Club Culturamas

Gustave Flaubert, en todos sus estados

GustaveFlaubertppPor JOHARI GAUTIER. Es posible que el nombre de un autor se convierta en una verdadera obsesión. Una fijación que nace de la admiración y se consolida con la necesidad de conocer las claves de su éxito, los motivos o determinantes de cada escrito, así como los detalles más ocultos de su existencia.

El biógrafo puede caer fácilmente en ese dilema: el de convertirse en una sombra del escritor, rastreando y olisqueando cada huella como lo haría un detective ante la escena de un crimen, pero no en busca de restablecer una justa verdad, sino simplemente arrojar la luz sobre lo que debe ser conocido.

Estas ideas me atravesaron la mente durante la lectura de “El loro de Flaubert” de Julian Barnes (Anagrama, 1994), una novela de formato difícil de definir, que oscila entre la novela de ficción y la biografía convencional. Una combinación que, gracias al ingenio del autor inglés, refresca y entretiene, mientras vamos conociendo uno a uno los detalles más íntimos de la vida del famoso escritor francés: Gustave Flaubert.

Y sin embargo, descubrí que esa labor de reconstruir la existencia de un escritor –y de cualquier persona– requiere una metodología y una voluntad férrea. Una tenacidad y una disciplina dignas de los mayores elogios.

Como bien lo señala el autor, la biografía puede compararse con la pesca, o la actividad de un pescador en alta mar. La experiencia y el grado de tecnicidad ayudan a maximizar los resultados: “La red va siendo arrastrada, se llena, y luego, el biógrafo la cobra, selecciona, tira parte de la pesca, almacena, corta en filetes, y vende” (p. 45).

Todo empieza en un museo de Rouen (Francia) donde el protagonista, un médico apasionado por Flaubert, descubre un loro embalsamado algo especial. En realidad, el descubrimiento –que nos remite al cuento “Un coeur simple” de Flaubert– acaba siendo un pretexto para indagar inexorablemente en el pasado del artista. Un motivo para recorrer la trémula existencia de un hombre inconformista e impredecible.

Así es como nos enteramos paulatinamente de los andares de Gustave Flaubert, sus primeros contactos y relaciones con mujeres, su deseo de conocer y comunicar, su continuo esfuerzo de reflexión reflejado en sus cartas viscerales, pero también su inconformidad con el mundo en el que crece, su aspereza casi natural, sus dificultades de producir a un alto ritmo, o visto de otro modo, sus escrúpulos por escribir de manera impecable.

El autor de “La educación sentimental” y “Madame Bovary” es un hombre difícil de entender. Por un lado se encapricha con una mujer y por otro la rechaza, crece en una círculo burgués pero lo crítica seriamente hasta asimilar “el odio contra el burgués” con el “comienzo de la virtud” (p.223), y además, trata de preservar religiosamente una independencia que choca con su relación maternal.

Gustave Flaubert es un escritor abiertamente ambivalente que llega incluso a describir su dualidad a través de animales como el oso o el camello (el oso siendo el reflejo de la fábula de La Fontaine y de un carácter naturalmente tosco y salvaje, y el camello la imagen de su nobleza, un animal serio y cómico a la vez).

En su esfuerzo por extraer el mayor número de secretos de la existencia de Flaubert, el protagonista termina asumiendo el papel de quien, justamente, más criticaba el autor francés, es decir esas personas que dan más importancia a los escritores que a lo que han escrito.

“Por qué no nos basta con los libros? Flaubert quería que bastasen; pocos escritores han creído con tanta firmeza en la objetividad del texto escrito y la insignificancia de la personalidad del escritor: y aún así, seguimos desobedientemente a nuestro aire” (p.15).

Y de este modo, con una pregunta abierta, es como el propio narrador justifica la lectura de esta novela. A lo largo de los años, mientras el prestigio de una obra va creciendo, la figura del escritor termina siempre imponiéndose.

La culpa la tienen esos biógrafos y curiosos –en realidad, todos los lectores apasionados– que terminan enganchados a un texto. O mejor todavía: la culpa la tiene el mismo texto que, por ser tan valioso, nos remite automáticamente a su autor.

 

Johari Gautier

@JohariGautier

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *