Temblores Silvestres

Por Mauricio López Osorio

 

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En un primer plano hay un campo abierto. Entonces esa inmensa pradera que divisamos a lo lejos empieza a poblarse de árboles. Las casas no dilatan por mucho tiempo su aparición, pero su presencia o amenaza no tiene un significado relevante. Por más bruñidos y nacarados que luzcan los maderos, aún cuando los diseños de esas grandes casas destilen el talento de los grandes arquitectos americanos e italianos de los años treinta y las voces de los habitantes de estos hogares sean arrulladas por las cadencias de pequeñas quebradas que serpentean el camino, no hay tañido producido por hombre alguno que iguale el susurro de los árboles. Así como la serpiente posee un lenguaje universal o el lenguaje universal está encerrado en la voz de la serpiente, de los árboles emana un aliento que ensombrece la palabra del hombre. Mientras el lenguaje de la serpiente devela los secretos de los hombres, el aliento de los árboles no hace más que crear nuevos misterios. Un detalle invisible, mínimo: la revelación crea estupefacción y parálisis, y desconoce la conjunción Palabra y Máscara.  El misterio funciona como hacedor de movimiento. Descendente, conspirativo u ascendente, pero al fin y al cabo, movimiento. ¿En qué orden veía aparecer John Cheever a sus personajes? Cuenta la leyenda Cheever: había una vez un escritor amante de las montañas y los árboles, que vivía en una casa que daba contra un bosque, el cual gustaba contemplar durante sus horas de mayor intensidad literaria. Mientras escribía, Cheever temblaba al percibir cómo, en medio de la inmensa arboleda, los personajes-otras veces los lectores- de sus libros miraban, desafiantes, hacia la ventana que dejaba entrever una sombra movediza. Los árboles también temblaban. Las hojas caían, se desbrozaba el camino, se sentían pisadas, y no se sabía muy bien quién había caído en medio del camino. ¿Podría tratarse de los árboles, los personajes, los lectores o el escritor? Un misterio más, que posiblemente sólo halle voz y sonoridad en las raíces de la naturaleza, en aquella que generaba tanto desconcierto y veneración en John Cheever. Ante el asombro que pudo haber despertado la decisión tomada por distintos escritores de retirarse al campo o aferrarse a éste, justo en el momento que cualquier conversación cultural, académica o coloquial terminaba en el apellido Roth, Frost o Thoreau ( los tres escritores, podemos decir, comparten la idea americana y al mismo tiempo antiamericana, que la vida transcurre de manera más interesante en otros lugares), es posible conjeturar que debe haber algún elemento inevitablemente sensual en la tierra bañada por aromas de tupidas praderas y árboles frutales. Y por otra parte, qué podemos decir de las viejas despedidas, esas que llevaban a corazones y  plumas sensibles a abrazarse a cada árbol cuando veían próxima la extinción de sus vidas, o a exclamar que, por favor, les permitan retornar al contacto con las montañas y la naturaleza.

Crítico de la sociedad norteamericana y heredero del Cheever más reflexivo y controversial, Richard Ford escribe en la primera parte de la trilogía de Frank Bascombe: “Lo que todos verdaderamente deseamos es arribar a ese punto donde el pasado no pueda explicar nada de nosotros”. Ford apunta directamente al corazón de una estructura crujiente, cimentada en el lodo de una tradición desencajada, perseguida por un pasado que aparentemente justifica su presencia en una determinado lugar. La tradición, por supuesto, no es otra que la tendencia de los americanos a hallar puntos de conexión entre el pasado y el presente y así explicar el estado o el trasegar de los elementos que componen la vida. No obstante, ¿podemos detener el movimiento del pasado? ¿Existe una coherencia entre lo que considerábamos relevante o espurio hace unos meses y lo que contemplamos como notable y despreciable ahora? ¿No es justamente el peso que le otorgamos al pasado una forma de destruir las futuras creaciones del pasado?

Saltamos a 1969. Último año de una de las décadas más frenéticas de la historia de la humanidad. A un ápice de cruzar el umbral de los años sesenta: El hombre pisa la luna, el cuarteto de Liverpool ofrece su último concierto, Tricky Nixon se hace llamar máxima cabeza de Estados unidos,  el museo metropolitano de Nueva York es saqueado, John Kennedy Toole toma la decisión de quitarse la vida, aparecen en escena Matadero Cinco, Fantasmas de lo nuevo, El secuestro, El mal de Portnoy, y Bullet Park. Entre celebraciones, conmemoraciones y hechos trágicos inadvertidos, transcurre 1969. Como extraídos de las páginas de un libro de F.S Fitzgerald, los mejores anfitriones de esa fiesta inacabada que para muchos fue 1969, tomaron la decisión de ausentarse. El olvido también adoptó una fuerza poco conocida. Casi un siglo atrás, un personaje Cheever nacido en 1869, prefiguraba la ferocidad del olvido de un siglo después, cuando reflexionaba: “Me estoy haciendo viejo, mi póliza de seguros expiró, mi dinero ha desaparecido. Mis hermanos fallecieron. Mis amigos murieron. El mundo en el que sé caminar, hablar y ganarme la vida ha desaparecido. El ruido del tráfico bajo la ventana de esta habitación amueblada me lo recuerda.”

