La verdad tras la poesía
Por Mario S. Arsenal (@Mario_Colleoni)
La contribución de Zbigniew Herbert (1924-1998) a la cultura es ya ampliamente conocida. También un privilegio para los lectores en lengua castellana que de un tiempo a esta parte estemos asistiendo al reverdecimiento sustancial de todo su legado vertido al español. Es una realidad. Ya desde que Vincent Berenguer vino a abrir la puerta de su obra en catalán, corríjanme si me equivoco pero fue el único en editar en vida del autor si no recuerdo mal, las réplicas en lengua castellana no han sido muy numerosas pero pueden condensar perfectamente la obra del autor polaco lejos de otras que, siendo generosas en material, no serían capaces de ofrecernos una perspectiva de conjunto.
Culpables de que todo esto haya sido posible son la editorial barcelonesa Acantilado y especialmente Jaume Vallcorba, incansable en este apartado, dando a luz textos realmente imprescindibles. Ellos aprovecharon el 2008, declarado año Herbert, en el que se cumplían diez años de su desaparición, para inaugurar una serie de entregas que recogían la parte más desconocida de nuestro protagonista. Primero, como digo, fue Naturaleza muerta con brida (2008); después Un bárbaro en el jardín (2010); y ahora llega El laberinto junto al mar (2013), un libro que recoge la experiencia del poeta tras su paso por Grecia. Asimismo Lumen recogió recientemente en un bello y accesible volumen su Poesía completa (2012).
En este último libro de viajes que presentamos la cuestión no sólo queda ahí, sino que Herbert busca incansable los cimientos de la antigua civilización griega, desesperado en su interior por hallar huellas y más huellas de su cultura. Para ello recorre las islas también, siendo especialmente hermoso el pasaje que dedica a Creta, en el que vemos la personalidad del autor como si de un vaso de agua se tratara. Acompañados de su pluma podemos descansar entre las salas del Museo Arqueológico de Heraclión, museo que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y reabrió sus puertas apenas diez años después de la llegada de Herbert a la isla. Contemplamos así sus colecciones compuestas de todo tipo de piezas diversas distribuidas en veinte espacios, la mayoría fruto de la labor de Arthur Evans a finales del XIX, cuando se ideó precisamente la construcción del museo. Asimismo en 1964 se añadió una nueva sala que Herbert tuvo oportunidad de visitar dada, entre otras cosas, la fecha en la que viajó, que así consta, entre octubre y noviembre. Allí se maravilló y se desencantó, he aquí la magnificencia de su carácter, la integridad del amante frente al misterio del mundo. Es éste punto en el que podría detenerme ampliamente, pero no es lugar ni momento, mejor sería acudir al libro para que ustedes mismos lo juzgaran. Sencillamente sugestivo, casi sublime.
Ahora bien, queda el conglomerado de ensayos mecanografiados que el autor fue presentando al editor polaco de manera extractada. Sabemos que en 1973 Herbert entregó este texto y su viuda no pudo publicarlo hasta un año después de su muerte, lo que convierte este testigo escriturario en un documento excepcional. Hay un capítulo entero dedicado a la Acrópolis, otro en el que nuestro poeta desarrolla ese don que le dieron las estrellas de describir paisajes, este caso el griego, y dos finales en los que centra su atención en los etruscos y la historia de Roma. Lejos de calificarlo frívolamente como historiador frustrado, Herbert, con la asistencia de apenas tres libros y tres fuentes primarias desgaja magistralmente el último período de la historia imperial de Roma, llegando incluso a conclusiones y usando la técnica introductoria de la reminiscencia proustiana de una manera pasmosamente sencilla. Dejando a un lado el valor añadido de este insólito experimento historiográfico, el texto resulta ser inédito, ya que sólo fue publicado sumariamente en una revista polaca hace una década, quedando sepultado entre los archivos de su viuda.
Y queda un capítulo que bien podría glosar –la palabra epítome está muy de moda– toda la razón de ser de este poeta único. Y digo único porque de verdad lo es. Basta con analizar un poco la obra de sus colegas de generación, Szymborska, Milosz, o Rósewicz para darse cuenta que, dentro de la genialidad que en todos se respira, el verbo de Herbert se alza personal, vigoroso, auténtico, sin huir incluso de cursiladas cuando es vencido por el sentimentalismo (pocas veces) o rotundo como una estatua de mármol de Carrara que se expresa en toda su corporeidad. El epígrafe se titula La almita y en él podemos ver cómo nuestro autor se desnuda frente a sí mismo; en pocas ocasiones, por no decir ninguna, he visto cómo en apenas diez páginas un hombre es capaz de abandonarse a un ejercicio de sinceridad y emoción tales. El breve ensayo se canaliza a través de un dilema freudiano que sirve al poeta llegar más lejos, sobrevivir la materia y alumbrar la fe. Una fe que, lejos de mover montañas, quiere comprender el arte de su mundo, los enigmas de los valores humanos y aborrece, llegado el punto, todo acto de cobardía vacía, esto es: “a los bisoños de la historia, a los utopistas de medio pelo, los incendiarios de museos o los liquidadores del pasado”. Esa fe recala en la relación entre las grandes obras y el espectador, de la asociación de compromiso que se adquiere al intentar conocer la verdad de los misterios, un canto al sentido común –advertimos puede herir conciencias contemporáneas– que sólo un brillante mecanismo mental como el suyo podría extraer de la vida. Eso sí, se advierte en él (en toda su obra, ya no sólo en la ensayística) una tendencia natural a interpretar las manifestaciones artísticas como un acto sagrado, casi religioso, enfocado desde el anhelo de conocimiento. Eso quizás lo relegó a los escondrijos de la literatura mundial, pero nombrar a Zbigniew Herbert es hablar de alguien capaz de hacer literatura exprimiendo piedras en el camino, es hablar de una cultura de primera línea que el tiempo ha reservado únicamente a los buscadores de tesoros.
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“El laberinto junto al mar”
Zbigniew Herbert
Acantilado, 2013
288 pp. , 22 €