Esa araña en el techo, Sara Mesa.

ESA ARAÑA EN EL TECHO

Sara Mesa

 

Nothing is certain except change

-Incluso en el sistema más simple pueden aparecer imprevisibles signos de cambio-

 

(Visto en un museo de ciencias naturales)

  

ME LEVANTO COMO CADA MAÑANA, dando tumbos, con los ojos legañosos y el pelo aplastado por los lados, con una oreja doblada y las piernas entumecidas. Me duele el corazón, la uña del dedo pequeño del pie izquierdo y un punto indeterminado entre la sien y el nacimiento del cabello. Por otra parte, nada nuevo. Apoyado en el quicio de la puerta, la observo en el cuarto de baño mientras recoge sus cosas. Las mete con meticulosidad dentro de una bolsa de aseo transparente: va recortando pedacitos de papel higiénico y frota con ellos los estuches de maquillaje, los botes, los pinceles, el peine, cada objeto por pequeño que sea, y después los coloca ordenadamente en la bolsa. Cualquiera diría que lo hace así, tan mansamente, solo para prologar mi agonía. Bostezo intentando mostrar indiferencia, pero se me ha formado un hueco inmenso entre el pecho y el estómago, en esa zona de angustia que tan bien conozco. Ella levanta la cabeza hacia el espejo y me sonríe. Vuelvo a la cama y me tapo con la manta hasta el cuello. Miro la araña de la esquina. Hace ya un par de semanas que la veo en su sitio, tejiendo su tela con parsimonia, pero siempre me faltan fuerzas para sacarla de ahí. Luego ella viene –ella, no la araña-, me besa en la boca, me mordisquea una oreja distraídamente –puedo notar con claridad que está pensando en otros asuntos- y se marcha sin decir hasta cuándo. Sé que no hace falta asomarme al balconcillo. Consigo imaginarla perfectamente: puedo ver cómo teclea en su móvil, cómo cruza la calle, cómo echa a correr cuando se aproxima el autobús y cómo finalmente se aleja y se convierte en un punto distante que allá en el horizonte se difumina ante mis ojos –no los que mantengo cerrados, no, sino aquellos con los que puedo recrearla durante sus ausencias-.

Otra vez se me ha ido la muy puta.

​Hoy no hace viento. Afortunadamente. Los días de viento tenemos portazos. Es así. El aire se cuela por el balconcillo –aunque esté cerrado siempre quedan rendijas incontrolables- y también entra por el ventanuco del cuarto, y cuando las dos corrientes chocan se forma un remolino invisible y es el caos –la araña se tambalea en su tela, pero resiste-. He observado una regla infalible que relaciona las corrientes de aire con sus ausencias: cuando hay viento y ella se va, retumba toda la casa; uno se siente morir en el epicentro de una explosión fatal. En cambio, si ella se marcha en un día calmado no hay problema alguno, todo es suave; siempre termina regresando y a veces me sorprende mientras duermo. Cuando vengo a enterarme de su vuelta ya respira acurrucada en mi costado, como un pedazo de musgo adherido a mi corteza enferma.

Los días en que ella se lleva su bolsa de aseo cojo el coche al atardecer y voy a mirar los aerogeneradores de la costa. Conozco el punto exacto desde donde puedo contemplarlos mejor. Los veo extenderse por el campo estéril y mudo. He contado 14 de los antiguos –de 55 metros de altura- y 32 de los nuevos -47 metros-; leí las medidas en algún sitio que ahora no recuerdo. Desconozco la longitud de las aspas, pero calculo que al menos deben de tener 20 metros cada una. Voltean y voltean y se cargan de energía. Me pregunto cuántos portazos puede generar cada uno de estos bichos. Me recuerdan a enormes mantis blancas, devoradoras inclementes de machos, santateresas temibles y temidas. El viento me revuelve el pelo, bate mis esperanzas y zarandea mi ánimo. Me gustan los aerogeneradores. De algún modo me dicen su opinión sobre las cosas. No entiendo por qué algunos se quejan de lo que denominan, con grandilocuencia, su impacto visual, o no sé qué desgaste paisajístico. Los aerogeneradores siempre me parecieron hermosos.

La regla de las corrientes de aire se revela con claridad en el funcionamiento de las aspas: si los aerogeneradores giran a una velocidad constante sé que ella no volverá esta noche. En cambio, si giran de manera irregular, deteniéndose a ratos, como a trompicones, puedo tranquilizarme porque solo será cuestión de esperar.

Ahora todo huele a brisa y a mar. Me paso los dedos por el pelo y sonrío. Cuatro molinos más se han detenido y cinco de ellos voltean sus palas muy perezosamente. El viento hace ondear la hierba seca. Hoy sé que volverá.

Regreso conduciendo lentamente. Sentado sobre la cama, mastico una tortilla de dos huevos. Después me duermo sabiendo que no podré oírla cuando llegue, porque no habrá portazos y ella es extremadamente cuidadosa. Puedo anticipar cómo entra sigilosa y cómo cierra la puerta muy despacio, puedo sentirla ya a mi lado, su olor profundo y húmedo, sus ojos de avellana que parpadean tras mi espalda.

Pero despierto y solo veo una ausencia: su ausencia que me habla. No sopla el viento. Todo está aquietado. El aire de la habitación late despacio, con un pulso mórbido, afiebrado. La araña pende del techo sin que su hilo se balancee ni un solo milímetro. Tengo otra vez legañas en los ojos, el cuerpo agarrotado, el pelo sucio, la oreja –e ignoro por qué siempre es la misma- se me ha descolocado. Me duele ahí, en ese punto indeterminado entre la sien y el nacimiento del cabello. Me duele la uña del dedo pequeño del pie izquierdo. Me duele el corazón. La muy puta no ha vuelto. Y yo no sé, no puedo comprender ahora en qué carajo ha fallado mi teoría.  

 

  

Del libro: No es fácil ser verde. Editorial Everest, 2009.
Sara Mesa vive en Sevilla. Ha publicado las novelas Cuatro por cuatro (Anagrama, 2012), finalista del Premio Herralde de Novela, Un incendio invisible y El trepanador de cerebros, y los libros de relatos No es fácil ser verde y La sobriedad del galápago. 

Cuentos para el andén nos ha cedido este texto.

 

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