Querer creer
Mañana sale al mercado la última novela de Daniel Sánchez Pardos, El gran retorno (Planeta). Hoy inauguramos sección en Culturamas. Los autores nos desvelan los secretos de sus libros en ese último instante en que sólo les pertenecen a ellos.
Por Daniel Sánchez Pardos
Se me ocurre ahora, mientras pienso en la forma de empezar a hablar por primera vez en público de El gran retorno, que los días que preceden a la publicación de una novela deben de ser los más extraños de todo este extraño proceso que se inicia en algún rincón del cerebro, del estómago o de la espina dorsal de su autor y que culmina, en el mejor de los casos, entre las manos y en la imaginación de sus lectores. En ningún otro estadio de dicho proceso la novela se ha visto o se verá así de huérfana; nunca sus personajes, su argumento, las preocupaciones que unos y otro encarnan o el universo verbal que los alienta y los contiene han tenido tan poca realidad como en estos días que anteceden a su ingreso en el mundo.
Durante muchos meses, casi siempre durante años enteros, la novela ha vivido instalada en el cerebro del escritor, primero en forma de intuición más o menos borrosa e informe, luego como un conjunto de voces, de temas y de imágenes en constante mutación, y ya por fin convertida en ese ajedrez agotador y fascinante que es el tiempo de la escritura. El autor ha seguido batallando con ella durante el proceso de edición, cuando otros ojos y otras imaginaciones se han acercado a la novela, han juzgado sus virtudes y sus faltas, han creído milagrosamente en su valía y han conspirado para hacerla llegar en la mejor forma posible a sus destinatarios últimos, los lectores, en cuyas manos y a cuyo juicio quedará su destino a partir del instante de la publicación. En cada uno de esos estadios la novela ha tenido o aspira a tener a quien se ocupe de ella, a quien la piense y la recree, a quien reavive con su atención el tejido de palabras y de imágenes que la componen; pero en los días que median entre el segundo y el tercero, entre el final del proceso de edición y su llegada al lector, la novela, en cierto modo, ha dejado de existir. El autor, aunque siga sintiéndola tan propia como siempre, ya no vive para ella las veinticuatro horas del día; la atención de sus editores se ha desviado ahora hacia esos otros aspectos prácticos y comerciales del proceso que tan misteriosos resultan también, a su manera; y los lectores aún no han tenido ocasión de hacérsela suya. Durante estos días, a todos los efectos, la novela es un puñado de papeles muertos que aguardan a que alguien los haga revivir.
Escribo esto cuando faltan pocas fechas para que llegue a las librerías mi nueva novela, El gran retorno, editada por Planeta. Me invitan a que redacte algunas líneas sobre ella, a manera de presentación: qué he querido hacer al escribirla, qué creo haber logrado, qué espero que encuentren en sus páginas los pocos o muchos lectores que puedan aguardarle en el futuro. Pienso, así, en posibles maneras de describirla en pocas palabras. Una historia de misterio con tintes góticos y con un cierto aire ligeramente steampunk, por ejemplo. Una historia de milagros y de resurrecciones en el viejo Londres de la reina Victoria. Una historia de grandes esperanzas frustradas. Una historia más o menos clásica de detectives, llena de guiños y de homenajes a los cuentos de Sherlock Holmes y, también, de faltas de respeto intolerables hacia la figura de su pobre autor. La historia de la formación moral de un hombre de treinta y cinco años que no logra hacerse adulto entre las agresiones de un mundo real cada vez más contaminado de irrealidad. O quizá, más sencillamente, la historia de lo que sucede con nuestros sueños cuando ya no somos capaces de seguir creyendo en ellos.
Cualquier definición es buena, a su manera, o ninguna lo es: hasta que el libro no llegue a las manos de su primer lector, hasta que no se inicie entre ellos esa conversación íntima y desprejuiciada que es la literatura, decir cosas como que El gran retorno quiere ser un libro a la vez triste y divertido, o que aspira a contar una historia interesante sin renunciar por ello a hablar de asuntos tan serios y humanos como la muerte, la nostalgia, los remordimientos o la necesidad de creer, o que es una declaración de amor a una ciudad y a un cierto tipo de literatura con la que su autor aprendió a apasionarse por aquello que sólo los libros nos dan, no sería más que la declaración de intenciones de un escritor. Y los escritores, ya lo saben ustedes, mienten o adornan o exageran casi con la misma convicción con la que dicen su verdad.
Sea como sea, hojeo ahora mi primer ejemplar del libro y pienso por primera vez que El gran retorno ya no es algo estrictamente personal e incomunicable. Que ya no es un secreto, ni un reto privado, ni una fuente de continuas alegrías y de no pocas ansiedades imposibles de compartir con terceras personas. Que ahora es algo a la vez cerrado a cal y canto y abierto de par en par: cerrado para su autor como experiencia, como ejercicio físico e intelectual –pero también sentimental– que ha llenado los tres últimos años de su vida, y abierto para los lectores que la historia y los personajes de El gran retorno aspiran a partir de ahora a merecer.
Paso las páginas del libro y reencuentro párrafos, escenas, imágenes, diálogos familiares que escribí frente a esta misma pantalla, sobre este mismo teclado. Los pájaros helados que caen del cielo como proyectiles sobre el suelo nevado de Londres. Las pobres niñas muertas que un día, sin saberlo, empiezan a resucitar. La luz de los teatros del viejo West End, y una mujer flotando en un tanque de agua sobre uno de sus escenarios. La topografía mágica de una ciudad irreal. Leo la primera frase de la novela: «El hombre que encontró los restos de la hija del herrero de Netley aquel último día de noviembre de 1894 fue el mismo que había certificado su muerte por escarlatina el 14 de junio anterior». Avanzo algunas páginas y doy con los nombres de Eddie Knox, de Violet, de Lin, de Osmond Starrett, que nada pueden decirle a nadie todavía. Y veo también, antes de cerrar el libro, algunas palabras que estuvieron en el origen de este extraño viaje de tres años que ahora se acerca a su fin, o más bien a un nuevo inicio: los Resucitadores, el Círculo de la Luz, la voz de los muertos. La esperanza y la intuición del milagro. La voluntad irresistible de creer.
Voces, rostros e historias que empiezan a desprenderse de la tutela de su autor, listos ya para ir en busca de la hospitalidad de nuevas imaginaciones. Ojalá lo consigan.