Occidente, una falsa utopía:“temo que por el hecho de hablar árabe piensen que soy una islamista"
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Desde mi habitación oígo las voces de mis nuevos vecinos; la delgada pared que separa los dos apartamentos permite que los sonidos se escuchen con indiscreta comodidad; es tarde, los niños ya duermen, escucho tan sólo las voces del matrimonio, hablan con tono calmado y sereno. Se trata, pienso, de un diálogo como otro cualquiera tras un día de trabajo, pero no lo sé, no entiendo sus palabras, tan sólo puedo imaginar el tema de su conversación; cuando el sol se ha ido, en la soledad de su apartamento, mis vecinos vuelven a viajar a tierras libanesa, de donde marcharon hace ya algunos años, a través de su lengua, el árabe. No saben que desde mi habitación puedo oírles hablar, no quieren que se les oiga hablar en árabe, “tengo miedo de que me digan algo por la calle”, me comenta la mujer, “temo que por el hecho de hablar árabe piensen que soy una islamista”, añade con resignación. Una elección que, en verdad, no es tal.
Con los niños hablan francés, no quieren que los niños tengan problemas, en el fondo, me comentan, son de aquí, han nacido aquí. Las cosas les han ido bien en Barcelona, pero siguen mostrándose temerosos frente el que dirán; hablan con frecuencia de su país, Líbano, y de la belleza de sus costas; nunca han escondido su origen, “somos cristianos libaneses”, me comentó la primera vez que la conocí en el portal de casa. En ese momento no hice caso, tiempo después, me di cuenta que esa frase se escondía un cierto temor; fue más tarde, cuando la mujer que confesó no querer hablar árabe en público, cuando se abrió más, me contó que venía de Líbano, de su capital, Beirut; el árabe era su lengua, aunque desde pequeña había estudiado francés; “aunque hablemos árabe, somos cristianos”, me insiste, temiendo que no haya comprendido bien. Mientras la niña juega en el rellano canturreando en francés, le comento que es una pena que la pequeña no aprenda árabe, que no debe temer por los prejuicios, “los cretinos están en cualquier parte”. Me da la razón, pero el temor es mayor que su convicción personal; no insisto, para qué, en el fondo, una parte de mí la comprende. El prejuicio contra la cultura árabe y, sobre todo, contra lo musulmán, es grande; palabras como tolerancia o cosmopolitismo pierden todo sentido cada vez que el racismo y la discriminación se imponen, y se imponen con demasiada frecuencia.
Al hablar con mi vecina, me acuerdo de Amina, venía cada semana a limpiar en un apartamento de mi edificio. Había llegado a Barcelona diez años antes con su familia, su marido trabajaba en la construcción, como sus hijos. Hace algunos años decidieron regresar a su tierra Marruecos, previsores, escaparon de una crisis cuyas amenazas ya se dejaban sentir. Recuerdo que un día fue increpada frente al portal de casa, “vuelve a tu país” le grito una mujer emperifollada, “si quieres llevar velo, regresa a tu país”, insistió; en el momento nadie intervino, cuando la beligerante mujer se alejó, algunos transeúntes se acercaron a Amina, le dijeron que no se preocupara, no que no hiciera caso, pero Amina estaba acostumbrada no era la primera vez y seguramente no sería la última. Amina regresó a su amado Marruecos y llegaron mis vecinos libaneses; mientras ojeo el periódico, no puedo dejar de pensar en ellos; no por los enfrentamientos de los que Líbano está siendo escenario –los combates en la ciudad libanesa de Trípoli, en la frontera con Siria, entre sunitas y sostenedores de los rebeldes sirios y chiíta, de confesión alauita, que apoyan al presidente sirio Al Assad-, sino por un posible crecimiento del sentimiento antimusulmán tras el ataque perpetrado por dos jóvenes norteafricanos en Londres y por el ataque a u militar en París por parte de un joven que, según las primeras noticias, podría ser de origen norteafricano. Si bien la comunidad árabe de Londres no ha tardado en condenar los hechos perpetrados por los dos jóvenes, los primeros indicios de un reavivado sentimiento anti-árabe y anti-musulmán no han tardado es ser visibles y no solamente en tierras inglesas, pues desde aquí, desde este país que está condenando a tantos jóvenes y no tan jóvenes al mismo exilio al que fueron y son condenados muchos norte-africanos, un periodista, cuyo nombre no quiero acordarme, aplaudía a la labor de la policía inglesa, “allí les disparan, aquí les invitamos a copas”, decía con símiles palabras dicho periodista a través de red social.
