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Historias inverosímiles, en general, Alasdair Gray.

Primera Carta

QUERIDO PADRE , QUERIDA MADRE: El nuevo palacio me gusta. Es todo a cuadros como un tablero de ajedrez. Los cuadros rojos son edificios, los blancos son jardines. En el centro de cada edificio hay un patio, en el centro de cada jardín hay un pabellón. Soldados, ayas, mensajeros, conserjes y otros integrantes de la clase servidora viven y trabajan en los edificios. Los miembros de la clase de los huéspedes de honor tienen pabellones. Mi pabellón es pequeño pero hermoso, y está en el jardín de las hojas perennes. No sé cuántos cuadrados tie- ne el palacio, pero sin duda más que un tablero de ajedrez. Habéis oído el rumor de que para levantar los fundamentos se habían demolido algunas aldeas y una famosa ciudad pequeña. Aunque ese rumor lo autorizó el emperador inmortal, a mí me pareció exagerado. Ahora me parece demasiado tímido. Desde la vieja capital, donde espero que continuéis siendo felices, pasamos diez días viajando río arriba. Los días eran claros y tibios, sin polvo, sin niebla. Sentados en la cubierta alcanzábamos a ver las torres de las ciudades a nueve o diez kilómetros de distancia, y cuando al anochecer nos levantábamos veíamos, en lo más lejano del horizonte, en el crepúsculo, el centelleo del heliógrafo sobre las ciudades. Pero a los seis días ya no quedaba signo de construcción alguna, sólo arrozales con esporádicas tiendas de inspectores de riego. Si toda esta tierra vacía alimenta al nuevo palacio, tienen que haber suprimido varias ciudades. Quizás los habitantes estén conmigo dentro de los muros, saliendo unos días por año para plantar y cosechar, y en los intervalos trabajando en los jardines de los funcionarios. Os habríais admirado de la compañía que tuve en la barca. Éramos todos miembros de la clase de los huéspedes de honor: contables, poetas y rectores, muchos muchos recto- res de enseñanza. Juntos estábamos muy alegres y dijimos muchas cosas que con las nuevas normas de etiqueta no ha- bríamos podido decir en el palacio nuevo. —¿Por qué hay tantos rectores y tan pocos poetas? —le pregunté al rector de literatura—. ¿Es más fácil formarlos a ustedes que a nosotros? Y él me contestó: —No. El emperador necesita todos los rectores posibles. Si la cuarta parte de sus súbditos fueran rectores, se sentiría realmente feliz. Pero más de dos poetas desgarrarían el reino. Encabecé la fuerte risotada que premió una observación tan profundamente ingeniosa, y mi pobre, taciturno y pequeño enemigo y colega Tohu tuvo que apartarse refunfuñando. Sus hoscas miradas no paran de divertirme. A Tohu lo han educado para envidiar y temer a todos, especialmente a mí, mientras que a mí me han educado para sentirme serenamente superior a todos, especialmente a él. Nadie lo sabe mejor que el rector de literatura que nos educó a los dos. Lo cual no significa que quiera que yo escriba mejor que Tohu; sólo demuestra que quiere que yo escriba con sentimientos altos y Tohu con sentimientos bajos. Por el momento ninguno de los dos ha escrito pero yo espero ser el mejor. Ojalá el emperador me ordene pronto celebrar algo importante y yo le proporcione exactamente lo que desea. Entonces me podréis querer tanto como os gustaría.

