Festival de Cannes 2013 (I)- El rostro de una mujer (I)
Por Miquel Escudero Diéguez
Las líneas que ahora escribo, las que estás leyendo (en otro momento, pero ahora), no son las mismas que soñé en Cannes. El cine que vemos puede terminar por dejar un poso en nosotros que acabe sedimentando hasta influir en nuestra manera de ser o de pensar, de aquí la importancia del tiempo que sucede desde que se encienden las luces hasta que salimos de entre las sombras. El Festival de Cannes 2013 no era el mismo hace una semana pero, como en el amor, no todo es la fascinación del enamoramiento. La rapidez con la que hay que discernir lo que es bueno de lo que no lo es termina por matar la posibilidad de pensar la película que la que acabamos de ver. ¿Qué credibilidad merece el crítico que se limita a valorar una película basándose en el chispazo que haya podido producirle ésta? Decía GK Chesterton que, si bien el artista es el asesino, el crítico debe ser siempre el detective. En Cannes vemos de tres a cinco películas por día. Para evitar la intoxicación es importante discutirlas: bajar a los infiernos y volver, aunque sea sin ninguna respuesta. ¿Qué acabamos de ver? Todavía me lo pregunto. No lo sé. Sólo soy capaz de transcribir mis impresiones, lo que hemos hablado, lo que hemos soñado.
Cuando llegamos por primera vez al Palais des Festivals de Cannes, no sabemos cómo salir. Se lo preguntamos a un vigilante. Éste nos indica amablemente que debemos ir al piso de abajo. De la nada surge un hombre trajeado que nos indica otra dirección, nos insta a seguirle. ¿Qué hacer sino seguirle? Terminamos saliendo por la entrada de los artistas. Hablando con mi amigo Sergi (crítico de Cineuá, es el cuarto festival al que acudimos juntos), pensamos que éste podría ser el comienzo de una película. ¿Qué es el cine sino un sinfín de paseos y desvíos?
La aventura de Cannes 2013 acaba de empezar.
Robin Wright, en primer plano, acaba de empezar a llorar. Estamos viendo The Congress (2013), el nuevo trabajo de Ari Folman. Sí, el director de Vals con Bashir (Vals Im Bashir, 2008). Una actriz, sin trabajo. No le queda otra opción que “adaptarse a los nuevos tiempos” y aceptar ser escaneada por un gran estudio, Miramount (huelgan comentarios sobre similitudes que puedan devenir en querella). Nunca más volverá a actuar, será su avatar quien tome su lugar. Robin Wright, interpretándose a sí misma, se resiste. Su agente, Al (interpretado por un soberbio Harvey Keitel), termina convenciéndola: nunca le consiguió un buen papel, tampoco le queda nada que perder. El rostro de Robin Wright, vampirizado por el gran estudio, deja de pertenecer a la mujer: la imagen pasa a ser propiedad del que mira. El voyeur, tras una dentellada certera, ha conseguido poseer el objeto deseado. Mientras Robin está siendo escaneada, Al le declara su amor al admitir que siempre deseó mantenerla en la mayor de las debilidades para poder seguir siendo el fuerte. Robin, en tanto que actriz famosa, es servida como objeto por su amigo Al para ser consumida como mercancía. La intensísima trama con la que empieza The Congress se diluye en la narración de Folman hasta desaparecer inexplicablemente. La vampirización de Robin deja de interesar por sí misma y nos vemos envueltos en la trama de ciencia ficción que termina por colmar la película: Robin cae a un mundo de maravillas que no existe, en el que el tiempo deja de contar. Los seres humanos han esquivado el sufrimiento al eludir la contingencia del tiempo, pueden convertirse en quién quieran sólo con tomar una poción que contiene la esencia de todo famoso (¡Picasso y Beyoncé paseando juntos del brazo!). Sin embargo, el espacio atemporal se contrapone al mundo real en una maniobra que neutralizaría la duda, la complejidad de un planteamiento en el que la posesión del icono tuviera lugar en un mismo espacio.
Por otro lado, la vampirización del icono en The Bling Ring (Sofia Coppola, 2013) pinta un panorama mucho más siniestro a partir del caso real de unas adolescentes estadounidenses, denominadas por los medios como Bling Ring. Éstas llevaron a cabo diversos robos en casas de famosos entre los años 2008 y 2009. ¿Para qué? Ningún motivo que pueda ser explicado desde la razón. La erótica de poseer el fantasma a partir del objeto insinúa una reflexión perturbadora. ¿Qué pretendemos al acercarnos a una persona famosa? Ver como famoso a la Paris Hilton de turno: ese ídolo que, no sabemos bien por qué, pero ahí está, ejerciendo influencia en la cotidianidad de un incontable número de personas. Las chicas de The Bling Ring no buscan dinero, quieren sangre. Sentirse parte de un universo que no existe sino por la mirada del Otro. Los famosos a los que roban (Paris Hilton, Lindsay Lohan, incluso el mismo Orlando Bloom que iba a pisar Cannes para entregar un premio en la ceremonia de clausura de Cannes, así como promocionar Zulu (Jérôme Salle, 2013, su último trabajo) no serían nadie sin los miles de ojos que les ensalzan a un estado superior, un espacio en el que son intocables. Emma Watson y sus colegas transgreden la barrera que separaría esos dos universos a través del objeto. Pintarse las uñas con el esmalte de la Hilton o ponerse el sujetador de Miranda Kerr no sólo por el placer de imitarlas sino por la irracional ansiedad por ser ellas.
Se encienden las luces en la Salle Debussy de Cannes. El público se levanta y empieza a aplaudir. Unas sombras se levantan de su asiento. Sofia Coppola, junto al reparto de The Bling Ring, agradece los aplausos mientras busca la salida en una mirada furtiva. Detrás de ellas, el jurado de la sección Un Certain Regard (posiblemente traducible por una mirada especial), presidido por Thomas Vinterberg y compuesto, entre otros, por la actriz francesa Ludivine Sagnier o el productor español Enrique González-Macho. Me dispongo a salir de la sala. Ludivine Sagnier está en mi camino. Excusez-moi, est-ce que je pourrais passer? Una sonrisa por respuesta. De repente, sin saber muy bien por qué, un sudor frío recorre mi espalda.