Rita Hayworth, que estás en los cielos
Por MIGUEL ABOLLADO. Antes de salir, se paró un momento, pensativa, con el pomo de la puerta ya en su mano, y la puerta a medio abrir. Mmm… los zapatos.
Levantó levemente el pie derecho y lo acerco a la otra pierna para comparar los colores del zapato y la media. Yo estoy subnormal. Volvió al cuarto, y abrió el mismo armario que había abierto y estudiado con detenimiento durante las anteriores dos horas. Eligió otro par de zapatos, con algo menos de tacón y, definitivamente, negros. El rojo es demasiado arriesgado para una primera cita. Convencida de su acierto, sonríe y enfila el pasillo que conduce a la puerta de salida. Al pasar por el baño, descubre que se ha dejado la luz encendida. Antes de apagarla, echa un último vistazo al espejo. Quizás haya dedicado demasiado tiempo a pensar qué ponerse -primero descartó esa blusa por el escote, luego el vestido verde tan sofisticado, después los zapatos- y resulta que ahora, el peinado por el que había pagado sesenta euros a su peluquero favorito, ya no encajaba. Se toca el pelo, dudosa, y se lo levanta para arriba con las dos manos, como hacía Rita Hayworth cuando se convirtió en Gilda para siempre. En qué estaría pensando ayer. Sólo me falta un cartel que ponga “Si, vale, quiero follarte”. Luchi me va a matar, pero… Saca una goma elástica y se recoge su precioso pelo rojizo en una sencilla coleta. Remata con un par de pinzas para apretarlo bien contra su sien. Se vuelve a mirar al espejo. Sonríe. Así está mejor. Pero claro, con el pelo recogido… esta chaqueta ya no. Y sin ella tendré frío. Vuelve a pensar. La verdad es que esta falda pegaba con la blusa escotada. Ahora… no sé… Vuelve a la habitación, se desnuda por completo, y tira con fuerza la ropa contra el armario mientras grita ¡Mierda! con todas sus fuerzas.
Finalmente se sienta en la cama. Se tapa la cara con las manos. Llora, y vuelve a pensar en él.
Es inútil que te esfuerces.
En su cabeza resuena una y otra vez esa canción. La escuchó por la mañana mientras desayunaba, y la ilusión por esa primera cita se fue desvaneciendo. Ahora ya no se la podía quitar de la cabeza.
Dices que buscas a alguien
que sea fuerte, nunca debil
que te proteja y te defienda
estés bien o estés mal
alguien que te abra todas las puertas
pero ese no soy yo, nena
Dices que buscas a alguien
que te prometa estar contigo siempre,
alguien que cierre los ojos por ti,
alguien que cierre su corazón,
alguien que muera por ti, y mucho más
pero ese no soy yo, cariño
Dices que buscas a alguien
que te levante cada vez que caigas,
que te regale flores constantemente,
que vaya cada vez que llames,
un amor para toda la vida, y mucho más
pero no, chica, es no soy yo
ese que buscas no soy yo
Todas esas palabras salieron hace ya casi un año de los labios de él, como si se hubiera estudiado al dedillo los versos de Dylan. Cinco años de matrimonio, tres más de noviazgo, un hijo en común, y todo lo que se le ocurrió decir fue que él no era la persona que ella buscaba. Cariño, tú quieres un montón de cosas que yo no puedo darte, es mejor así. Desde ese día no ha vuelto a saber nada de él, ni de ningún otro. Después de muchos meses intentando entenderlo, decidió que lo mejor sería mirar hacia adelante sin pensar en nada. Aquel chaval de contabilidad con el que siempre tuvo un feeling especial, por fin se había decidido a invitarla a cenar. Sin embargo, la ilusión con que aceptó esa invitación, el entusiasmo acumulado durante toda la semana se esfumó en un instante, al poner la radio y escuchar esa canción.
Esa maldita canción.
Le mando un mensaje y le digo que me encuentro mal.
Se tumba en la cama, desnuda, y se queda medio dormida. Está tan relajada que por un momento siente que su cuerpo se evapora. Pasan treinta, cuarenta minutos, y ya se ha olvidado de todo. No recuerda la canción, no lo recuerda a él, de pronto ya no lo echa de menos. Quizás se le acabaron las lágrimas. Vuelve a pensar en su compañero. La ilusión durante la semana fue real. Abre los ojos, y se arrepiente de haber cancelado la cita. Antonio le gusta, siempre le ha gustado, y siente que lo ha estropeado todo. Vuelve a coger el movil, y mira en el wasap la última conversación. Su respuesta a la cancelación había sido escueta, pero comprensiva. Ok. Cuídate, nos vemos el lunes. Un beso. Muy correcto, aunque algo seco. Quizá ella no le gustara tanto. Pero, al fin y al cabo, ¿qué esperaba? , ¿que insistiera, que mostrase algo más de comprensión? No. Mejor no. Que te dejen plantado dos horas antes de una cita no admite la más mínima comprensión. Tiene orgullo. Eso es bueno. Pero joder, es que ni siquiera me ha preguntado. Vuelve a mirar el móvil. ¡Vaya! Está en linea. Decide esperar a que él escriba. Pero no lo hace. Ahora ya no está en línea. Duda si escribir algo, pero desiste. Se vuelve a quedar dormida, hasta que le despierta un sonido. ¡Seguro que es él!. Coge el movil rápidamente y al intentar desbloquearlo se le cae al suelo y se apaga. ¡Joder! Lo enciende. Hay un mensaje. Abre el wasap. Es Carmen, mierda. Su amiga le desea suerte con su contable y le anima a cometer muchas locuras y a dejarse hacer una serie de cosas bastante indecentes. La rabia inicial se convierte en risa espontánea. Pero qué burra es esta tía. Vuelve a pensar en escribirle.
