Tres tristes trepas
Por MIGUEL ÁNGEL MONTANARO. Mi buen amigo Alfredo Lanchero ha pasado por el quirófano por culpa de una apendicitis traicionera como una puñalada carcelaria. Le telefoneé y nos reímos de lo lindo recordando anécdotas como la que les relato a continuación.
Hace unos años, Alfredo me invitó a unas jornadas sobre el mundo del trabajo en la regia ciudad de Valladolid.
Allí nos juntamos ese día una fauna de todo pelaje; profesionales liberales, trabajadores asalariados, empresarios, sindicalistas, bastante gente de la Iglesia, muchas personas en paro y algunos indocumentados como yo.
Como la cosa iba del trabajo, no fue ningún político.
Entre los ponentes de una de las conferencias, se encontraban tres belicosos sindicalistas que habían llegado a Pucela, invitados al evento como unas estrellas mediáticas del universo sindical.
Tildar de penosa aquella conferencia -plagada de proclamas facilonas y argumentos ramplones anclados en siglo XIX- sería un acto de caridad inasumible incluso para el mismísimo San Francisco de Asís. Y les di la tarde.
En el turno de ruegos y preguntas, cuando Alfredo, que me conoce, me vio levantar la mano, bajó la suya para, distraído, tirar un bolígrafo al suelo y así, agachado, quitarse de la vista de la audiencia. Alfredo, para su bien, no se me parece en nada. Él tenía y mantiene un merecido prestigio en su ciudad, que es su casa. No como yo, que en mi casa solo tengo un bote que pone: melocotón en almíbar.
–¿No creen ustedes que difícilmente podremos hallar soluciones a la precariedad laboral, si usamos el mismo idioma de los que explotan a los trabajadores? –pregunté.
–No comprendemos a qué se refiere usted –respondió el portavoz.
–Entiendo que si asumimos el lenguaje del capital, es que aceptamos sus planteamientos y sus reglas –insistí.
–¡Nosotros no hacemos tal cosa! –bufó ofendido inclinándose sobre el micrófono.
–Entonces… ¿Por qué hablan ustedes de <mercado de trabajo>? Si aceptamos esa denominación (mercado de trabajo) convertimos al trabajo en una mercancía. Algo que se compra y se vende. Y el trabajo no es una mercancía. Es un derecho –aseguré mientras la concurrencia se giraba para mirarme acusadora por haberme tirado aquella ventosidad filosófica.
Los curtidos sindicalistas insistieron en que daba igual como se llamase al ámbito laboral y mis razonamientos no les convencieron.
–Mi segunda pregunta se refiere a la división social que se nos viene encima. ¿Qué opinan ustedes de la sociedad de los tres tercios? –interrogué.
–No tenemos ni idea de qué teoría es ésa –dijo el líder removiéndose en la silla.
–Pues verán. Estoy convencido de que la sociedad, se convertirá pronto, en una pirámide fraccionada en tres segmentos. En la cúspide, estarán los que mandan, ya saben, los poderosos, los grandes capitales, y las compañías transnacionales que quitarán y pondrán gobiernos e impondrán las leyes -del mercado- que ustedes llaman. En el centro, estarán los tecnócratas y los políticos títeres, que serán los encargados de que se cumplan las órdenes que les dicten los de de arriba; y con suerte, podrán vivir en ese escalón, los profesionales altamente cualificados, ingenieros superiores, etc. Finalmente, abajo, se encontrará el resto de la población a la que se la utilizará como mano de obra cada vez más barata y a la que se le reducirán cada vez más los derechos sociales adquiridos con su lucha e incluso, con su sangre –resumí mientras Alfredo, que había recuperado su boli, se parapetaba tras un díptico de las jornadas, que se pegó tanto a la tocha, que parecía que iba a sonarse con él.
Los tres mosqueteros al servicio de la defensa del obrero se miraron en silencio. Uno de ellos se rascó la coronilla y me contestó que eso, era política-ficción. Que tenía mucha imaginación y que la derrochase escribiendo novelas.
Yo les respondí que siempre preferiría una novela, a los cuentos chinos que nos estaban largando allí esa tarde y si nos podían revelar a los asistentes, cuanto cobraban en sus sindicatos por aquella sarta de obviedades huecas aunque voluntariosas, con las que mitineaban a los trabajadores.
El caso es que la polémica subió de tono y aquellos tres tristes trepas dieron por finalizada la conferencia. Entonces, cuando el educadísimo público -que nunca hace preguntas inapropiadas en este tipo de eventos- abandonó la sala evitando rozarme como si fuese un intocable del Punyab, se me acercó una religiosa uniformada con un hábito de riguroso color azul aviador y me preguntó:
–¿Tú eres protestante, verdad? ¿O eres de Comunión y Liberación?
–No hermana, yo soy de Cartagena.
–Bueno, pero eres algo así como… un humanista cristiano ¿no?…
–Más bien, un anarquista cristiano.
–¡Uh!… –exclamó santiguándose escandalizada al salir pitando de la sala.