Esta mañana, mientras desayunábamos en la bodega de la barca, entró Tohu con la cara tan blanca que todos nos quedamos mirándolo. —¡El emperador nos ha engañado! —gritó—. ¡En vez de re- montar el río hemos bajado! ¡No estamos llegando a un palacio en el centro del imperio sino a la gran muralla del borde! ¡Nos están mandando al exilio, con los bárbaros! Salimos a cubierta. De más está decir que se había equivocado. La gran muralla tiene torres con troneras cada kilómetro, y en algunos lugares es curva. La muralla que veíamos a lo largo del horizonte era totalmente lisa y sin ventanas y por ningún lado se veía que acabara. Tampoco alcanzábamos a ver algo detrás, salvo las altas cúspides ahusadas de dos torres de correos, una al este, otra al oeste, con las motas blancas de las palomas mensajeras volando hacia ellas o alejándose hacia cada punto del cuadrante. El espectáculo nos dejó a todos muy callados. Yo levanté un dedo, reuní a mi comitiva y bajé a vestirme para desembarcar. Les llevó mucho tiempo ajustarme la capa y los zuecos ceremoniales y luego tuvieron que subirme de nuevo a la cubierta. Como ahora era el hombre más alto a bordo tuve que desembarcar primero. Avancé hasta la proa y me quedé allí, los brazos rígidos a los costados, las manos aferrando el moño del médico, que me sostenía el muslo izquierdo, y la espesa cabe- llera de Adoda, mi masajista, que me abrazaba tibiamente el derecho. Detrás de mí el secretario y el chef sostenían cada uno una punta de la capa para que todo el mundo viese, más altas que la cabeza de un hombre común, las rodilleras verdes del poeta trágico del emperador. Sin volverme supe que detrás de mi comitiva se habían alineado los rectores, el primero de ellos una cabeza más bajo que yo, después los contables y luego, menor y último, el poeta cómico del emperador, el pobre Tohu. Las suelas de sus zuecos ceremoniales son de apenas veinticin- co centímetros de grosor y casi carece de comitiva. Tiene como médico, masajista, secretaria y chef a la misma aya menuda.