Los hechos de Londres han bastado para reavivar un germen nunca desaparecido, dormido, pero pronto a despertar. Michael Aldebolajo, uno de los agresores, de origen nigeriano, había nacido en Inglaterra; un chico inglés como los otros, así lo han descrito los distintos medios de comunicación. De tradición cristiana, su conversión al islamismo es la clave, o así muchos lo consideran, para entender los hechos; su radicalidad religiosa parece ser la clave para explicar su acción. De otra manera, ¿qué razón había? Era inglés, había nacido en Inglaterra, había sido educado en colegios ingleses, Inglaterra era su país, el país que había acogido a sus padres, ¿por qué atacar a tu propio país? Una pregunta similar se formuló tras los ataques de Boston, ¿por qué esos jóvenes crecidos, aunque, en ese caso, no nacidos en los Estados Unidos, han querido atacar el país que los acogió? Un bostoniano se exclamaba, tras lo sucedió, “¡con todo lo que le hemos dado!”. Tachados de ingratos, los jóvenes de Boston como los de Londres se convierten en excusa para la generalización; como ya pasó tras el 11-S, el miedo de la comunidad árabe por posibles represalias se incrementa, y es que hay que encontrar un culpable, más allá de los culpables materiales, hay que encontrar un culpable que explique los hechos y justifique determinadas decisiones futuras. Pero la cuestión no es fácil, no es una simple suma de dos factores, como tampoco es un elemento que justifique la generalización; si así fuera, ¿qué deberían decir de nosotros las víctimas que día tras día mueren en Siria? ¿O las víctimas de Afganistán o Irak?
Occidente no es ni víctima ni salvador, pues, como se escucha en el reportaje Libia la hora de la verdad de Pilar Requena, no se puede ser tan ingenuo como para pensar que Occidente intervino en el conflicto libio por los derechos humanos y no por intereses propios vinculados al petróleo; no se olvide que quienes justificaron la intervención contra Gadafi sobre la base de la defensa de los derechos humanos fueron los mismos que se fotografiaron durante años con él, girando la mirada hacia otra parte. Ni santos ni verdugo; los titulares sobre lo acontecido en Londres y París comparten espacio con la noticia de la quema de coches en la periferia de Estocolmo. Los responsables de tales hechos, los inmigrantes que viven en aquellos barrios; la historia parece repetirse, si hace algunos años Francia fue la protagonista, ahora le toca a una Suecia que tiene bien poco de utópica. El enviado especial de El País, Oscar Gutiérrez se hace eco de las palabras de un joven del barrio: “hay que entender que si no tienes una razón para vivir…”. Mientras Michael Aldebolajo, con las manos aún ensangrentadas, recordaba como en muchos países los cadáveres tendidos en el suelo son cotidianos, el joven de Estocolmo relata al periodista la ineficiente y falaz integración de los inmigrantes.
Provocada la fractura social, no sirve buscar excusas; no sirve culpar a una determinada religión, no sirve la condena a la inmigración, como tampoco sirven las vanas e injustas generalizaciones. Fuimos nosotros a construir la periferia, fuimos nosotros quienes, como afirma Marc Augé, “situamos en la periferia todos los problemas de la ciudad: pobreza, paro, deterioro del entorno, delincuencia o violencia”. Cuando no se tiene razón para vivir… éstas eran las palabras del joven inmigrante que desde Estocolmo, y condenando los hechos, los contextualizaba. Es necesario contextualizar, y esto requiere auto-crítica, requiere reconocer que, en verdad, nuestros países no han sido países de acogida; a quienes venían los hemos arrinconado, los hemos condenado a la miseria y a los jovenes, hijos de aquellos segundos inmigrantes, todavía hoy seguimos sin considerarles uno más. El radicalismo religioso puede ser una razón, pero tan sólo es una pieza dentro de un puzzle mucho más complejo del que nosotros somos los principales autores.