Convencida de su decisión, desbloquea el móvil con el dedo, y cuando está escribiéndole, recibe una llamada. Es él.
– ¿Antonio?
– Hola Rosa…
– Ah… hola, ¿qué tal? – ¿Así que “Qué tal”? Anda que también yo… Cuando se habla por teléfono con alguien por primera vez nunca sabes cómo gestionar el protocolo.
– Oye… No vivo muy lejos de tu casa. He pensado que podía pasarme y tomarnos algo en plan más informal. Yo llevo el vino. Si a ti te parece bien. Me refiero… si no te encuentras muy mal.
– ¡No!… digo… no estoy mal… es decir… ¡Si! Me parece una idea estupenda.
Media hora después suena el timbre. Está descalza, vestida con unos vaqueros rotos y una camiseta vieja. Ni siquiera se ha preocupado por retocarse el rimel para disimular las lágrimas. Ya no le importa. Se siente muy feliz. Abre la puerta. Ahí está, tan elegante, tan guapo, con una botella de vino en la mano y una sonrisa burlona en la cara.
– Hola Antonio. Perdona todo este lío… ya sabes que… bueno, al final, uff… mírame, estoy hecha un desastre.
Él le da un beso en la mejilla, que enseguida se convierte en un largo y húmedo beso en los labios. Sube su mano por dentro de la camiseta de ella, rozando primero su espalda, y después acercándola con fuerza hacia él.
– Estás muy guapa.
Le coge la mano y la lleva directamente a la habitación. Allí está, en el suelo y encima de la cama, toda la ropa que ha estado descartando a lo largo de la tarde. Ella la mira, y sonríe avergonzada. Él no dice nada. Se desnudan, y hacen el amor de forma salvaje ahí mismo, encima de la elegante ropa que ella no quiso ponerse. Al terminar, ella lo mira fijamente, se empieza a reír, y consigue contagiarle a él también.
– ¡Vaya con el contable! -Acierta a decir, mientras se sonroja un poco al darse cuenta de que ha cumplido casi todos los deseos de su amiga Carmen. Niega con la cabeza, y vuelve a sonreír.
– Y tú no pareces muy enferma. No querrías deshacerte de mí, ¿verdad?
Se pone seria, y entonces él se da cuenta de que tiene el rímel corrido, y el ojo izquierdo algo irritado.
– Vamos, anda. Habrá que probar ese vino, ¿no te parece?
– A eso venía, pero no contaba con tus armas de pelirroja.
– Ya verás… -le da un beso en la oreja, mientras le susurra- cuando saque los guantes negros de Gilda. A lo mejor sales corriendo.
– Seguro que no.
Se miran durante uno segundos, en silencio, quizás dudando si merece la pena vestirse otra vez para beberse la botella de vino. No lo hacen. Tampoco necesitan las copas. Beben el vino ansiosos, encima de la cama, derramándolo por encima de sus cuerpos, para luego con la lengua saborear el preciado manjar mezclado ya con sus pieles perfumadas. Lo que sucede al acabar la botella es difícil de explicar. Ella sólo ve ahora nebulosas imágenes que se van superponiendo como en una película. Ella con los guantes en la mano, sonriendo; después él atado a la cama, la botella vacía cayendo al suelo con estrépito, el vestido verde arrugado encima de la almohada; por último ella encima de él, gritando, moviéndose incesante. Todo le da vueltas, un remolino de imágenes desfilan por su cerebro cada vez más rápido. Gritos, gemidos, dolor, placer, caricias, espasmos… entonces… cuando está a punto de llegar al orgasmo, cuando no puede más de placer… escucha un sonido lejano… intermitente.
Intenta no presarle atención, pero el sonido irrumpe de pronto mientras todo lo demás se desvanece.
Suena una vez más.
Y se despierta.
Sigue tumbada encima de la cama, desnuda. Está sudando. Su corazón palpila con fuerza. JO-DER. Dice, muy despacio. Se incorpora para coger el móvil. Hay una llamada perdida de su madre. Mira la hora. Las nueve y media. Rápidamente abre el wasap y se da cuenta de que no ha enviado ningún mensaje a Antonio. La cita sigue en pie. ¡Dios!. Llegaré tarde. Tampoco ve por ninguna parte los mensajes obscenos de su amiga Carmen. Se debió quedar dormida después de tirar la ropa contra el armario. Rápidamente se levanta, se pone unos vaqueros rotos y una camiseta vieja, se cuelga el bolso y se dispone a salir. Al pasar por el baño echa otra miradita. Todavía tiene rímel en la cara. ¡Vaya!, eso sí fue verdad. Se limpia la cara, se echa un poco de perfume, y se vuelve a soltar el pelo. Antes de salir por la puerta, mira hacia el perchero, y recuerda que colgó ahí los guantes largos que se puso en la última fiesta de fin de año. Se lo piensa durante dos segundos, y los coge.
Mientras cierra la puerta se puede intuir en su cara una sonrisa malévola. Se da la vuelta, y se encamina al ascensor. Se desvanece su figura mientras se aleja por el pasillo apenas iluminado. En la mano derecha sujeta uno de los guantes, que agarra por uno de los extremos, y lo mueve en círculos, mientras silva Put the blame on Mame.