Muchas veces me había imaginado así, alto en la proa, un trágico sublime llegando al nuevo palacio. Pero me había representado una gran puerta o portal completamente abierto, con policías conteniendo a multitudes a cada lado, y quizás arriba un balcón con el emperador rodeado por el colegio de rectores. Pero aunque la lisa muralla era el doble de alta que la mayoría de los acantilados, yo no veía en ella abertura alguna. Al pie había un muelle atestado de naves. El río se extendía a derecha e izquierda en un amplio foso, pero la corriente parecía salir de debajo del muelle. Entre estibadores vociferantes y toneles y fardos amontonados vi un tranquilo grupo de hombres con gongs oficiales en las muñecas y la ropa negra y las rodilleras escarlata de los conserjes. Aguardaban en un embarcadero vacío donde se deslizó la proa de nuestra barca. Unos estibadores la amarraron. Bajé a tierra encabezando el grupo. Reconocí a mi conserje por los zapatos verdes que usa esta gente cuando sirve de guía a un poeta. Nos recordó que dentro de los muros del palacio la nueva etiqueta era obligatoria. A los demás pasajeros los condujeron a otras puertas. Ahora yo veía cientos de puertas, todas altas hasta la cintura y del ancho suficiente para que pasara un tonel rodando. Mi comitiva me ayudó a arrodillarme y entré a gatas detrás del conserje. Fue la peor parte del viaje. Tuvimos que gatear una gran distancia, casi siempre cuesta arriba. Adoda y el doctor intentaban ayudar turnándose para empujarme con la cabeza las suelas de los zuecos. El piso estaba alfombrado con una tela erizada que me agujereaba las rodilleras y me raspaba las palmas de las manos. Veinte minutos después era difícil no sollozar de cansancio y dolor, y cuando al fin me ayudaron a incorporarme, me identifiqué con Tohu, que juraba en voz alta que nunca volvería a atravesar ese muro. La nueva etiqueta impide a los huéspedes de honor llenarse la cabeza de conocimientos inservibles. No vamos a ninguna parte sin que nos guíe un conserje y no miramos nada que esté por encima del nivel de sus rodilleras. Como yo tenía tres me- tros de alto sólo podía mirar esas bandas escarlata doblándome hacia adelante con la barbilla pegada al pecho. A veces a la luz del día, a veces a la luz de las lámparas, atravesamos suelos de madera, pavimentos de ladrillo, alfombras dibujadas y grava compacta. Pero lo que yo más notaba era el dolor en el cuello y las pantorrillas, y el continuo gemido de Tohu quejándose a su aya. Finalmente me quedé dormido. Mis piernas avanzaban porque las iban levantando Adoda y el médico. El chef y el secretario me tiraban de la capa impidiendo que me inclinara más. Me despertó el gong del conserje, que dijo: —Señor. Ésta es vuestra casa. Levanté los ojos y vi que estaba en el jardín de las hojas perennes, al sol de la tarde. Había un bullicioso trinar de pájaros. Permanecimos cerca del grueso seto de cipreses, acebos y tejos que oculta todos los edificios circundantes menos algunos techos de tejas. Estanques triangulares, cuadros de césped y los herbosos senderos de un laberinto en zigzag rodean simétricamente el pabellón que está en el centro. En cada esquina hay un bosquecillo de pinos con jaulas de jilgueros, alondras y ruiseñores. De una robusta rama cuelga un trapecio donde hay un sirviente vestido de cuco que imita el reclamo de este pájaro, que en cautiverio no canta bien. Muchos jardineros arreglaban discretamente distintas cosas o se subían a escaleras para alimentar a los pájaros. Como vestían ropa negra sin cintas en las rodillas, socialmente eran invisibles, y esto le daba al jardín un aire maravilloso de intimidad. El conserje golpeó suavemente el gong y susurró: —Las hojas que crecen aquí no se marchitan ni mueren nunca. Recompensé el delicado cumplido con una sonrisa leve y luego señalé una mancha de musgo. Allí me acostaron y fui tiernamente desvestido. El médico me limpió. Adoda me acarició el cuerpo dolorido hasta que toda la piel respiró el aire que el sol entibiaba. Entretanto Tohu se había desplomado en brazos del aya y roncaba espantosamente. Ordené que retiraran a la pareja y la colocasen detrás de un acebo para no oírla. Luego pedí que silenciaran a los pájaros, empezando por los jilgueros y terminando por el cuco. A medida que los jardineros tapaban las jaulas iba creciendo el silencio, y cuando se apagaron las no- tas del cuco no hubo nada que oír y me dormí otra vez. Antes de que se pusiera el sol Adoda me despertó acaricián- dome y me vistió con algo cómodo. El chef preparó un re- frigerio con el hornillo y la comida que llevaba en el morral. El conserje se revolvía, impaciente. Comimos y bebimos y el médico echó en el té algo que me puso vivaz y alegre. —¡Venid! —dije levantándome de un salto—. ¡Vamos di- rectamente al pabellón! —y en vez de seguir el sendero del la- berinto pasé por encima del seto de ligustro que lo bordeaba, que era muy joven y tenía pocos centímetros de altura. —¡Señor! —exclamó el conserje, sumamente molesto—. ¡Por favor no ofenda a los jardineros! No es culpa de ellos que el seto sea aún tan pequeño! —Para mí los jardineros son socialmente invisibles —le repliqué. —Pero usted es oficialmente visible para ellos, y los huéspedes de honor no ofenden a los sirvientes del emperador. ¿No dice así la etiqueta? —Eso no es una regla de etiqueta —dije yo— es una convención de la etiqueta, y la etiqueta permite a los poetas no ser convencionales en su propia casa. Sigúeme, Tohu. Pero como ha sido entrenado para escribir comedias populares Tohu teme ofender a los miembros de la clase de los sirvientes, así que corté camino hacia el pabellón yo solo.