Habremos aprendido la lección, cuando mis vecinos ya no escondan y, por la calle, se escuche la voz de una pequeña nacida aquí, pero de padres libaneses, hablando árabe, mientras a su lado una mujer como Amina ya no tema ser atacada verbalmente por su velo. Habremos aprendido la lección cuando el joven de Estocolmo pueda finalmente gritar que “tienen razones, muchas razones, para vivir”.
Somos muchos los que entendemos la Historia y la vida en pluralidad. España tiene un importante pasado árabe. El califato de los Omeya fue un emporio de cultura y convivencia. No hay nada contra los árabes. No puede haberlo cuando los griegos fueron traducidos por ellos. Cuando los números de Occidente son los números árabes, cuando la agricultura moderna la trajeron ellos. No, no es la cultura árabe lo que nos separa, es el fundamentalismo religioso. El islámico y el católico en otros tiempos. Es siempre la alienación religiosa la que lleva al desastre, al matar al Hombre en nombre de Dios. Por supuesto que la articulista tiene razón al condenar a Occidente: yo también le condeno. ¿Qué hacíamos en Irak? ¿Qué hacemos en el Norte de África? ¿Qué hemos hecho a lo largo de nuestra Historia, en todo el mundo, sino intentar imponer nuestras ideas y nuestra economía destruyendo y matando, ignorando a los débiles, so pretexto de construir?. Todos los imperios han caído en un momento dado del devenir humano. La riqueza trae la corrupción. Mantener el estatus de los poderosos termina por destruir la convivencia porque las diferencias son cada vez mayores. Pero no nos confundamos: no se odia a los árabes indiscriminadamente. Como nadie odia a los vascos, una tierra y unos pueblos que muchos llevan, llevamos, en el corazón. Se odia y se teme al terrorismo. Algunos odiamos la injusticia, la intolerancia, el fanatismo, venga de donde venga. Durante mucho tiempo vino de nuestro lado con inquisiciones y conversiones a hierro y fuego, no lo olvidemos. Ahora la religión sigue haciendo de las suyas. El cristianismo se ha convertido, al parecer, después de unos cuántos siglos de cruzadas y quema de “herejes”, y propugna la paz y la concordia, aunque las iglesias sigan manteniendo privilegios, suyos y de otros, y “asistiendo” a los poderosos. Ahora toca – será lento – eliminar el “literalismo” de los libros sagrados del Islam y convertir mediante el tiempo y la instrucción a los que creen que todavía la Tierra no pertenece al ser humano, sino a los dioses. Sean los dioses del dinero o los dioses celestiales. Solo la cultura y la libertad de pensamiento pueden ayudar al progreso. No, no nos confundamos. Ni siquiera los que sabemos del lado de quienes estamos, que no es precisamente de los que oprimen y explotan al mundo para salvar sus cuentas bancarias, para salvaguardar sus intereses, para convertir al mundo en una colonia universal. El ser humano es un avance progresivo hacia el ser humano. Y toda alienación que destruya la vida es injustificable. Una razón para vivir no puede ser confiar el nuevo orden del mundo a la injusticia y dolor provocado por las religiones y el fanatismo. Sobre todo aquellas creencias que creen que la Verdad es única y debe ser impuesta de forma universal. No podemos eliminar las fronteras de la Tierra cambiando la esperanza en la confraternización por la esperanza en la alienación. Y toda “verdad” absoluta e incontrovertible que desee ser impuesta por la fuerza – o en algunos países por la norma – solo puede traer más incomprensión, daño y dolor. El mundo árabe no es solo el mundo islámico, claro que no. Y, por supuesto, aún dentro del Islam hay distintas tendencias. Pero hay una corriente emergente de intolerancia y una bandera levantada en nombre incluso de la “democracia” ( curioso que un sentido teocrático se alíe con un sentimiento democrático, curioso e imposible de conjugar ) que no es una bandera de salvación, sino de separación y retroceso. Y me temo que nuestros valores occidentales – a la baja, prostituidos, casi destruidos – no puedan hacer frente a una corriente que cree que su fe es su razón.