Puré de milagros
Por MIGUEL ÁNGEL MONTANARO. Justo a la medianoche del cuatro al cinco de octubre de mil novecientos ochenta y cuatro, el que suscribe, se hallaba navegando en un buque de la Armada, junto a un centenar de compañeros, en la cola del tifón Hortensia.
Estábamos a unas xxx millas al oeste de Casablanca (nunca hay que revelar más datos de los precisos)
Que estábamos a tomar viento en el Atlántico, vaya.
Había julepe, o sea, mar, de muy gruesa, a arbolada. Para los de secano: cuando la mar ya no se ve como tal y te rodean paredes de espuma, al tiempo que se instala en tus oídos, un ruido atronador que anuncia a las montañas de agua que se te vienen encima.
Por estribor teníamos a un viejo transporte de ataque hoy ya desguazado, con el que estábamos haciendo una maniobra conocida como: transbordo de pesos. Es decir, los buques se ponen a rumbo paralelo y se intercambia entre ellos, un sobre, una pieza o incluso, una persona.
Esa noche, pasábamos en el ejercicio, un saco de patatas.
Obviamente, esas maniobras se efectúan siempre en <zafarrancho de combate>, que es el estado de máxima alerta en el que se encuentra el alistamiento de la dotación de un barco de guerra.
Mi puesto de supervisor de la guardia de puente durante el zafarrancho de combate estaba en el puente alto, que es como la terraza del puente de mando, pero sin sombrillas. Como la cosa estaba movidita, se me ordenó que solo dejase conmigo a un serviola. Se llamaba y espero que se siga llamando, Pep.
Un tierno querubín catalán de ojos azules que estaba haciendo la mili y que aseguraba que era el terror de las chicas en cierta discoteca barcelonesa, cuyo nombre no citaré aquí, porque no ha patrocinado este artículo.
A lo que iba. Resulta que para Pep, aquello de rodar por la cubierta, ola va, ola viene, no era lo suyo y se vino abajo…
-¡Nos vamos a ahogar! ¡Vamos a morir todos! –lloriqueaba a grito pelado.
Tenía que convencer a aquel muchacho de que me dejase bajarlo al puente cubierto.
Ya sé lo que están imaginando y tengo que decirles, admirados lectores, desde el cariño que les profeso, que son ustedes unos malpensados.
Ustedes ya creían que la historia continuaba así: “… dos tortas más tarde, conseguí convencer a Pep de que me dejase bajarlo al puente de gobierno…”
Nada más lejos de la realidad.
Aunque las olas barrían la cubierta y nosotros rodábamos por ella tragando más agua que dos arenques, logré serenar su alterado estado emocional y convencerle de mi amable propuesta, con mi aplastante dominio de la retórica y unos sosegados argumentos dialécticos, apoyados en una paciente y afectuosa conversación.
Y aclarado este punto, prosigo.
Pasé mi cinturón por el suyo, me lo eché al lomo y lo bajé al puente interior.
En el puente de gobierno, en ese momento, se estaba pidiendo novedades por la línea de comunicación interior, a la gente de cubierta, pues se temía que hubiese caído alguien por la borda en un golpe de mar. Escuché la orden a los dos barcos de hacer un largado de emergencia. Es decir, soltar cagando leches ese entramado de cables que unía a las dos unidades y que estaba anclado en un puntal de cada buque. Pero lo que más me impactó no fue eso. Cuando todos estaban en sus puestos, apretando los dientes con los cinco sentidos en su cometido y me disponía a regresar a mi puesto, escuché un bisbiseo…
Alguien estaba rezando.
El emisor de aquel piadoso soniquete era un tipo al que conocía desde hacía años, que se jactaba de ateo, y de poseer, antes de ingresar en la Armada, uno de los primeros carnés de las juventudes, no se qué <istas>, de cierto partido de izquierdas muy izquierdosas.
Allí estaba ese hombretón. Disparando avemarías por lo bajini como una carmelita descalza de pelo en pecho.
Acojonado a tope y ante la inminencia del posible final de sus días, aquel implacable martillo de curas, había cambiado su carné de militante anticlerical, por el de las juventudes marianas.
Eso sí que es una experiencia religiosa y no lo que cantaba Enrique Iglesias.
Tantos años después, me desayuno el otro día con la noticia, de que Dolores Ibarruri, la Pasionaria, antes de morir, se convirtió al catolicismo y acudió a la confesión ante un sacerdote.
Aquí, ni una sola gracia.
Cada uno sabe que ha hecho con su vida y como quiere terminarla. No seré yo quien la juzgue y si así lo decidió la mujer, pues hay que respetarla.
Pero resulta que esta semana, leo que la NASA, anuncia el riesgo de que un asteroide colisione con nuestro planeta y que debido a las dimensiones del bicho estelar, de producirse tal impacto, cito palabras textuales: “solo nos quedaría rezar”.
Tócate los cojones Manolito.
O sea, que cuando fallan los cálculos astronómicos, las pizarras rebosantes de ecuaciones, y no son válidas las soluciones de la avanzadísima ciencia para garantizar la vida, las mentes preclaras y autosuficientes de los que no creen en nada que no puedan tintar en una probeta, acuden a un recurrente padrenuestro.
A mí no me pregunten, que yo soy bastante descreído, pero estas cosas me parecen auténticos milagros.
Y que el Osasuna, haya vuelto a salvarse otro año más de bajar a segunda, también.