 El pabellón está construido sobre una plataforma baja de cinco lados, rodeada de escalones, y en cada ángulo un alto pilar azul de madera sostiene el alero. En el centro del inclinado techo de porcelana se levanta un observatorio y en medio de cada pared hay una puerta y encima una ventana circular. Las puertas estaban cerradas pero no me importó. El aire todavía era cálido. Un jardinero esparció cojines por el borde de la plataforma y me tendí a pensar en el poema que iban a encargarme que escribiese. Esto contravenía todas las reglas de educación y etiqueta. El poeta no puede conocer su tema hasta que el emperador se lo encargue. Hasta entonces no debe pensar en nada más que los sublimes clásicos del pasado. Pero yo sabía que me iban a encomendar que celebrara la mayor obra de nuestra época y ésta es la construcción del nuevo palacio. ¿Cuántos millones se quedaron sin hogar para despejar el te- rreno? ¿Cuántos huérfanos fueron prostituidos para mantener el buen ánimo de los supervisores? ¿Cuántos cautivos murie- ron miserablemente extrayendo las piedras? ¿Cuántos niños y niñas fueron pisoteados mientras secaban el sudor de los ojos de sus padres, albañiles desesperados que se habían retrasado? Sin embargo, la construcción que los bárbaros consideran un largo acto de crueldad intrincadamente concebido le ha dado al imperio este corazón sereno y solemne donde los huéspedes de honor y los sirvientes dictan la paz y la prosperidad hasta el fin de los tiempos. No podría haber tema más grande para una obra de arte trágico. Se rumorea que en el palacio mismo se bifurcan los ríos que bañan el imperio. Si se tiene la impre- sión de que una provincia se va a rebelar, el rector de aguas puede desviar la corriente a otra parte y llevar la provincia a la sequía, rápido o despacio, como le plazca. Este rumor está autorizado por el emperador y yo lo creo totalmente. Mientras yo reflexionaba el conserje llevó al pequeño grupo por el laberinto, que parecía ideado para atormentarlos. A veces estaban a unos metros de mí, pero luego desaparecían detrás del pabellón y mucho después reaparecían muy a lo lejos. Salieron las estrellas. El cuco se bajó del trapecio y fue reemplazado por un guardia nocturno vestido de búho. Un jardinero pasó colgando de los frágiles aleros unas cajas de papel con luciérnagas. Cuando el grupo llegó a la plataforma por la entrada convencional todos, menos Adoda, estaban cansados, de mal humor y muy envidiosos de mi carácter informal. Les di la bienvenida con una risita amable. El conserje abrió las habitaciones. Dentro alguien había en- cendido unas lámparas. Vimos la cocina donde duerme el chef, la oficina de la papelería donde duerme el secretario, el lavabo donde duerme el médico y la habitación de Adoda, donde duermo yo. También hay una habitación para Tohu y su aya. Cada habitación tiene una puerta que da al jardín y otra que da a la gran sala central donde Tohu y yo haremos poesía cuando llegue la orden-de-escribir. Allí las paredes están desnudas y son muy blancas. Hay una gruesa alfombra azul y un par de tronos en forma de batea revestidos de co- jines y separados por un biombo. El único otro mueble es la escalerilla que lleva al observatorio de arriba. El conserje nos reunió en la sala, hizo sonar el gong y pronunció un discurso en la voz chillona que el emperador usa en público. —El emperador se alegra de veros a salvo dentro de sus muros. Ahora los sirvientes se taparán los oídos. «El emperador saluda a Bohu, su gran poeta trágico, como a un hermano largo tiempo perdido. Sé paciente, Bohu. Quédate en casa. Recita a los clásicos. Usa el observatorio. Fue construido para satisfacer tu ansia de grandes escenarios. Llénate los ojos y la mente de la lenta, sublime, eternamente recurrente arquitectura de las estrellas. No hagas caso de los relámpagos triviales que los campesinos estúpidos llaman estrellas fugaces. Se ha probado que no son cuerpos celestes sino tizones al rojo vivo que los volcanes disparan. Cuando no consigas mantenerte sereno sin hablar con alguien, dicta una carta a tus padres, en la vieja capital. Diles lo que se te antoje. No temas comunicar pensamientos no convencionales, por extraños que sean. Nadie castigará a tu secretario por registrarlos, ni a tus padres por leerlos. No pierdas la calma. Mantén la mente serena y vacía y pronto me verás». «Y ahora una palabra para Tohu. No te arrastres tanto. Sé menos sombrío. Aunque te faltan el valor y la dignidad de Bohu, y no comprendes a las personas, y por tanto no puedes amarlas, como hace él, aún podrías ser mi mejor poeta. Mi nuevo palacio contiene muchos mercados. Cuando tu chef vaya de compras, visítalos con ella. Mézclate con la muchedumbre de gente baja y alborotada que un día deberás divertir. Aprende sus lemas y sus ocurrencias. Procura no advertir que hieden. Cuando vuelvas a casa date un baño y pronto me verás». El conserje golpeó el gong y luego nos preguntó en su propia voz si traíamos alguna petición cortés. Paseé la mirada por la sala. Estaba solo, pues al oír la voz del emperador todos menos el conserje y yo se habían prosternado contra la alfombra y hasta el conserje había caído de rodillas. Tohu y la comitiva se incorporaron y me miraron expectantes. Adoda se levantó con la cucharita y el frasco y cuidadosamente recogió de mis mejillas las sagradas lágrimas de alegría que manan de los ojos de todos aquellos a quienes habla el emperador. El aya de Tohu le lamía las lágrimas que habían caído en la alfombra. Lo envidié, porque iba a conocer el palacio mejor que yo, y cuando llegara la orden-de-escribir un poema sobre el tema estaría más preparado. Yo no quería visitar el mercado pero tenía unas ganas terribles de ver los tesoros y los embalses y los silos, los depósitos y panteones y jardines de justicia. Me preguntaba cómo enterarme de todo eso sin salir de casa. El nuevo diccionario de etiqueta dice: Todas las peticiones de conocimiento se expresarán como peticiones de cosas. Así que dije:

