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Little Children, una bofetada de cine en todo el alma

littlechildrenPor MIGUEL ABOLLADO. Un fin de semana cargado de emociones necesita siempre un domingo de reflexión. La resaca voraz me recuerda los excesos, pero también me permite recopilar y sopesar con calma todas y cada una de las sensaciones vividas. Presentaciones literarias nocturnas en las que descubres personas realmente interesantes, así como famosos que intentan escapar de la vorágine grupie; conversaciones con mis lectores en la Feria del Libro que me produce siempre una sensación indescriptible; tapas y risas después con amigas que siempre te acompañan cuando más lo necesitas; siestas en el Retiro acompañadas de litronas recalentadas y conversaciones sinceras; noche de reunión de antiguos compañeros de colegio que a pesar de haber pasado más de veinte años parece que siempre han estado ahí; y finalmente, paseos matutinos solitarios por un Madrid rebosante de vida. Ya por la noche, me tiro en el sofá y me pongo una peli, emulando la obsesiva afición de Alberto, el protagonista de mi última novela, aunque en esta ocasión sin gatos merodeando ni polacas en la memoria.

Little Children (Traducida como Juegos Secretos por algún espabilado), es una pasada de película. Ojo, no apta para todos los públicos. Y, ojo, es de las poquitas películas que hay que ver entera para comprender el verdadero significado.

Os pongo en situación.
Un matrimonio que no funciona. Otro que tampoco. Muchos más que lo hacen pero sólo aparentemente. Un supuesto pedófilo que vuelve al barrio después de una condena leve por ciertos comportamientos indecentes. Una madre que dice todo con cada mirada, con cada palabra, con cada exceso. Y niños. Muchos niños. Porque la película, como su nombre original indica, en realidad va de niños. Todos los protagonistas -el padre que intercambia el rol habitual y se dedica a cuidar a su hijo mientras la madre trabaja, las madres cotillas y encorsetas de parque matinal, de moral aparententemente intachable pero podridas por dentro, la otra madre infeliz que se cree Madame Bovary, que aborrece todo eso pero que participa de ello-, todas sus carencias, sus penas, sus desarraigos, sus -digámoslo claro, al referirnos al pedófilo- obsesiones más indecentes y deleznables, giran en torno a los niños.

Como sé que no suena nada atractivo, os lo voy a decir ya: no lo es. No si lo que queréis es ver lo de siempre; no si queréis ver a los típicos triunfadores de película, falsos y nada creíbles; no si queréis ver felicidad, belleza, lealtad, justicia; no si queréis acabar con un buen sabor de boca. Hay varias historias de desamor, y una historia de amor que parece tan clara que induce a pensar que ésta es otra película más de infidelidades irresponsables. Salvo que cuando empezamos a aburrirnos (al menos yo), cuando la culminación -muy evidente- de la historia de amor te indica que la película está agotando sus recursos, entonces es cuando el director te pega la bofetada. Y lo hace, nada menos, que metiéndose en la casa del pedófilo, en la que el espectador asiste a una conversación absolutamente surrealista y genial con la madre, que está intentando buscar pareja a su niño (que tendrá casi cuarenta años) y se pone a describir sus cualidades para poner un anuncio por palabras. Las cualidades de un pedófilo claramente poco atractivo y enfermo, las cualidades de un despojo humano, que la madre extrae con gran sutileza y sencillez. Sabiendo ambos lo que es él. Esa es la primera dosis de alucine. Después vendrán unas cuantas más, pero eso lo tendréis que descubrir vosotros.

Los actores están geniales. Kate Winsley se convierte en un personaje atormentado, infeliz, descuidado e inmoral que recuerda inevitablemente al que después le proporcionaría el Oscar por The Reader. Patrick Wilson es el padre buenorro que tiene locas a todas las madres del barrio, y que en el fondo es más niño que su hijo de tres años, algo que sabe de sobra su mujer, a la que da vida Jennifer Connelly, quizás el personaje más ambiguo y que más sorprende de todos los que aparecen en la película, y cuya belleza -despreciada por su marido, pero sublime para el espectador (al menos para éste)- contrasta con tanta vulgaridad. Jackie Earle como el pedófilo que vuelve al hogar y es rechazado de forma cruel por todo el vecindario, que lo hace tan bien que da verdadero miedo cada vez que parece en pantalla. Y por último Phyllis Somerville, la estupenda actriz que hace de madre del pedófilo. Sólo por la primera escena sería merecedora de un Oscar. Apabulla con su presencia, con su mirada, con su ira, se come la pantalla. Ellos, junto a Noah Emmerich, protagonizan un continuo juego de palabras, de silencios, y sobre todo, de miradas. Porque en una escena, la mirada, y el silencio, muchas veces dicen más que los diálogos estridentes, el bombardeo de imágenes y la música atronadora. Esto es el cine. El silencio, el encuadre, la presencia, una mirada.

 

Mención aparte para el montaje. El director te va llevando por donde quiere, juega contigo, intenta meterte en la rutina de los personajes, te hace creer que va a ser una película más, y cuando te lo estás creyendo, cuando estás cómodo con lo que ves, cuando incluso empiezas a estar un poco aburrido, da el giro, te golpea, y vuelve otra vez a golpearte. Pero lo hace siempre bien. Te golpea cuando te da sexo sin tapujos en el momento adecuado, pero cuando tiene que haber humor, también lo hay; cuando tienes que sentir pena, o amargura, la sientes; cuando crees que está todo controlado, te hace sentir incómodo, y cada vez más. Y de pronto aparece una voz en off que hace las veces de narrador en tercera persona, como si estuvieras leyendo una novela, pero lo hace muy sutilmente, y solo en momentos muy puntuales, como si no fuera suficiente el impacto visual y necesitara ese recurso para meterte de lleno en la mente de los personajes. Una película así, tan llena de pequeños detalles, tan sutil, pero a la vez tan compleja, se hundiría con otro montaje.

Lo dicho. No es fácil de ver. Pero por eso es recomendable. Porque lo que ves no te gusta, porque son personajes bajos, con muchas carencias, algunas veces excesivamente bajos, lo peor que te puedas imaginar (para mí no hay nada más sucio y bajo que ser un pedófilo). Te desasosiega a veces, te deja sin aliento. Pero es lo que tiene que ser, y pasa lo que tiene que pasar, o no, pasa mucho más de lo que imaginas. Por eso el director es lo mejor de esta película. Porque te hace ver a cada uno tal y como es. Te dice que hay gente buena y gente mala, gente compleja y gente vulgar, gente feliz y desgraciada, que lo son porque sí, y también por las circunstancias que han rodeado a su vida. Después ya está cada uno para extraer sus propias conclusiones.

Que la disfrutéis… o no.

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