¿Leer la vida?
Por Mario S. Arsenal (@Mario_Colleoni).
“El mundo es una especie de libro del que sólo ha leído la primera página quien no conoce más que su país. Yo he ojeado bastantes, y todas las he encontrado prácticamente igual de malas […] Odiaba mi patria. Todas las groserías de los diversos pueblos entre los que he vivido me han reconciliado con ella. Aunque no hubiese obtenido de mis viajes otro beneficio que éste, no lamentaría ni los gastos ni las fatigas.”
Fougeret de Monbron (1706-1760), viajero, escritor y provocador francés, culo de mal asiento e inconformista, alborotador del orden establecido y crítico feroz de su contemporaneidad, comienza así este panfleto titulado El cosmopolita, publicado por primera vez en Londres en 1750 y traducido por primera vez al español por la –no tiene otro nombre– magnífica editorial Laetoli, en la que nos detendremos en más ocasiones. Pero volvamos ahora al entorno de nuestro protagonista. Aunque su familia le instigó a que dedicara su vida a la carrera militar, él recaló en los burdeles, en los cafés y en esa primera bohemia parisina. Su novela Margot la remendona le valió el encarcelamiento en la Bastilla, del que se liberó para pasar sus últimos años en Péronne, su ciudad natal, donde moriría apenas cinco años más tarde.
A primera vista sería un acto supremo de inocencia considerar esta obra una complacencia literaria, antes bien, se reafirma como el testimonio de un ser humano hastiado y desencantado que ama la Humanidad y odia al individuo que la habita, un rasgo, por otra parte, característico de grandes personalidades, al menos de las más ambiciosas en el terreno de la convivencia humana. El libro es de una sinceridad insólita dada la fecha de redacción. Y aunque de Monbron no conocemos prácticamente nada, lo más singular es que ha pasado a la historia de la cultura gracias a sus detractores, que lo denostaron gratuitamente dejando a un lado un análisis que se nos antoja necesario. El resultado de El cosmopolita o el ciudadano del mundo es la narración en primera persona y sin tapujo alguno, con una mordacidad extraordinaria, de un viaje. Un viaje que bien podría valer por mil viajes, pero es sobre todo el testimonio de una aventura, la de un libro que el autor da en llamar vida y que considera recomendable leer. La cita de Unamuno de “el racismo se cura viajando” no podríamos adjudicársela a nuestro escritor, pero no me entiendan mal, no se me ocurriría insinuar que el autor fuera xenófobo, pero el mal del que adolece bebe de la misma fuente, el odio. Él lo hace sin cortapisas, es casi un nihilista avant la lettre, pero desde una ironía cargada de sentido, una ironía en la que vemos el esbozo de una sonrisa, una mirada de soslayo, una confianza ciega en sus ideas que no le permiten superar, por mucho que lo intente, el mal del que se aqueja.
De este “tigre de dos patas”, como le llamó Diderot tras un fugaz encuentro en París, no existen muchas evidencias fehacientes de su personalidad, únicamente algunas menciones, pocas, que lo sitúan por lo general entre la misantropía más feroz. Nada más lejos de la verdad. Fougeret de Monbron nunca huyó del trato humano, sólo habría que leer unas pocas páginas de este libelo, pero su cinismo estoico, escandalosamente opuesto al arraigado espíritu ilustrado del XVIII francés, debió de golpear a algunas de las voces más autorizadas del momento. Esto desató una serie de reprimendas moralistas desmesuradas que relegaron al autor, a pesar de la nota de Byron cuando se refirió al texto diciendo que era uno de sus libros favoritos, a un espacio marginal. Pero de nuevo, la injusticia literaria se vio refrendada por el tiempo. Algunos estudios han puesto en evidencia la patente influencia de nuestro autor en el famoso Cándido de Voltaire o en El sobrino de Rameau del mismo Diderot. Todos ellos, era evidente, no sintieron simpatía alguna por nuestro protagonista, pero la voz del tiempo concede ahora la justicia a los proscritos. También la muerte. Cuántas veces lo vimos y cuántas lo veremos.
Julio Seoane, profesor de la Universidad de Alcalá, se encarga de la traducción y del interesante epílogo. En él se tratan distintas cuestiones que entran a valorar la condición cosmopolita del propio autor, si lo fue o no lo fue, en qué sentido titular de esa manera un libro de tanta ambición humana teniendo el autor tan mala prensa con los asuntos humanos, etcétera. Fascinante punto éste, pues se traza una línea de investigación filosófica que toma como término de partida y comparación las premisas kantianas, pero uno se da cuenta que, entre tanta loa y reivindicación, al fin y al cabo Seoane lo que quiere es hacer reverdecer este nombre de la cultura francesa a toda costa, muy razonable viniendo de un especialista en siglo XVIII. Nosotros, sin menospreciar esta enjundiosa contribución a unos estudios que de por sí son escasos, pensamos que esas voces negativas hablan mejor por el escritor que ningunas otras, sin necesidad de justificación alguna, sin necesidad de buscarle los tres pies al gato. No obstante, los estudiosos de la Ilustración agradecerán generosamente este epílogo, ya que el profesor Seoane nos dibuja sapientísimamente las coordenadas en las que poder interpretar este curioso y peculiar panfleto, con agudeza y sentido crítico hacia las fuentes, que no es poco ni mucho menos. Sirva la cita de Eustache de Sachy, a propósito de las fuentes, para definir la figura de este escritor tan imperdible, incluso hoy día, y ahora verán por qué lo digo:
Hemos visto más de una vez a Monbron con el sombrero calado hasta las cejas, la cabeza bien alta, paseando solo […] y saludando a muy pocas personas. Al reprenderle su hermano el canónigo por su aire misántropo, Monbron le respondió: “¡Eh!, y vosotros los curillas, ¿conocéis la mejor manera de vivir entre la maldita raza humana?”.
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“El cosmopolita”
Fougeret de Monbron
Laetoli, 2011
120 pp., 15 €