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Guardianes del falso Edén

Guardianes del falso Edén, Gabriel Monte Vado, Ediciones Atlantis, Madrid, 2013. 302 páginas 20 euros.

Por José Vaccaro Ruiz  

portadaguardianespequeGabriel Monte Vado trabaja en los Servicios de Inteligencia del Estado español, es uno de los Guardianes del Edén. Un Edén que él califica de falso. Diciéndolo quien lo dice, por algo será.

El conocimiento que el autor tiene de esos guardianes, se nota en su novela. La descripción que hace de los operativos de vigilancia o protección de personas no tiene nada de fantasía o imaginación, sino que responde a una realidad que se escapa a nuestra mirada, incluso a aquello que pudiéramos parafrasear. Los protocolos y los medios necesarios para aplicarlos (personas, vehículos, grabaciones, etc) se describen con precisión anatómica. Tienen el marchamo y el sello de la realidad.

La ocultación y el disimulo, los “Felipes” y los “Pepes” y toda una jerga de nombres y pronombres de alguien que conoce ese mundo, desde dentro y a la perfección trufan la novela de cabo a rabo. La complejidad de los equipos de vigilancia, los sistemas y los medios utilizados, la fraternidad que crea el peligro y también el duelo por aquel fracaso o aquella víctima inocente que tal vez se podrían haber evitado. En este sentido es una novela profundamente humana y cercana, mediterránea, si se me permite utilizar esa palabra, alejada de los outsiders de la literatura policíaca anglosajona.

La trabazón y la empatía, el mutuo soporte que existe entre los guardianes del Edén va más allá del puro y acotado compañerismo porque la vida de uno cualquiera de ellos depende necesariamente del trabajo y del buen hacer de los demás. 

Esa figura contrahecha, intangible y siempre alejada del foco, que es el agente secreto real, encuadrado en una organización de jerarquía vertical –nada de 007 rodeado de rubias despampanantes-, alguien que desarrolla una labor perfectamente reglada y cobra un sueldo a fin de mes, recorre las páginas de la novela. Pero ese aspecto puramente funcionarial no debe confundirnos, porque Martín Acevedo, el protagonista, es como un escáner instintivo y agudo que se mueve allí donde la vista no alcanza para detectar la neoplasia oculta bajo la apariencia de una piel lustrosa, la ponzoña que existe sobre la carrocería de un Porsche o la cloaca debajo de una urbanización de lujo por donde circulan la droga, la mentira y la compraventa de seres humanos.

Pero volvamos al falso Edén. Porque el perfecto Edén, el puro, el idílico, no existe. Incluso en el Paraíso en donde Dios colocó a nuestros primeros padres había prohibiciones –el árbol de la ciencia del bien y del mal-, enemigos –el demonio en forma de serpiente-, y tentaciones –Eva, siempre Eva-. Esa es la contrafigura que se esconde en la novela de Monte Vado: la perversión del lado oscuro de la fuerza que late detrás de lo cotidiano, el todopoderoso dinero que mueve los hilos de cuando sucede a nuestro alrededor, la maldad y la ambición que buscan atajos y rápidos donde realizarse, el desprecio a la vida humana como algo necesario, el Averno como la otra cara de la moneda. Llevando esta reflexión al límite podríamos decir que el Edén a preservar y salvaguardar, el verdadero Edén en forma de bondad –o de buenismo, por emplear una jerga conocida-, no es el Jannat con las 72 vírgenes que el profeta promete a los que mueran en la Guerra Santa, ni es el Paraíso a la diestra de Dios Padre Todopoderoso porque no hay teología en la pluma de Monte Vado. Ese Edén laico, si es que existe y aunque a veces no lo sepamos ver, está en nosotros mismos, en nuestro entorno más próximo. Podríamos llamarle libertad en su sentido más puro. Libertad, un concepto que podríamos contraponer al de Estado o Patria en donde están encuadrados los guardianes de que nos habla la novela. ¿Se referirá Monte Vado a ello al hablarnos de la falsedad de ese Edén? La reflexión sobre el título del libro nos ha llevado tal vez demasiado lejos, volvamos a lo concreto.

Los personajes de la novela, es una de sus virtudes, son de carne y hueso, aciertan y se equivocan, sienten y malsienten. Y hasta a veces, ante unos andares de mujer se olvidan de lo que dice el manual: “Niño, esto no se toca”. Y va y lo tocan.

Sin desvelar el final de la novela –líbreme Dios de hacerlo-, sí que diré que, cada vez con mayor frecuencia la justicia y “el que la hace la paga” no se resuelve en la letra impresa con un triunfo claro y nítido de los buenos, de Roberto Alcázar y Pedrín o el Llanero Solitario, sobre los malos, Goldfinger o Lex Luthor, sino que es la contingencia unas veces, pocas, y casi siempre la existencia de una maldad superior quien pone orden y dicta sentencia al margen de la ley. Algo ambiguo y tenebroso que nos debería dar que pensar. Y en ese mar tenebroso se mueve la novela, enfrentado el bien con unos medios limitados a un mal multiforme, infinito y enfuriado, una lucha desigual cuyo resultado es, por la propia naturaleza de las cosas, en el mejor de los casos incierto.

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