La Casa del Cónsul
Por MIGUEL ÁNGEL MONTANARO. Las historias están siempre interconectadas.
Viajan a través de los agujeros negros de la memoria, perdiéndose en la caprichosa dimensión del tiempo, para aparecer de nuevo, cuando las creíamos ya olvidadas, en nuestra alocada carrera a ninguna parte. Por supuesto, los relatos más asombrosos no los interpretan personajes de ficción, sino personas como usted y como yo, que solo somos transeúntes ajetreados en esta vida tan real como pasajera.
He comprobado hace poco, el vértigo de ese salto sin red hacia el pasado.
Les cuento. Esta pasada Semana Santa me llamó mi amigacho y compañero de fatigas literarias, Mark Bellido, que estaba de paso en Cartagena y quería verme esa misma noche.
Mark es un autor sevillano de espíritu aventurero que reside en Bruselas y que entre sus trabajos de reportero freelance, va a lanzar su segunda novela.
El caso es que yo había quedado con mi amigo el actor Enrique Escudero, con el que ando hilvanando unos guiones. Enrique es un fijo de la memoria escénica de los españoles. Ha intervenido en decenas de series de televisión y además de mucho teatro, ha hecho una veintena de películas. La última de ellas, a las órdenes de su colega el actor y director Carlos Iglesias y que es la segunda parte de “Un franco, catorce pesetas”.
Espero verla pronto en cartelera.
No podía suspender la cena con Enrique, así que me lo llevé al encuentro con Mark, al que tampoco podía decirle que no, sobre todo, después de sus últimas palabras al teléfono.
-Mira, chaval, si no estás a la hora en punto, haré que lo tuyo parezca un accidente…
Al llegar al sitio fijado, Mark me tenía preparada una encerrona y un guiri rubiales me enchufó un micrófono a bocajarro.
-Este es Michael de Cock. Un actor y escritor de renombre en la cultura flamenca. Estamos haciendo un programa sobre Anibal para Radio 1 de Bélgica. “Tras las huellas de Anibal” se titula, y como tú eres un marisabidillo de la historia de Cartagena y pasábamos por aquí… -hizo los honores Mark-. Y éste, es Mostafa Benkerroum, otro conocido actor belga nacido en Tánger –dijo completando las presentaciones.
Enrique y Mostafa se enzarzaron en una animada charla sobre cine en un fluido spanglish -que aliñaron como buenos actores-, con unas gotas de mímica hilarante y mientras Mark disparaba su cámara, yo cumplí y me dejé entrevistar por Michael, al que le recordé que no olvidase en su reportaje, que fue de Cartagena, desde donde partió Anibal con su expedición que cruzaría los Alpes para cercar Roma.
La interviú fue rápida y le chuleamos un par de horas a la noche. Tiempo más que suficiente para echarnos unos crianzas al coleto y unos abrazos a las espaldas con los que despedirnos sin más etiqueta.
Todo podía haber quedado como un casual encuentro entre amigos de no ser por aquella fotografía…
Verán, hace unos días, navegando en la red me di de bruces con una instantánea capturada por Mostafa en su visita a Cartagena. En ella, se ve una edificación incomprensible. Un armatoste de acero y cristal que atrapa en una de sus esquinas inferiores a los restos remozados de una casa de corte modernista y estilo ecléctico.
La que se conoce en Cartagena como “la Casa del Cónsul”. Una villa señorial de la muralla del Mar situada en su extremo más cercano al Anfiteatro Romano.
Me puse en contacto con Mostafa y le pregunté por qué había fotografiado esa casa, y el hombre, muy diplomático, me dijo que le había parecido un edificio muy curioso.
Yo lo considero un despropósito más de los que se han autorizado en el rico patrimonio modernista de esta milenaria ciudad, pero supongo que si está levantada esa monstruosidad futurista sobre los hombros de esa mansión decimonónica, será porque es legal.
Otra cosa es que se tenga el gusto en los pies.
Quise saber también, si conocía la historia que envuelve a esa antigua casona; Mostafa negó conocer nada de la misma y yo le expliqué lo que se sabe de ella y de las personas que la habitaron.
A principios del siglo XX, cuando Cartagena era una de las principales ciudades españolas y acicalaban su frente marítimo, representaciones consulares y residencias burguesas de extranjeros y nacionales, en esa casa, estuvo radicado el consulado alemán.
La vivienda, rodeada de un huerto de palmeras y adornada en sus fachadas por los miradores que vieron pasar aquellos decenios bordados de un decadente regusto colonial, encierra dos historias enigmáticas.
Una de espionaje. Y otra, la de María Oliva Gutiérrez, que habla de pérdida y soledad.
Coinciden algunos expertos en el tema militar, que ya en la primera gran guerra, aquella casa fue un nido de espías alemanes y que durante la Segunda Guerra Mundial, en esos salones, se urdieron muchos de los planes de la inteligencia alemana para sus operaciones navales en el Mediterráneo.
La cartagenera María Oliva y el entonces cónsul alemán, Enrique Carlos Frike, se conocieron y el inflexible carácter teutónico se rindió ante el irresistible salero mediterráneo. Se casaron, ella pasó a llamarse María Oliva Frike y durante un tiempo fueron felices. Apenas unos años, porque al desatarse la Segunda Guerra Mundial, el hijo de ambos, animado por su padre y haciendo oídos sordos a los ruegos de su madre, se alistó.
Nunca volvió del frente.
Alemania perdió a uno más de sus soldados entre miles y María Oliva, perdió a su único hijo.
Todavía se la recuerda en la ciudad, sentada tras un ventanal del segundo piso y con la mirada ausente posada sobre la mar.
Dicen, que nunca perdonó a su marido.
Dicen también, que hay noches en las que en esa casa se oyen lamentos y a veces, suena un piano. Leyendas urbanas. Lo único seguro, es que hay historias que se entrelazan misteriosamente en las vidas de los que las leen o las escuchan; quizá, porque sus protagonistas, aunque nos hayan abandonado hace tiempo, no permiten que sean olvidadas.