenta mucha más clientela y se las ve y las desea para atenderla. Un café por aquí, una tostada con mantequilla y mermelada por allá, su vuelta, por favor. Etcétera. Hasta que el tipo, que ha levantado la vista del periódico para mirar su reloj, suelta a bocajarro una de esas lindezas que aún se estilan en ciertas bocas. Su «¿me vas a atender de una puta vez o es que sólo sirves para follar?» resuena como un trallazo ante la sorpresa de los nos encontramos cerca de él.
El murmullo que sobrevolaba la cafetería desaparece, quedando un silencio agónico, pétreo. Ella lo observa desde la cafetera, mano izquierda en una palanca; blanca como el delantal que adorna su estilizada silueta. Hasta que, pasado el susto inicial, se recompone, y con el café en la mano y el plato con el cruasán se aproxima al tipo. Alrededor de la escena –servidor incluido- algunos contienen la respiración; ni la cara de él ni la de ella invitan a nada bueno. La camarera deposita la comanda junto al periódico, lo observa con firmeza y esboza una sonrisa antes de pronunciar una de esas frases que dejan un regusto la mar de dulce: «También valgo para eso, y muy bien. Si no, no estaría atendiéndole con esta sonrisa y toda la educación del mundo. La que a usted le falta».
Un aplauso. Luego dos, tres más, y la cafetería es un clamor. La camarera regresa a otro punto de la barra, sin inmutarse lo más mínimo, y toma nota de otra comanda. El tipo, abochornado, deja un billete de cinco euros y se larga sin haber probado bocado de su desayuno. Murmurando vayan a saber qué. Con la cara enrojecida. Buscando, posiblemente esa misma mañana, alguien con quien pagar su frustración. Su manera de vivir.