 

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El cielo se estremece, una luz desciende, la corteza de un árbol cruje y se desgaja. Lo que parecía ser un signo de devastación, de caída libre, deja entrever, en un punto aparte, un retoño que se mueve en direcciones contrarias a las ráfagas del viento. Es un fenómeno inédito. El pasado y las voces de antaño persisten en intentar recordar algún caso semejante, pero las explicaciones y narraciones que surgen denotan un tono espurio, a veces plagado de contradicciones genuinas. John Cheever caía de una ventana, en medio de una celebración concurrida por grandes nombres del mundo cultural de aquel entonces, y la fiesta seguía. Una anécdota divertida para el mismo Cheever, quien no creía mucho en las compensaciones del trabajo, pero sí en el amor como zambullida frenética y quizá necesaria. Aparte de la naturaleza, el otro gran tema Cheever, es el amor. El amor como unidad transitiva entre verbos inmutables. O como el callejón invisible entre el movimiento y la distancia, entre el cuerpo y el polvo de ceniza. O como una última parte que, desconcertada por el destino y el resultado final, explora en las inmediaciones de lo que no sucedió.

 

Naturaleza, naturaleza del amor, peso y deseo de deshacerse del pasado, todos temas que vuelan alrededor de Bullet Park, obra emblemática de Cheever. Vamos a ella y respiramos un aire enrarecido, revuelto entre la atonía de capítulos abiertos y el entrecruce de voces conspirativas. Digamos que Cheever se las arregla para escribir una novela donde las tesis o teorías que surgen sobre el homicidio y la conspiración, se deshacen en el camino. Sí, hay un hombre llamado Eliot, que un día conforma una familia con una mujer que se hace llamar Nellie, que engendran o configuran un hijo llamado Tony. El trípode son lo que suele llamarse una típica y respetable familia, anidada en América. Pero es esta misma condición estereotipada lo que los convierte en víctimas de un síntoma que se acentúa en el siglo veinte en territorio norteamericano, y que no es otra que: la paranoia o el temor a ser atacado desde cualquier flanco del planeta. ¿ Es acaso esta paranoia lo que lleva a Eliot Nailles a condenar a la horca, en esta caso al patio de casa, a la T.V que tanto disfruta ver su pequeño Tony, o poco después en el tiempo, lo que lleva a Eliot Nailles a impedir que Tony siga una senda en el deporte, aún cuando el futuro en el fútbol americano se abra como un panorama más que prometedor ante el talentoso joven Tony Nailles? De otro lado está Paul Hammer. En él fluctúan los caminos que le fueron negados a Tony, la aventura salvaje, el día como sinónimo de viaje, la inmensidad del mundo abierta a tu mirada exterior, la alternativa de ocultarse para ser notado, la traducción de poesía como forma de contrarrestar la ausencia de familiares y amigos, etc. No obstante y a pesar de las marcadas diferencias entre Hammer y la familia Nailles, caemos en un pozo ignoto, una vez intentamos caracterizar un personaje. El siguiente fragmento, perfectamente, podría pertenecer a Eliot, a Nellie, a Paul, a Tony, a Hazzard o a cualquiera de los personajes de Bullet Park: “Malditas sean las luces brillantes que nadie usa para leer, maldita la música constante que nadie escucha, malditos los pianos de cola que nadie sabe tocar, malditas las casas blancas hipotecadas hasta los canalones para la lluvia, malditos sean ellos por robar los peces al océano para alimentar a los visones cuyas pieles visten y malditas sus bibliotecas donde reposa un único libro. Maldita sea su hipocresía, malditos sus tópicos, malditas sus tarjetas de crédito, maldita su manera de descartar lo salvaje del espíritu humano, maldita su pulcritud, maldita su lascivia y malditos ellos, por encima de todo, por haber extirpado de la vida esa fuerza, esa hediondez, ese color y ese fervor que le dan sentido”. Y después del huracán narrativo, una pregunta más lanzada desde Bullet Park hacia el pasado, el presente y el futuro ¿Si la vida transcurre sin que nos demos cuenta de ello, por qué habríamos de deshacernos del pasado?

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