—¿No podrían decorarse las paredes desnudas de esta espléndida sala con un mapa del nuevo palacio? A la chef de mi colega le será útil para guiarlo por ahí. —¡No hables en mi nombre, Bohu!, —protestó Tohu—. El emperador enviará conserjes para guiar a la chef que me guía. No necesito ni más ni menos que lo que el emperador ya ha decidido dar. El conserje no le hizo caso y me dijo: —Oigo y respeto la petición. Según el nuevo diccionario de etiqueta esta respuesta significa No, Tal vez o Sí, cuando pase mucho tiempo. El conserje se fue. Yo me sentía intranquilo. Como ni el mejor té del chef, ni las drogas del médico, ni las caricias de Adoda, surtían efecto, subí al observatorio a tratar de calmarme mirando las estrellas como había mandado el emperador. Pero no dio resultado, como él había previsto, así que convoqué a mi secretario, y como el emperador había aconsejado, dicté esta carta. No tengáis miedo de leerla. Ya sabéis lo que dijo el emperador. Y el mensajero que reescribe las cartas antes de atárselas a las palomas siempre elimina las partes más peligrosas. Acaso mejore mi prosa, porque la mayoría de estas frases son demasiado breves y espasmódicas. Es lo primero que compongo en prosa, y como sabéis, soy poeta.

 

Alasdair Gray (Glasgow, 28 de diciembre de 1934) es un escritor y artista escocés. Durante la Primera Guerra Mundial su padre resultó herido y él tuvo que ser evacuado a Perthshire y Lanarkshire, viviendo experiencias que ha reflejado en sus obras. Estudió en la Glasgow School of Arts de 1952 a 1957, época en la que empezó a escribir. Tras graduarse trabajó como pintor de retratos y escribió guiones para radio y televisión. Sus primeras obras publicadas, la novela Lanark y la colección de relatos Historias inverosímiles, en general son el resultado de veinticinco años de escritura y han sido calificadas por el diario The Guardian como uno de los hitos de la ficción del siglo XX. En 1992 obtuvo los premios Whitbread Fiction Award y Guardian Fiction Prize por su novela Pobres criaturas, publicada en español por Anagrama. Las obras de Gray combinan elementos realistas y políticos con la fantasía y la ciencia ficción, además de incluir un original uso de la tipografía y de sus propias ilustraciones. Anthony Burgess lo calificó como “el mejor autor escocés desde Sir Walter Scott”, aunque se retractó tras leer su novela erótico-política 1982, Janine. Will Self lo describe como “un gran escritor, quizás el mejor autor vivo de las Islas Británicas”, y él se autodefine como un “gordo, gafotas, alopécico y cada vez más viejo peatón de Glasgow”. Alasdair Gray es también autor de ensayos sobre la historia de la literatura británica, y obras a favor del socialismo y del independentismo escocés, movimiento del cual es una de las personalidades más destacadas. De su labor como artista destaca la realización del mural del Auditorio de Oran Mor, en Glasgow, una de las mayores obras de arte de Escocia.

 

 

Publica: Rayo Verde editorial.

 

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