Adorando al dios del neón
Por José A.Cartán.
Aunque no es muy conocido por el público, la llamada Nueva Ola que surgió en Taiwán en la década de los ochenta fue un movimiento cinematográfico que sentó unas bases estéticas, morales y fílmicas determinantes para comprender el cine chino y taiwanés actual. Este movimiento, comandado por dos de los directores más importantes de los últimos años, Hou Hsiao Hsien y Edward Yang (1947-2007), tuvo como objetivo mostrar la reestructuración social y económica de Taiwán tras la II Guerra Mundial, presentándonos un país en constante cambio y el contraste campo-ciudad. Tras esta primera ola surgió una segunda, liderada por el occidentalizado Ang Lee y por el director del que vamos a hablar hoy, Tsai Ming Liang.
El taiwanés Ming Liang recupera a los personajes que se vieran en el Neorralismo italiano y la Nouvelle Vague francesa para crear un cosmos particular y único. El cineasta parte de dos movimientos cinematográficos europeos para hablar de la eterna disputa individuo-sociedad, el aislamiento y la ineptitud que sienten sus protagonistas frente a todo el desbarajuste posmoderno que les rodea, la fragilidad de las relaciones humanas y un ominoso apocalipsis que se cierne sobre el mundo actual. El cataclismo urbano y la primigenia dualidad ciudad-urbe de la cinematografía taiwanesa ya se consigue vislumbrar en su ópera prima Rebeldes del dios neón (1992). Esta primera película servirá de base para utilizar y rescatar una característica propia de la Nouvelle Vague; la aparición de un mismo actor en gran parte de la filmografía de sus autores, tal como lo hiciera Truffaut con su alter-ego Antoine Doinel o Godard con Jean Paul Belmondo. Ming Liang se refleja en la apatía y la infinita melancolía de Lee Kang-Sheng, adolescente que va madurando según lo hace la carrera del propio cineasta, para mostrarnos el vacío existencial y el desasosegante nihilismo que siente dentro de un nuevo y homogéneo universo.
Aunque su cine se basa en unos personajes borrosos dentro de una cosmogonía turbia y sin sentido, Ming Liang parece dejar un pequeño recoveco a la esperanza en sus películas. Esta esperanza de poder comprender lo que nos rodea le puede venir dada al ser humano gracias a la posibilidad de amar y ser amado. Así se observa en Viva el amor (1994), segunda película del taiwanés, en la que nos narra una extraña historia de amor entre tres personajes que comparten casa y que nunca llegan a encontrarse. Cuyos impresionantes travellings externos dejan patente la grandeza técnica del cineasta.
El cine de Ming Liang puede pillar por sorpresa a cualquier espectador desprevenido, ya que uno de sus puntos más “originales”, siempre y cuando nos valga la etiqueta, es insertar números musicales en mitad de sus narraciones. Estos relámpagos pueden servir como catalizador de la amargura que desprenden sus historias, subrayar aún más el componente nonsense de la existencia humana o, simplemente, circunscribir en un contexto histórico y social lo que él mismo está narrando. La música china que suena, principalmente de karaoke, consigue adentrarnos en un universo cromático que no tiene límites. Así mismo consigue situarnos en mitad de cualquier megaurbe asiática en la que las luces de neón, el ruido y la música proveniente de la radio no descansan jamás. Como si fuera el eterno zumbido de un gigantesco insecto. Estos flashes musicales se pueden encontrar en gran parte de su filmografía, ya desde sus inicios en The River (1997), The Hole (1998), El sabor de la sandía (2005) o No quiero dormir solo (2006).
En contraposición al ruido, el enjambre sonoro de la ciudad y el ya mencionado contraste individuo-sociedad, Ming Liang se adentra también en el futuro del séptimo arte como industria. En Goodbye Dragon Inn (2003) nos muestra los últimos días de un cine de barrio, con unos tétricos planos fijos de salas vacías que nos remiten al cierre masivo de cines que está ocurriendo actualmente en España. Como vemos, el cineasta asiático consigue crear una radiografía perfecta de la problemática social de nuestros días, divagando entre la obsesiva individualidad de sus personajes y el espacio abisal que se abre ante ellos. Como si la urbe, otro personaje más de su filmografía, estuviera acechante para asestar el golpe definitivo a sus moribundos personajes.
Como buen alumno, Ming Liang es agradecido con sus maestros. Así lo demuestra en varias de sus películas al mostrar a su alter-ego Lee Kang Sheng en habitaciones donde hay pósters de Los cuatros golpes (1959) de Truffaut. Y no es menos llamativo el homenaje que le sirve a Antoine Doinel, interpretado por el incorregible Jean Pierre Leaud, al final de su ¿Qué hora es? (2001), mientras éste espera el final de la película sentado en un banco.
Tsai Ming Liang, François Truffaut, Lee Kang Sheng y Antoine Doinel. En definitiva, cuatro almas que deambulan por gigantescas ciudades y cuyas vidas se parecen demasiado a las nuestras.